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Lalo, pasando el cuerpo de Guerri fuera de la ventana, abrió la mano, lo dejó caer, y cuando Guerri comenzaba a derrumbarse blandamente en el aire, le descargó todo el peso de esa misma mano, de revés, sobre la cara. Guerri desapareció y Lalo, cuidadosamente, cerró la ventana.

Después explicó sonriendo que esto, naturalmente, debía tomarse como una interpolación destinada a evitar cualquier malentendido, pero que él estaba allí para tratar otro asunto. Se abrochó la bragueta. El efecto fue sorprendente. Como si la expresión de las caras, el movimiento de los cuerpos, el sonido de la música, regresaran a esta región de la realidad. Volvió a oírse el saxo de Paul Desmond. Verónica terminó de encender su cigarrillo. El alto señor de la ventana bajó su vaso y lo puso sobre una mesita. Bastían, muy pálido, miraba a Esteban y la mejilla volvía a temblarle con el mismo tic colérico de esa mañana. Otro asunto, repitió Lalo. La última batalla del abuelo Laureano y su degüello en los pantanos del sur. Despejen, por favor, la alfombra. Vos, Elena, alcánzame ese florero. Gracias. Este florero es el mangrullo donde el abuelo medita sobre el destino de la Patria y la muerte de las ilusiones. El campo de batalla tenía la forma aproximada de esta piel de oso, piel, dicho sea de paso, que perteneció a una bestia que cacé yo mismo en el Yukón, acá pueden ver el tiro. Vos, Graciela, ya que entraste, decile a Verónica que me dé las llaves del tallercito de Roque, preciso los coraceros y los blandengues, y una berlina. Y de paso que saquen esa música de mierda, pongan una zamba o aunque más no sea un tango. Mientras armo todo, ustedes pueden ir a dar una vuelta por el parque. Hay una tormenta eléctrica exacta a la de hace ciento cuarenta años.

VI

"El abuelo", ha dicho Verónica señalando al pasar el gran retrato que acecha en el oscuro descanso de la escalera de caoba. Son las cuatro de la tarde y ella sube a su habitación seguida por un Esteban Espósito que lleva una botella de whisky y que todavía era yo. Yo, bastante joven a esa hora de la siesta. Desde la ventana se ve un sector de las Catalinas. Dos cúpulas, tres patios. En uno de los patios está el cementerio y hay un pino. Un techo de pizarra; dos de tejas españolas. El Monserrat detrás, si se hace un pequeño esfuerzo. La cúpula de la Catedral y el campanario de la Compañía de Jesús. Asomándose a la ventana, los claustros de Santo Domingo. "El abuelo", ha dicho Verónica y lo repetirá esa noche en el parque de la quinta del Cerro de las Rosas. Alguien tocaba la guitarra y cantaba una zamba con caudillos y degüellos. Un campanario dio las dos de la mañana. El tiempo seguía comportándose de una manera extraña. Esteban tenía la sensación de haber envejecido desproporcionadamente desde su aventura en la escalera. O quizá era el efecto del whisky, que se había transformado en vino de La Caroya. Un fogón o un vivac y alguien cantando la versión salteña de la Felipe Várela. Vos estabas sentada sobre el pasto y acababas de decir "No me contestaste" o "Tengo frío", lo que según el caso significa que entre tu llegada a la fiesta y estas palabras han ocurrido o dejado de ocurrir algunas cosas. El diálogo junto al San Jorge de Uccello, por ejemplo, la conversación con la señorita Etelvina, cierto encuentro imposible con el doctor Cantilo, bajo un olmo. De cualquier modo hace muchos años que no soy yo quien decide el orden de estas páginas, o, para decir la verdad, hace muchos años que nadie les impone ningún orden. Pero como es absurdo pretender que se escriban a sí mismas, lo mejor es dejar que alguien cante una zamba y que la voz de Verónica comience a hablar del abuelo. Mientras ella hable, tu mano estará sobre la de Esteban. Tu mano un poco demasiado larga como para que el engarce sea perfecto. "Esto, en otro tiempo, debió ser un país en serio", dijo Verónica, y Esteban supo que por fin iba a escuchar la historia de Laureano Zamudio, compadre de Güemes, coronel improvisado del ejército del Alto Perú, que se batió en Salta y en Tucumán y en Vilcapugio y Ayohuma por un sentimiento que tal vez estaba hecho menos de odio a los españoles que de amor y lealtad al general Belgrano, y que un día se hartó de los porteños y armó una montonera para pelearlo a Rosas si hacía falta, y acabó degollado por defender el cadáver de una mujer que él mismo había matado. Laureano Santiago Zamudio, que tenía una sola idea clara en la cabeza, la Confederación Argentina, y una sola mujer en el corazón, Aasta Solbaken, a quien dejó en Jujuy con un hijo al que apenas había visto una vez en su vida, y se vino a Córdoba, lugar al que nunca debió venir, como dirá más tarde el profesor Urba. ¿Cómo?, ¿cómo?, preguntó Esteban. "Que dejó a la mujer en Jujuy y avanzó hacia el sur, dejando el tendal y agrandando la montonera a medida que avanzaba", dijo Verónica. "La idea era juntarse con López y con los entrerrianos porque el abuelo creía que López y Ramírez todavía eran aliados." Esteban no entendía bien. ¿Si dejó la mujer en Jujuy, cómo los degollaron a los dos acá en Córdoba? Primero que no los habían degollado a los dos, sino a él solo. "A ella la mató él", dijiste vos. "Te lo conté anoche, le pegó un trabucazo en el corazón justamente para que no la degollaran." Se ve que era un sentimental, dijo Esteban, pero no podía dejar de imaginarse al abuelo con el cuchillo en una mano y el sable en la otra, y al cadáver de la mujer rubia entre sus piernas. "Y segundo", agregó Verónica, "que ella no se quedó en Jujuy sino que vino siguiendo al viejo hasta Ojo de Agua, y lo encontró." Al viejo, por qué viejo. "Porque él tenía como cincuenta años y ella veinte, si los tenía." Ah, pero entonces ésta es una historia de amor. "Por supuesto", dijo Verónica, o Esteban creía que ella era el Boletín de la Academia de Historia. Vos también habías dicho algo, y luego retiraste tu mano de la mano de Esteban y te pusiste de pie. "Y ahora lo usamos de adorno, pobre abuelo", dijo riendo Verónica. Sí, dijo Esteban, ya lo vi esta tarde en la escalera, y se interrumpió de golpe. Ninguna de las dos, sin embargo, pareció extrañada. Vos estabas de pie, mirando hacia una de las ventanas altas de la casa y dijiste que tenías frío.

