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– Ahora me explico tu interesante disertación sobre las mujeres -oyó a su espalda-. Se ve que sos todo un hombrecito.

Sentado como estaba, la voz lo tomó por sorpresa. La voz irónica y susurrante de Bastían, junto a su nuca. En un mundo algo remoto, la señorita Etelvina tenía los ojos cerrados y se tapaba los oídos con las manitos. Bastían apoyó los brazos sobre el respaldo del sillón. Este tipo, pensó Espósito, tiene la virtud de hacerme sentir un disminuido mental. Parece un cuento de Poe. William Wilson. Pensar esto le solucionó en parte la dificultad de haberse quedado mudo.

– Usted habla muy bajo -dijo sin darse vuelta.

– Que estoy deslumbrado.

– Ah, no te había reconocido la voz. Qué tal, Bastían. Ya habrás resuelto tu problema con los autodidactas.

– Más o menos como vos el tuyo con nosotros. Espósito se sobresaltó de verdad.

– ¿Ustedes? Ustedes qué.

– Interprétalo como te guste. Al fin de cuentas, todos somos un poco maricas. Declarados, reprimidos, latentes. Menos vos, claro. Vos sos un varón de fuste.

– Me parece que Verónica la está llamando -dijo Espósito, y la señorita Cavarozzi pareció despertarse. Colorada todavía como un pinzón. Dio un saltito y ya no estaba más. Un pinzón que se equivocó de rama, -Querés que te diga una cosa, Bastían.

Bastían tenía los brazos cruzados sobre el respaldo del sillón y la cara al nivel de la oreja de Espósito.

– Bueno.

– Yo creo que tu amigo Santiago tenía razón -dijo Espósito sin mirarlo, y pensaba por qué había dicho tu amigo, por qué tu amigo y no simplemente Santiago o el jujeño, y sobre todo por qué había dicho tenía-. Mucha razón.

– Sobre qué.

– Sobre la trompada que alguno de nosotros dos va a tener que encajarle al otro. Cosa de intentar una vida más normal.

– Te la doy yo o empezás vos -preguntó Bastían.

Espósito se sirvió un whisky, lo olió, lo bebió, pero no encontró nada que decir. Miró hacia el costado y vio junto a su hombro la cara de Bastían. Caramba, pensó.

– Sabes que visto de cerca te pareces al jujeño -dijo Bastían-. Sólo que en versión hijo de puta. Espósito se rio.

– La segunda vez, Bastían. Demasiado para un solo día.

– Salgo corriendo o me quedo -preguntó suavemente Bastían, mientras Espósito se ponía de pie con mucha lentitud. Bastían también enderezó un poco el cuerpo; pero con gesto causal, sin separar las manos del respaldo del sillón. -Se ve que sos un tipo muy completo -dijo Bastían-. Y cuándo vas a pegarme.

Espósito tenía el vaso de whisky en la mano. Con todo cuidado, lo dejó en equilibrio sobre el brazo del sillón.

– Ahora. Voy a romperte el alma justamente ahora.

– Sólo que no tenía la menor intención de hacerlo. Bastían sonreía sin mover un músculo: sus manos ni siquiera se habían apartado del respaldo. -Bueno -dijo Espósito recogiendo su vaso-. No negarás que era una linda oportunidad.

Momento en que Facundo Quiroga llegó con su bandeja.

– Tal vez al hombre no le gustan las empanadas, Facundito -dijo Bastían.

– Pero si chupa de esa manera y no come se va a morir -dijo Quiroga-. Está hético. Velo si no parece la estampa de la Herejía. Le pones un cielo tormentoso y un marco, lo colgás de la pared y es propio uno de esos afiebrados que le salían al Greco. Dale, comete una, aunque sea a medias con Nacho. Mira que éstas las hice yo. Hice justo dos docenas para elegidos. Las de los guarangos son de la rotisería, mismo que comer picadillo de sorete envuelto en lona Pampero. Estoy hablando mucho, ya sé. Pero es que ustedes no hacen más que mirarse como tortugas y me pongo incómodo. Éstas son de hojaldre. Las otras te caen como un crimen en la conciencia. Agarra, dale.

– Después.

– Después minga. Después vas a tener que comer las de loneta. Yo probé una. Era como morder una alpargata rellena con un cuento de Lovecraft. Ay, perdón, por ahí te gusta Lovecraft.

– No -dijo Espósito.

– Hay una cantidad de cosas que no le gustan -dijo Bastían.

Facundo Quiroga dejó la bandeja y miró alarmado a Espósito.

