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Con disgusto recordé el nombre de aquel club. No me atreví a pronunciarlo. Un nombre convencional, de club. Capaz de estropearme esta página algún día, pensé, lo pensé en aquel mismo instante, sólo que no era exactamente pensarlo porque no todo lo que llamamos pensar tiene que ver con el pensamiento, era como un susurro irónico, como si alguien con voz de falsete me soplara en la oreja ahijadito, alegre silbador, diablotín, te gusta mi violín, diablotón, dame tu corazón, y yo no pudiera pronunciar el nombre de ese club. Como si alguien me arrancara de la silla en aquella mesa y me sentara en esta otra, en este cuarto. Por cosas así, Graciela, se mató Santiago y yo cambié la vida por la literatura.

– Dónde estás -oigo ahora.

Oigo tus palabras y el sonido apagado de tu risa, pero en esta habitación, oigo tus palabras abriéndose paso desde las hojas de un cuaderno cuadriculado entre los ruidos de la calle y la lluvia y los Kindertotenlieder de Mahler horrorosamente deformados por la estática de la radio, veo los relámpagos en la ventana y el empapelado de luces de las paredes, oigo tu voz oscura y risueña y siento el leve golpecito de unos dedos sobre el dorso de la mano. "Dónde estás." Como si me tocara una alucinación o una muerta.

Retiré la mano con tanta brusquedad que volqué un vaso sobre el mantel.

– Lo importante era el puente -dije-. No el club. Tenés que haberlo visto. Un poco más allá de la estatua, entre los árboles. Largo, angosto. Sobre el brazo del arroyo.

– De madera, sí, largo. -Te entusiasmaste, (de noche se oía el agua, no se la veía)

– Me acuerdo, te juro que me acuerdo. (como el de Gunga-Din)

– Como el de Gunga-Din -dijiste-. La parte aquella del elefante.

– Era una elefanta -dije.

– Fue un sábado. No, espera. Un domingo. Había un soldado, solo, en la mitad del puente, mirando el agua. ¡Eras vos! (yo de garibaldina y vos entre los sauces, cabello lacio larguísimo, te agachaste a recoger algo, la pollera te rodeó como una campana y de pronto alzaste los ojos y me miraste)

– Yo iba peinada con dos trenzas. Acordate, por favor. Y me asomé a la ventanilla del coche al pasar.

– Me acuerdo perfectamente -dije.

Nos reímos.

El whisky empezaba por fin a emborracharme. Después de todo lo que había tomado en el bar del teatrito, ya era hora. Uno flota dentro de sí mismo y ve las cosas perfectamente aisladas, afuera. Las ve tal como son y conoce su sentido real. Las manchas en el mantel, los toneleros, un pie de mujer sin su zapato trepando por la pierna de un hombre, el dibujo que traza una gota en la ventana: todo parece tratar de decir algo. Lo dice. Oigo tu voz un poco grave y arrastrada, y sé de pronto que es tu verdadera voz, como sé que esa ráfaga sombría de tu risa no está sólo en tu risa sino en la inquietante belleza de tus manos, en el pelo sobre tu cara, en cierta manera de agachar la cabeza y alzarla repentinamente como un desafío. Hablábamos, no sé de qué. Y no creo que en ese momento importara mucho. Yo había repetido Gunga-Din, y vos decías que sí, que te acordabas, aunque para vos toda la historia se limitara a un elefante que toma una purga, derriba un calabozo de piedra e intenta cruzar un puente colgante. "El jorobado", dijiste después, "el jorobado o Enrique de Lagardére." Y el que se acordaba era yo. No era natural que tuviéramos recuerdos comunes, y en realidad no los teníamos, sólo elegíamos las coincidencias y hoy pienso que las elegíamos con cierta velada desesperación, como si de esos frágiles contactos, de esos puentes ilusorios, dependiera algo que los dos buscábamos a tientas, sin saber del todo que lo buscábamos. Vos recordabas el verdadero nombre de Robinson Crusoe (nacido en la ciudad de York, el año 1632, de una familia distinguida pero extranjera en el país…) y yo la palabra herretes, que eran las piedras por las que Ana mandó a D'Artagnan a Inglaterra, y vos, casi milagrosamente, recordabas a Charlie Chan. ¿En la colección Pequeños Grandes Libros? No, qué era eso. Te reías, parecías más chica, repentinamente infantil y de verdad adolescente. No era ningún libro, era una película donde todo el mundo tenía kimonos con dragones. Nombraste a alguien llamada lo y yo me vengué con Giro-Batol. Y mientras seguíamos hablando, riendo, buscando algo en esa mesa de la cervecería Wittemberg, en Córdoba, yo abrí sin querer una de las puertas-trampa de la memoria y, por alguna razón para mí incomprensible aquella noche, esa puerta se comunicaba con otra que te dejó a solas con tu propia memoria. Giro-Batol, había dicho yo, y vi un patio de baldosas ocres y negras: Sandokán, el primer libro sin ilustraciones que leí, un triunfo, un esplendor colmado de palabras. Es la hora de la siesta. Tengo ocho años y estoy sentado junto a mi prima Laura con el libro abierto sobre mis piernas. El dedo de Laura recorre los últimos renglones de la página y se detiene en la palabra kriss, la punta del dedo sobre la palabra kriss y el resto de la mano sobre mi pantalón. Laura tenía once años y no sabía qué era un kriss. Había otras palabras, al pie de otras páginas, que también desconocía. Después no haría falta Sandokán.

