En el curso de tales comidas y conversaciones, muchas cosas aprendí, entreví, y aun confusamente adiviné. Y llegué -como todos- a acostumbrarme al lenguaje de mi señor, que pasaba con facilidad y ligereza envidiable (o al menos sorprendente) del tema delicado, incluso poético, al más feroz de los delirios guerreros.
De otra parte, mi señor era tan refinado que jamás le vi sonarse, ni pegar a sus sirvientes, ni orinar en el suelo, ni llorar ruidosamente -aun tras las muchas libaciones-. No se embriagaba nunca de forma tan indecorosa que rozara la dignidad y aplomo de su continente y cuando arrojaba los huesos sobrantes de su plato, lo hacía siempre en dirección a su jauría (que amaba muy sinceramente) y cuyos componentes permanecían alerta, sentados sobre las patas traseras. En suma, y sin desdoro de la verdad, aseguro que mi señor no se parecía a ningún hombre, noble o villano, de cuantos conocí.
Cuando las cenas terminaban, los escuderos y pajes recogíamos las mesas, tableros y caballetes. Una vez arrimados a los muros, nos tendíamos en el suelo para dormir, a ser posible cerca del fuego. Allí me sentía muy abrigado y confortable. Lejos quedaban ya las duras noches junto a caminantes y mendigos, bajo la escalera del mugriento torreón de mi padre. De las paredes pendían escudos, lanzas y trofeos de caza o guerra.
Cascos, espadas y armas de todo tipo, encendían mi admiración y codicia. Cuando todos dormían, a menudo permanecía mucho rato con los ojos abiertos contemplando el fulgor de las llamas en el bruñido metal o escuchando rugir al viento en torno a la torre. Era la única hora de mi jornada -en verdad sin resquicio para holganzas- en que una tenue melancolía me llegaba: como en aquella ocasión, tras la vendimia, y en brazos de la mujer del herrero.
Así, en la forzada reclusión y promiscuidad a que nos obligaba el invierno, empecé a intuir (y constatar) algunos aspectos antes inadvertidos del verdadero carácter y naturaleza del Barón Mohl. Y también de mi señora, la Baronesa. De suerte que muchos rumores y murmuraciones llegaron a mis oídos. Y muchas cosas descubrieron por primera vez mis ojos (y mis sentidos).
V. Historias de ogros
Existían muchos aspectos de la humana vida, harto conocidos por la mayoría de los muchachos de mi edad -y aún más pequeños- y que yo, apenas salido de la salvaje soledad de mi infancia, ignoraba completamente. Debe disculparse tal ignorancia en gracia al hecho de que, hasta mi llegada al castillo, jamás tuve oportunidad -si exceptúo aquel joven trotamundos que me robó el cuchillo- de acabar una frase completa con alguna criatura, no digo ya de mi edad y condición, sino siquiera humana. Hasta el momento, sólo Krim-Caballo fue mi mudo oyente. En cuanto al tropel de desventurados que rodeaba a mi padre y cuya cháchara, espectralmente acribillada de hazañas muertas, adormecía sus veladas, apenas me daban acceso a muy sucintas intervenciones.
El caso es que, hasta aquel invierno, apenas tuve noticia de la existencia de criaturas entre humanas y bestias, entre divinas e infernales, que poblaban el mundo. Muchas de las cuales, sin duda alguna, convivían de manera más o menos disimulada entre los hombres. Sólo en algunas ocasiones, durante aquellas inolvidables veladas invernales, mientras escuchaba relatos de este tipo, resurgían en mi memoria ciertas fábulas que adormecieron mis sueños de niño: ora canturreadas por mi madre, ora por sus sirvientas.
En las veladas del castillo, al abrigo de la lumbre, mientras el viento y la nieve se arremolinaban en la noche invernal, muchas historias y sucedidos de esta clase fueron abriendo mis ojos y aguzando mis oídos. Y así, tales criaturas llegaron a ser tan minuciosamente conocidas por mí como por el más avisado en tales cuestiones.
