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– Pero cómo lo contás así -dijo la gorda Austin-. Vos sos un ser imposible.

Lalo dijo que, históricamente hablando, eso fue lo que pasó. Si queríamos detalles, podíamos imaginar los refuciles, la inminencia del amanecer entre los nubarrones, la vegetación de la zona, es decir, la vegetación de aquel tiempo, porque entre la erosión eólica y la civilización, el paisaje se había alterado muy mucho. La paja de las vizcacheras, el pasto crespo, la cola de zorro, el té pampa y el penachito blanco serían el fondo vegetal de esa carrera hacia los bañados. También algún aguaribay, algún ceibo que por algo es nuestra flor nacional y sobre todo acacias, ya que la acacia es un árbol sagrado, el árbol del amor y la fidelidad. Fauna lacustre, naturalmente. Patos salvajes y zambullidores. Y un revuelo de chuñas y bandurrias negras, sobresaltadas por el galope de los caballos. Laureano y Aasta van a la muerte como si remontaran la historia argentina hacia la edad de los saurios y los batracios. Tal vez hay por ahí grandes escuerzos, ampalaguas, ranas flautas, y en cuanto a los insectos, teníamos para elegir cien variedades de abejas, ochenta de avispas, ciento diez de sanjorges, mil de coleópteros, incluidas veinticinco especies de luciérnagas, algunas de tipo fétido como la célebre Juanita, por no hablar del bicho moro, que es una cantárida, del gorgojo y de la chinche de agua. Eso en cuanto al mundo llamado visible, dijo Lalo, ahora que si queríamos el paisaje interior, los horrores y ciénagas del alma, él podía contarnos lo que pensaba de lo que realmente pasó. Es muy probable que el abuelo, veterano en disparadas largas, le hubiera dicho a la chica algo así como que no apurase a la yegua, que la llevara levantada sobre la rienda. Sabía que aquellos cordobeses no tenían caballos como el moro y la yegua, sabía que a ese paso y con la ventaja que llevaban no había quien los alcanzara. Lo que no sabía es que cuando dijo eso, iba hablando con nadie. Aasta, que venía atrás siguiendo la huella que le marcaba Laureano, había rodado y estaba allá, como a dos cuadras, sola en medio de la noche junto a la yegua caída. No había gritado ni lo había llamado. Cuando el abuelo se dio cuenta, empezó la historia de amor más hermosa de la historia argentina. Pongan atención e imaginen exactamente lo que digo. La situación es ésta. Allá, en mitad de la noche, la chica, viendo que el abuelo da vuelta la cabeza y sofrena el caballo. Los relámpagos que permiten ver todo. Ella haciéndole señas de que siga solo, o quizá gritándolo entre los truenos. Más atrás, los treinta jinetes del capitán de Bustos. Y acá, el abuelo. Volver y enfrentarse con los treinta no era nada extraordinario. Como les dije, Ramírez peleó a cincuenta. Bastaba no pensar en nada para hacerlo, y lo que yo creo es que Laureano pensó. No puedo concebir que, entre las muchas cosas que en ese instante pensó, no haya pensado en su hijo, en salvarse solo, en la posibilidad de llegar a San Luis y de ahí subir a Salta o Jujuy y armar otro ejército, no se imaginan la cantidad de cosas que puede pensar un hombre en un segundo cuando de un lado está la muerte y del otro la vida. Si Laureano no pensó en todas estas cosas, entonces no hay historia de amor ni historia épica. Hay un jujeño bruto sin conciencia nacional, sin amor a la vida, sin miedo a la muerte, sin sentimientos humanos. Lo imponente de ese segundo no es que Laureano haya vuelto, sino que volvió sabiendo que lo perdí todo. Todo, hasta la mujer; porque lo que aquella gente buscaba no era matar a la chica. Al fin de cuentas, él fue quien la asesinó. Supongamos que el abuelo no se vuelve. Consigue armar un ejército, cambia la historia del país y hasta salva la vida de ella. Tal vez la habrían violado un poco, no me aparto, pero si el cojer matara a las mujeres, todas ustedes serían fantasmas, dijo Lalo.

– Déjate de hablar disparates y contá bien el final -dijo Verónica.

– Pero si ya lo conté. Los peleó, lo degollaron. Antes mató como a quince. También la mató a ella.

El abuelo está junto a la chica. Le grita que monte en las ancas del moro. Ella no contesta, parece no escucharlo, mira como enajenada a la yegua quebrada, el blanco demencial de los ojos de la yegua es de un horror intolerable. No hay nada más espantoso que el dolor inexpresivo de los animales. Laureano ve acercarse a los treinta. Ya no hay tiempo para nada, piensa. Desmonta y habla con suavidad. "Cierre los ojos", dice, "voy a matarla." La chica cierra los ojos, él le pasa un brazo por sobre el hombro y cuando ella apoya la cara en su pecho le dispara un balazo en el corazón. Vuelve a cargar la pistola y sacrifica a la yegua. Después monta en el moro y carga contra los treinta. La última cosa que vio en este mundo fue su propio cuerpo, de pie, entre un montón de muertos y de hombres gritones que lo sableaban a mansalva; sin comprender lo que veía, vio desde el suelo su propio cuerpo decapitado, vio su brazo que todavía sostenía el sable, vio en el cielo una franja colorada que le pareció el amanecer.

XIV

Pensó un momento y dijo:

– Juana.

– ¿Juana de Arco o Juana la de Tarzán? -preguntó Espósito.

– Ninguna de las dos -dijo ella-. Juana la Loca.

XV

A eso de las cuatro de la mañana, sólo quedaban en la quinta los sectarios más resplandecientes de aquel círculo mágico cuya gran sacerdotisa era Verónica. Desconfiando de los olmos del parque, Espósito busca un baño. En toda la casa no habría más de treinta personas, contando, por lo que vio al azar de los pasillos y las puertas, algunas parejas que hacían el amor en grandes o pequeños sillones, alfombras de Bokhara y aun en tradicionales camas. Una chica descalza, que daba la impresión de no llevar sobre su cuerpo más que un poncho colorado, se cruzó con Espósito en un corredor y lo saludó con su vaso. Tenía el pelo caótico y oscuro, y era ese tipo nacional de joven mujer que, al segundo de conocer a un hombre, le pregunta si cree que la angustia es la manifestación ontológica de la Nada. Pregunta, pensó Espósito apoyándose contra la pared, pregunta, pensó, mirando alejarse a la chica por el pasillo, a la que habría que responder que no. La angustia es la premonición del Mal; la sensación casi física de algo ominoso que nos acecha o nos espera en alguna parte. Pero ¿y si el Mal fuera el Bien?, como había dicho alguien que tenía cierta experiencia en el asunto. Una cara se materializó ante sus ojos y Espósito se encontró mirando el retrato de un señor con uniforme de húsar y grandes bigotes de morsa, lo que explicaba el rumbo inesperado que habían tomado sus pensamientos. Si la gente supiera qué hechos inadvertidos o nimios llevan a concebir ciertas ideas, se tomaría menos en serio. Jovencita presumiblemente desnuda cubierta de algo rojo: el Mal. Terrible soldado con bigotes a lo Nietzsche: el Mal puede ser el Bien. De ahí a las vizcachas de Pavlov no hay más que un paso. El mundo es una especie de Prueba del Laberinto que un Investigador algo jodón va complicando a medida que vivimos, para descubrir él alguna cosa que ignora; y a estas evoluciones de ratón las llamamos vida, alma, espíritu humano. Shakespeare o Einstein vienen a ser algo así como los chimpancés más despiertos o más alocados de este laboratorio. La esperanza en la inmortalidad de las obras del hombre es como si dijéramos la banana. Claro que, por pelar esa banana, cierta clase de tipos perderían la razón y el alma, si existieran. Yo debería pensar menos y mear más, me parece que eso es un baño.

La puerta estaba abierta y Espósito entró.

Bastían.

Doblado sobre el lavatorio, Bastían se mojaba la cara con las manos y parecía tan borracho como Espósito. Alzó los ojos y se quedó mirándolo por el espejo. Con la cara empapada, respirando con dificultad, el pelo chorreando y los ojos tan abiertos, tenía el aspecto terrible de un santo flagelado. Es fantástico cómo puede revelarse la gente si se la toma por sorpresa.