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II

Que esta vitrina esté abierta y yo pueda meter la mano y robar ese libro, pensé, no tiene nada del otro mundo. Lo que no pensé es por qué se me ocurrió que no tenía nada del otro mundo. La soledad de la biblioteca, su convencional misterio de biblioteca en penumbras, se había vuelto vagamente amenazante. Qué hago acá y dónde se habrán metido esas momias, dos preguntas que me hice mientras esperaba. Esperar me enferma. Una mujer de bronce, sin brazos, mutilada por su autor a la altura de las rodillas, me miraba con sus órbitas negras al pie de una escalera. Las estatuas de mujer son inquietantes: sus ojos de epilépticas. Di la vuelta y me coloqué detrás. Fue peor. Ahora no podía apartar la vista de sus glúteos de etíope, formidables, un culo como para sentarse a meditar en Dios sobre la cumbre del Aconcagua. Menos mal que en seguida oí pasos y voces y el lugar se llenó de manos, apretoncitos, caras con sonrisas y toda clase de buenas costumbres. La señorita Cavarozzi dijo: "Creíamos que ya no vendría a Córdoba" y agregó que no me imaginaba así, aunque, enigmática, no dijo cómo me imaginaba. Pensando vieja loca cara de pájaro le pregunté si me quedaba tiempo de ir al hotel y pegarme un baño. La señorita Etelvina dijo que sí, me quedaba tiempo, dos horas hasta las nueve de la noche para andar por la ciudad o bañarme. Y se rió, no sé de qué. Tenía un modo de reírse, de caminar alrededor de uno, de mover las alitas, que daban ganas de tirarle alpiste. Definitivamente, esa mujer tenía algo; quiero decir la escultura. Volví a examinarla con inquietud. ¿Dónde había visto algo parecido?, ¿y por qué era importante? La vieja señorita Cavarozzi, siguiendo a saltitos mi evolución alrededor de aquel esperpento, creyó oportuno informarme acerca de su autor, especie de Rodin cordobés, gran imaginación creadora. Me doy cuenta, dije yo. Ella me habló de solidez y equilibrio. Yo le pregunté si no le parecía demasiado culona. La vieja señorita me miró. Si no la han puesto demasiado cerca de la escalera, si ese macetón no le quita espacio. Saludé y me fui. En la puerta me crucé con Santiago. Santiago o algún otro que hacía versos y que venía del norte del país.

No sé muy bien qué hice durante esas dos horas, antes de verte por primera vez, Graciela. Me acuerdo de veredas muy angostas con olor a garrapiñadas y de una tempestad de pájaros negros cayendo sobre los plátanos y los robles azules de la Plaza San Martín. Me acuerdo de una librería en la que estoy comprando el horóscopo de Aries y John Barleycorn de Jack London. Al meterlos en el portafolio vi el otro libro. Un in-octavo encuadernado en rojo con una filigrana de oro en la tapa y, en uno de los tejuelos, un diminuto tridente entre llamitas del infierno. Muy bien, lo he robado de la biblioteca de la Dirección de Cultura de Córdoba: la señorita Etelvina Cavarozzi tendrá que dar cuenta algún día de la edición facsimilar de Das Volksbuch von Doktor Faust (Frankfurt, 1587) y yo acabo de completar la documentación para el capítulo central de este libro. En una farmacia compré Benzedrina. La noche anterior no había dormido. Ni tampoco la otra. Y tal vez por eso la noche siguiente me dormiré con brutalidad abandonando mi cabeza sobre tu vientre y sin haber llegado a mirar nunca tu cuerpo larguísimo, desnudo esa noche y extendido infinitamente a mi lado; noche que entonces era mañana y fue la última, con galerías como socavones y puertas golpeándose en la oscuridad y tu sabiduría de murciélago, tu nocturno magisterio de ir guiándome exacta en la tiniebla de la quinta de Verónica, en el Cerro de las Rosas. Dos noches en vela, pensé mordiendo la Benzedrina. Cincuenta horas sin dormir, pensando. Millones de segundos lúcidos. La famosa realidad, vista desde mi Benzedrina horriblemente amarga disolviéndose entre la saliva, no era más que eso. Esa tensión. Lo que uno entiende de lo que ve/ lo que pienso de las cosas mientras estoy despierto. El problema es no saber qué pensar de lo que veo. Si el mapa de la ciudad que me dieron en el hotel no miente, lo que ahora estoy viendo es la fachada del Seminario Mayor. Se lo pregunto al chico que me lustra los zapatos. Me dice que sí. Y esas mujeres furtivas, ¿qué son? Se deslizan junto a las paredes, como larvas: una de ellas lleva un vestido violeta ajustado como una vaina, con un cierre relámpago desde el escote hasta las rodillas. "Ah, ésas son las putas", dice el chico. Más veredas con graves iglesias coloniales y olor a garrapiñadas. Santerías y quioscos chinos. Un cine donde alguien trepado a un andamio termina de pintar la palabra mañana sobre un gran cartel. Hace un año en Marienbad. Después oigo mi nombre y estoy en un lugar llamado el Paraninfo. Vi otras caras, apreté nuevas manos y comprendí que habían expirado vertiginosamente mis dos primeras horas en Córdoba. Y todo, desde antes del principio, ya era de una tristeza impura, Graciela, porque una historia de amor puede empezar en cualquier parte, pero algunos lugares son peores que otros. Y esto es un acto académico, no un parque entre la ceniza del atardecer, esto es el paraninfo de una universidad no el boulevard de la barranca por las noches, el boulevard con su luna amarilla sobre los astilleros y enfrente el fulgor remoto de las islas, el estallido silencioso de las quemazones, esto es el acto de apertura de un debate sobre sabe Dios qué, en Córdoba, en la Argentina de los años sesenta. Viejas Rotary Club, profesores Suplemento Dominical, polígrafos Boletín de la Academia, chicas Blowin in the wind, muchachos Todo el Poder a los Soviets, subgerentes Lunario Sentimental, chicas Hiroshima mon Amour, chicas El Miedo a la Libertad. Busqué un apoyo entre las caras y los objetos. En las paredes, cuadros de gorditos tonsurados y caballeros con mostacho. Imposible la grandeza de ideas mirándolos. Tal vez, los tirantes del techo. Con un esfuerzo podía reemplazarlos por los de la casa vieja de los abuelos, en los veranos de San Pedro. O los del Don Bosco. Colegio Wilfrid Barón de los Santos Ángeles. San Esteban yo. Protomártir. Diez años, guardapolvo gris, de rodillas ante los cirios cuyo temblor infundía coraje al brazo armado de Miguel pues yo vi más de una vez cómo sé modificaba el ángulo terrible de su espada, cómo flameaba su divisa. ¿Quién como Dios? Me he puesto granos de maíz bajo las rodillas y te dedico mi agonía Santa Madre Auxiliadora porque te he mirado como a mujer, envuelta en esa túnica. La ceñida túnica celeste. Secreto de amor por el que iré al Infierno. Pero te amaba, yo, rival de Dios. Los tirantes del techo tampoco, esa gente va a pensar que tengo un aire en el pescuezo. Y en ese momento la vi.