Cierta mañana muy especial, apenas amanecido, fui requerido por la Baronesa, mi señora, para que ensillase su montura y la acompañara, a pesar de los hielos que endurecían y hacían resbaladizos los caminos, en una de sus singulares correrías. Al ayudarla a montar sentí el filo de unas afiladas uñas en mi mano. Y al tiempo que mi señora ordenaba ciñese a sus piernas la manta de pieles, surgió de ésta una mano delgada y palidísima, rematada por menudos y rosados puñales. Desnuda de su guante, aquella mano me produjo una rara exaltación, donde se agitaban muy oscuros y placenteros devaneos. Pues, súbitamente desprovista de sus habituales tapujos, aquella mano me pareció encarnar la desnudez total de mi señora (cosa que, hasta aquel momento, ni me atreví a imaginar). Alcé los ojos hacia ella: su cabeza rubia y lisa como pálido metal aparecía también libre del capuchón de pieles. Se recortaba nítida, casi cruelmente, bajo un cielo tan reluciente como escudo frotado con arena. La mano de la Baronesa oprimió la mía contra la manta de piel y sentí bajo mi palma su rodilla (que imaginé, de pronto, desnuda y tersa como la de un niño). Entonces, mi señora sonrió. Y esto era en ella tan extraordinario -que yo supiera, no había pieza en que ensañarse, todavía- que me llenó de pavor. Por segunda vez, a la luz rosada del amanecer vi sus dientes. Y me parecieron teñidos por un resplandor de sangre, delicada y fresca, pero muy cruenta. Era, empero, una sangre que yo conocía, y en su rara sonrisa se mezclaron estremecedoramente el jugo de las moras, el primer jabalí a quien di muerte y la triste mueca de la mujer del herrero (aquella vez que tan brutal como injustificadamente la apaleé). Sentí entonces un vértigo desmesurado, de todo punto impropio, al extremo de que hube de aferrarme a la montura de mi señora para no rodar por el suelo. Un viejo y conocido terror ascendió desde mis entrañas, paralizando mis brazos y piernas. Y si no fuera por las pacientes enseñanzas de la propia Baronesa (que tanto me recomendaron mesura en los gestos y disimulo en todas las intemperancias, tanto propias como ajenas) hubiera roto en aullidos y tal vez llegado a revolcarme por el suelo (como en los tiempos en que a tales desmanes de mi naturaleza, mi madre aplicaba remedios harto contundentes, aunque de indudable eficacia).
En lugar de las pasadas jerigonzas, atiné, con claridad en verdad extraordinaria dada la confusión en que se sumiera mi entendimiento, que no eran tan desatinadas y hueras las enseñanzas de mi señora. Y con este juicioso pensamiento en el meollo rodé a tierra, supongo que con la máxima dignidad asimilada en las antedichas lecciones y consejos.
Lo primero que al abrir los ojos apreciaron mis sentidos fue una antigua sensación, conocida por mí cierto día de vendimia. Aquélla que, por breve tiempo, me hizo creer la más viva y desatada criatura de la tierra. Como entonces, unas manos recorrían mi cuerpo y también como entonces parecían las primeras manos que acercaban su calor a mi calor. Por contra, por única vez en mi vida me repugnó el olor a estiércol que invadía el aire. Estaba aterido, en verdad helado. Y creo que temblaba, pues así me lo hizo notar el violento castañeteo de mis dientes. No obstante, un recelo y una cautela infinitos (también agudizados en la convivencia con aquellas, al menos para mí, singulares gentes del castillo) me aconsejaban la mayor prudencia. Pero sabía que mi sangre galopaba sin freno y que mi corazón coceaba furioso en un recinto cada vez más estrecho e insuficiente para cobijarlo. Pues lo sentía, en verdad, como fiera enjaulada, pugnando por romper lo que le separaba de aquella libertad sin límites, de aquel ácido y violento goce que conocí una sola vez: cuando aplastaba, bajo los pies, las uvas del lagar. Mas sabía bien cuán lejos quedaba de mí aquel vino, aquel instante hermoso y cruel en que me convertí, aun por tiempo tan breve, en el amo de la tierra, el aire, el mar y el fuego.
Llegó hasta mí entonces una más cercana y reconocible sensación: la de unas uñas finas, afiladas como garras de halcón, que arañaban nuevamente mi piel. Luego, oí decir a la Baronesa: