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– Graciela Oribe.

El resto son voces e imágenes indistintas. El nítido recuerdo de un ladrido que llegó desde la calle, un relámpago amarillo que saltó sobre mí al abrirse una carpeta, el temor de que empezara a dolerme la cabeza, y como si la realidad se rearmara súbitamente desde otro centro, la presencia amenazadora de Bastían. Estaba ahí, en el otro extremo de la mesa, mirándome con el mentón apoyado en el revés de la mano. Recuerdo su cara fascinante y atormentada, sus gestos vagamente fetales, la fijeza irónica de sus ojos, y recuerdo que a partir de nuestra primera mirada me odió (y yo a él, sobre todo yo a él), como si me odiara desde mucho tiempo atrás. Pero tal vez esto sucederá al día siguiente, en el pabellón España, acaso esa misma noche, en cualquier otro lugar. Da lo mismo. La memoria impone un orden que excede las leyes del tiempo y su lógica. El atardecer en el puente de piedra, la muerte de Santiago, la mirada de Bastían, mi grotesca aventura en el alto recodo de la escalera desde donde se ve el cementerio de las Catalinas, la fiesta en el cerro, las Máquinas que Cantan, todo eso está ocurriendo ahora en una ciudad paralela a ésta, hecha de palabras, ciudad que también se llama Córdoba y en la que hay también un Paraninfo donde Bastián me está mirando como desde un espejo que me odiara. Por fin oí un estruendo, que resultó ser un aplauso, y nos pusimos de pie. Vi, casi a mi lado, a la muchacha que me había hecho recordar una estampa en un libro. En ese momento estuvo a punto de ocurrir algo, lo sé; pero una voz dijo "Inés", ella se dio vuelta y el dibujo que comenzaba a formarse se deshizo o se armó para siempre en otra figura. "Ahí la tiene", dijo a mi oído la señorita Cavarozzi. Miré hacia cualquier lado y ella me dio un tironcito de la manga. "Ahí", repitió. Te vi acercarte, lenta y sombría como un álamo. Tan hermosa que pensé caramba…

– Ya no llueve.

Rechonchos toneleros germánicos, en las paredes, bebían cerveza alegremente, tumbados bajo las pipas de los barriles. Cervecería Wittemberg. Dos de la mañana.

La voz funeral de Edmundo Rivero cantaba a Discépolo como si estuviera salmodiando Ego sum aba cucaniensis en el sótano del convento de Burana. Grandes salchichones colgaban del techo. Una fotografía de la puerta donde Lutero clavó en 1517 sus proposiciones contra el Papado, junto a la célebre instantánea de Leguizamo con Gardel. Todo esto a un paso de los aldabones españoles del Colegio Monserrat, de las cúpulas barrocas coloniales de la Catedral, de la estatua enana y patizamba de don Jerónimo. "Cambalache", dijiste en voz baja; pero tal vez te referías al tango. Igual te miré con desconfianza. Tenías el tipo justo de adolescente telepática que hace imaginar cosas a los varones de mí tipo. Sobre todo a las dos de la mañana y después de unos whiskies. Los ojos, tal vez: de egipcia. Algo separados. Más verdes que pardos, magnificados hasta el escándalo por la sombra de la pintura. O tal vez el pelo. Traté de imaginarte con la cara lavada y el pelo corto. No cambió nada, salvo la época. Una joven de los años veinte, vestido plateado muy suelto por encima de las rodillas, vincha, una estrellita en el pómulo y collar hasta el ombligo, bailando el shimmy con largas piernas indecorosas mientras adivina mis pensamientos y oculta sus propias ideas taciturnas de gata o de serpiente. Cambalache, habías dicho, arrastrando la segunda a. Tal vez era sólo eso, cierta cadencia en las palabras que le daba a tu voz un matiz burlón y un poco triste. Tal vez era yo. Mejor pido otro whisky, pensé, y le hice una seña al mozo. Dale nomás, decía Discépolo profetice y festivo, dale que va, que allá en el Horno nos vamo'a encontrar. Muy probable, sí. Lutero y Discépolo en el Horno, Gardel y Leguizamo en el Cielo, y yo a una cuadra de la Catedral de Córdoba con los pies empapados mirándote sobre un fondo de alegres bebedores de cerveza, perdiendo el tiempo en querer acostarme con vos como si fuéramos Cleopatra y Marco Antonio. Qué cambalache, realmente.

– Ya no llueve -dijiste, mirando hacia la calle.

– Estás aburrida.