– Con esa cara no me vas a decir que tenés prejuicios sexuales. Salí, vos sos flor de reventado. Y éste también es un repodrido. ¿Quieren que les lea las manos?, traigan. Parece un casamiento. A ver. Nacho querría ser puto y no puede. Vos podrías y no queres. Che, qué fato jodido con la muerte y la locura tienen ustedes dos. Y esto, ¿con qué se come? Mamita querida -dijo de pronto-. Mamita querida.

Estaba asustado realmente.

Después se rehizo, serpenteó, lanzó una carcajadita forzada y se fue, realizando evoluciones con la bandeja.

Entonces ocurrió algo que postergó unas horas el ya irremediable enfrentamiento de Espósito con Bastián.

V

Nunca supo realmente qué fue lo que sucedió, tampoco tuvo tiempo material de averiguarlo, de todos modos, ninguno de los invitados de aquella noche pareció entender su exacto sentido.

Lalo, sonriendo, había entrado repentinamente en la sala, se había acercado a Guerri y, a media voz, pero de modo tan inequívoco como para que resultara imposible dejar de escucharlo, le dijo dos palabras a unos centímetros de su cara. Mequetrefe, le dijo. Mierdita. Y su tono fue tan encantador e inofensivo que parecía no haber hablado. Ahora yo me voy a desprender la bragueta y vos me vas a besar las pelotas, murmuró después sin dejar de sonreír. Miraba a Guerri a los ojos como si aquellas palabras fueran una conclusión natural, el resultado de algo que sobreentendido por el otro no requiere mayor explicación. Verónica, allá lejos, en el centro de un grupo que escuchaba extasiado el saxo de Paul Desmond, había comenzado a encender un cigarrillo, el alto señor canoso, junto a una de las ventanas, alzó su vaso hasta la altura de los ojos y sonrió hacia alguien que debía de estar en algún lugar del parque. Esteban y Bastián seguían mirándose. Lalo, con una naturalidad y una calma que habían hecho casi imperceptible el gesto, comenzaba, o mejor, ya había comenzado, a desabrocharse el pantalón sin dejar de mirar a Guerri a los ojos, mientras susurraba que aquella operación iba a tener que realizarse ahí mismo, y se desprendió otro botón, pero ya no sonreía y su mirada y su rostro habían adquirido una impresionante y helada dureza, a menos, agregó, que vos tengas una idea mejor, pequeño canallita. Y mientras con la mano derecha seguía desabotonándose la bragueta, alzó la mano izquierda hacia el hombro de Guerri, de modo que por un instante dio la impresión de que fue el peso de su brazo lo que le aflojó al otro las rodillas. Espósito sintió que alguien debía impedir que ese hombre se arrodillara, si es que aquello estaba a punto de ocurrir realmente. Sin saber por qué, supo que Bastían sentía lo mismo. Ni él ni Bastían se movieron. Fue Lalo, fue la mano huesuda y tensa del cazador la que ahora, tomando la camisa del combatiente a la altura de la pechera, levantó en peso al otro hasta el nivel de su cara. En el segundo siguiente estaban en el otro extremo de la habitación: Lalo había arreado a Guerri, a impulsos de tres o cuatro bofetadas monumentales, prácticamente en el aire, hasta una de las ventanas que daban al parque. Volvió a sujetarlo por la pechera de la camisa y lo sostuvo ahí, un instante. Farsante mequetrefe, decía con inquietante serenidad, sin perder el tono afectado y equívoco que tan curiosamente llamaba la atención en aquella formidable humanidad de casi noventa kilos. Mequetrefe comemierda, decía, mientras el cuerpo colgado de su brazo se bamboleaba como si estuviera relleno de estopa. A mí me vas a contar el cuento de la Sierra. Fuera del callejón impalpable que formaban, en un extremo, el marco de la ventana y, en el otro, Espósito y Bastían, los sonidos y los movimientos de la fiesta parecían en suspenso, como si toda esta escena sucediera dentro de un paréntesis. Este payaso, decía Lalo, ¿este payaso en la Sierra? ¿Ustedes saben quién es este mequetrefe? Abrió la ventana, sin soltarlo. Explicales a nuestros marmotas por qué volviste a la Argentina. Si el otro tuvo intención de hablar, de explicar o siquiera de preguntar algo, Espósito no lo supo nunca; sólo vio el terror en su cara gris y patética, los párpados apretados de espanto. No quiso seguir siendo testigo de aquello y desvió los ojos: se encontró con los ojos de Bastián. Todo esto, del principio al fin, no había durado más de treinta segundos.