– Quién es -pregunté en voz alta.

El acto de apertura, por lo visto, había comenzado hacía un buen rato y el rector de la Universidad, de pie a mí lado, acababa de nombrar a don Jerónimo Luis de Cabrera, ilustre fundador de Córdoba. Se interrumpió y me miró. Con una sonrisa yo le di a entender que mi pregunta no se refería al prócer y me zambullí detrás de un gran jarrón con flores y plantas que ornamentaba la mesa, buscando la oreja de la señorita Cavarozzi. No la encontré. Del otro lado de las flores estaba Santiago, el poeta jujeño. Noté que tenía una cara hermosa y patética. "Debemos parecer la Primavera de Botticelli", murmuró, y creo que era la primera vez que hablábamos, "te queda muy bien ese gladiolo en el ojo". La señorita Cavarozzi, apareciendo detrás de Santiago, también entre las flores, se llevó el dedo a los labios, aunque ya era para siempre nuestra cómplice. "¿Qué le pasa?", me dijo en un susurro. Señalé con la cabeza hacia la primera fila y repetí mi pregunta. Pero no me refería a vos. Vos llegaste en ese mismo momento, y años más tarde yo reflexionaré muchas veces sobre esto. Porque no hay casualidades, ahijadito, me dirá alguien en la quinta de Verónica la noche siguiente. Los anacronismos, las transposiciones de jugadas no existen. Hay un orden secreto: el demonio me lo dijo. Vistos desde la horqueta de la Vía Láctea ciertos encuentros y desencuentros, ciertas interpolaciones y hasta ciertas muertes, equivalen a sacrificar un peón en la apertura, perdonando la metáfora. Y cuando me lo dijo yo estaba sentado al pie de una escalera con una botella de whisky entre las piernas y afuera tronaba, pero antes habrá este Paraninfo donde aún resuenan ecos de cantos gregorianos y este ridículo congreso o seminario sobre la Simbólica del Mal o sobre la presencia o ausencia de algo en el arte contemporáneo o sobre la muerte de las ideologías o sobre todo eso junto, tan típico de intelectuales argentinos, mientras fuera del Paraninfo la realidad arde por los cuatro costados y el mundo está a punto de reventar como un tomate podrido y, dentro del Paraninfo, yo acabo de preguntar quién es esa muchacha (no vos), esa muchacha de ojos alarmantes que me había hecho recordar algo, una estampa, en un libro, esa muchacha que ahora sí sos vos, porque de pronto ya estabas allí, y las caras, los cuadros, los tirantes del techo, mis benzedrinas y hasta los gemidos y el crepitar del doliente mundo, todo se reorganizó a tu alrededor y yo escuché por primera vez tu nombre.