– No. Seguí hablando.

O sea que he estado hablando. Seguramente ya te conté que mi madre me abandonó a los ocho años, seguramente ya te conté mis peores defectos transformándolos en patéticas o radiantes virtudes. Seguramente ya te hablé un poco de la locura y el suicidio.

– No me gusta hablar de mí -dije. Sonreías con aire burlón y adulto.

– Sí te gusta. -Pero de pronto, cambiando de opinión, me miraste a la cara con asombro. -No sé si te gusta.

Momento en el que por alguna razón me sentí perfectamente bien.

– Es lo único que me gusta -dije.

Y pedí el whisky y me encontré relatando a grandes rasgos uno de aquellos anticipados capítulos de mi biografía que, en vida, siempre me llenaban de melancólica ternura y hasta de cierto orgullo. Yo fui soldado de caballería. Lo cual, considerando mi figura, si bien armoniosa nada gigantesca, un metro setenta y tres, descalzo, dije exagerando tal vez dos centímetros), equivale, en escala argentina, al vindicatorio corte de manga de Cambronne ante los ingleses del duque de Wellington. ¡Mierda! Furriel, nada menos, del Escuadrón Comando del Regimiento 2 de Caballería Lanceros General Paz, Tercera División de Caballería, Guarnición Olavarría, clase 35. Tacatac tacatac tacatac. Para el soldado de caballería, princesa, no hay nada imposible. Su divisa es: El soldado de caballería no tiene problemas. Los causa. Mira el horizonte un metro por encima de la raza humana en general. Ahí está el detalle, el epos: lo heroico en su antigua acepción clásica. Un soldado de caballería, por otra parte, no puede desconocer el contradictorio corazón del hombre, puesto que trata a diario con toda clase de caballos. Sabe reír a grandes carcajadas, beber en grandes jarros, levantar grandes polvaredas, y no respeta más autoridad que la de quien monta el yeguarizo de mayor alzada, motivo por el cual le gustan las mujeres grandes. Como a Gauguin. Y sabe que cuanto más parecida a un buen caballo, más femenina será una mujer. Ejemplos. Como el caballo, deberá tener clinas sedosas; ancas anchas y firmes; manos y patas fuertes y largas, afinándose hacia los cascos o terminaciones. Cola ondulante y pecho alto. Y buenos dientes. Como Berenice.

Parecías reflexionar, concentrada en la tarea de ir quebrando escarbadientes, uno por uno, y armar minuciosas pagodas sobre el mantel. Un rito misteriosamente antiguo y familiar. Lo mismo que el mío ahora. Soplé.

Gran tifón en las costas de Borneo. Volviste a armar los aleros dispersos.

– Es raro -dijiste finalmente.

– ¿Raro? -Como si alguien o algo dispusiera de antemano ciertos gestos y palabras. Como si lo real estuviera ocurriendo en otro lado. -Se llama paramnesia.

– No. -Con un movimiento inesperadamente brusco deshiciste vos misma las pagodas. -No. No se llama de ningún modo. -No me mirabas a la cara: mirabas como si yo tuviera las entendederas a la altura del nudo de la corbata. -No hace ninguna falta que todas las cosas tengan nombre. -Te acercaste a la mesa; parecías a punto de agregar algo, una explicación sutilísima más allá del alcance de mi limitada inteligencia. -Clase 35. Qué quiere decir eso -preguntaste, sin la menor lógica.

Te lo expliqué. Me escuchabas, inquisitiva y neutral. No pude saber si mis casi veintiocho años te parecían demasiados o demasiado pocos. ¿Cuántos años tendrías? No más de veinte. Al menos en ese momento y con esa expresión.

– Miles -dijiste secamente-. Y también los que parezco.

Demasiada seriedad, para una réplica tan teatral. Ése era el tipo de respuesta que a ella no se le hubiera ocurrido nunca. Beatriz, pensé. Se pensó solo, con resentimiento y ferocidad.

– Graciela -dije-. Graciela Oribe. Paf, y Beatriz desapareció.

– Qué.

– Nada. Te nombro.

– Olavarría -dijiste de golpe, abriendo los ojos con incredulidad-. Yo pasé un día y una noche en Olavarría, ese mismo año. Volvíamos con Patricio de la casa del faro y paramos en Olavarría. Había unas calles anchísimas y una iglesia amarilla en una plaza. Enfrente de la plaza había un cine. Me acuerdo de un club, grande. Con un lago. Tenía una isla y una estatua.