– Por lo visto te pasaron muchas cosas a los ocho años -dijiste.

– Y no sólo a mí. Ya hubo uno que a los siete había descubierto su alma negra. Pero no fue la mano de una prima, sino la de su hermana. Es una sospecha que tengo sobre la locura de Nietzsche.

– No me interesa -dijiste con brusquedad. Algo había pasado.

– Hay historias peores -dije-. Sin ir más lejos, Lagardére se acostó con la hija.

– No era la hija. -Habías agachado la cabeza y buscabas algo en la cartera. No pude verte la cara. -Pero es cierto, hay historias peores… -Te mirabas en un espejito de mano. Lo que veías no pareció gustarte. -Qué monstruo -dijiste inexpresivamente, pero no hablabas de tu cara, ni conmigo-. Voy a pintarme.

Te miré caminar.

Me causó gracia imaginarte unos años atrás. Vos y un primo, menor, naturalmente. Amparada en la impunidad del parentesco, de la inexperiencia de los dos, porque el secreto era ése, estar lo bastante cerca de la inocencia verdadera como para sentirse del todo angelical. No tenía ninguna gracia.

Le hice una seña con el vaso al mozo. No me vio. Mal augurio cuando los mozos enceguecen. Empezó a dolerme la cabeza, lo que me faltaba.

– Qué te pasa.

Ahí estabas. Sentada frente a mí como si nunca te hubieras movido de la mesa. Pintada como Nefertiti.

– Nada. Una especie de puntada en la nuca.

– Estás cansado. Vamos, si querés.

Lo que más detesto en el mundo es que me cuiden. Estuve a punto de decírtelo pero sentí que era absurdo. Iba a estropear estúpidamente la noche. No iba a estropearla: ya estaba estropeada. Hasta ese momento no había notado la repugnante cara del mozo que nos atendía. Cara de gestapo, pensé. Y esas pinturas en las paredes, por favor. Y yo acá jugando al alma atormentada con Graciela Oribe alta de manos bizantinas, a la que le gustaba caminar de noche descalza junto al mar, lectora de Teresa de Ávila y de la pequeña Lulú, devota de Bob Dylan y de Mozart, que quería ser yo, que quería ser Bernardette, y después Monelle y seguramente todas sus hermanas, las pequeñas rameras. Y mientras yo estoy acá, miles de chicos caquécticos en el norte del país, ahí nomás, cruzando Córdoba. Y el mozo de mierda ese, qué mira. Lo que pasó de inmediato estaba previsto. Detrás de mí comenzaron a levantar sillas y a apilarlas sobre las mesas. Nos estaban echando. Pero sobre todo a mí. Pedí un whisky, pedí la cuenta y pagué. Puesto que eran casi las tres de la mañana había que irse, y si eran casi las tres de la mañana no existía ninguna razón para que una niña de familia de veinte años, si es que tenías veinte años, anduviese fuera de su casa con un desconocido. A menos que esté bastante acostumbrada a llegar con cualquiera a cualquier hora. Sin contar, ahijadito, que habernos sentido Francisco de Asís lamedor de chancros gracias al inesperado bálsamo de la niñez caquéctica argentina, nos revelaría para nuestros adentros no carecer de cierto fangoso y más que regular cinismo.