– Tengo frío. Voy a buscarme un chal. Esteban parecía pensativo.

– Te cuento o no te cuento -dijo Verónica. Vos te reíste.

– Vas a tener que repetirle todo tres o cuatro veces -dijiste-. Nunca entiende nada de primera intención.

Esteban te miró caminar lentamente hacia la casa. Verte caminar le gustó. Esa muchacha tiene un cuerpo, pensó. Un pensamiento difícil de reducir a su sentido, como si pensara yo voy a acostarme con ese cuerpo y esa será una dicha inmerecida, una consumación y una venganza. Como si se pudiera odiar y sentir ternura al mismo tiempo. Algo así como lo que había sentido esa mañana al pensar que eras hermosa, sólo que a la mañana vos podías defenderte y ahora caminabas lenta y desprotegida hacia esa casa en una de cuyas ventanas altas Esteban volvía a ver aquello que lo había distraído un momento antes. Un alto y elegante señor canoso, mirando hacia acá.

– Qué estás pensando -dijo Verónica.

Esteban dijo que no entendía por qué el apellido de Verónica era Solbaken. "Porque el abuelo nunca tuvo tiempo de reconocer legalmente al hijo de Aasta, a Manuel Martín, que viene a ser el padre del padre de mi padre." O sea que el abuelo era en realidad tu tatarabuelo, dijo Esteban. "Chocolate por la noticia", dijo Verónica. Y ahora, dijo Esteban, una pregunta que no tiene nada que ver con la historia nacional.

– Cómo se llama eso que tenés puesto sobre los hombros.

– Un chal -dijo Verónica.

– Por lo tanto -dijo Esteban-, eso blanco que está ahí, sobre el pasto…

– También un chal.

– Me gustaría mucho saber cómo va a explicarme que no es de ella -dijo Esteban-. Lo traía puesto cuando salimos de la casa. Seguí nomás con la historia del abuelo -dijo después-, habíamos quedado en Fraile Muerto.