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VIII

Como pantallazos de una movióla manejada por un loco. Ignoro el orden, Graciela, en qué orden sucedieron las cosas, pero sé que lo que llevo escrito y hasta lo que quisiera o he de callarme sucedió de todos modos. Todavía está sucediendo. Los dos muchachos, ese mediodía. Una pareja muy joven. Los oí caminar a nuestra espalda antes de que cruzáramos hacia el Calicanto y nombraras por primera vez a Mariano. Habíamos dejado atrás las ménsulas y el dosel de tejas de la casa del marqués, el portal del obispo, la herrería forjada de su balcón en ruinas desde donde, hace dos siglos, en las noches de Corpus, podían verse los fuegos artificiales de la Catedral y, todas las demás noches, las lámparas de barro llenas de sebo y mecha que iluminaban las cuatro esquinas de la Plaza Mayor. Habíamos dejado atrás la vidriera del cambalache donde vi el martirio de San Lucas al que aquella mañana, o mucho después, al escribirlo, confundí con San Esteban. Sé que lo confundí porque hoy, riendo, volví a leer esa página escrita a lápiz y casi borrada por el tiempo, y me sorprendió ver allí mi nombre. No lo corregí ni hace falta que lo haga. Ya no hay ninguna razón para cambiar nada; mis palabras saben mejor que yo lo que pasó con nosotros. Sólo que a veces me pregunto si todavía tengo derecho a decir mis palabras. Lo que hago se parece menos a escribir que a revolver los trastos de un desván ajeno buscando la memoria de otro. Córdoba está a setecientos kilómetros de esta noche; la ciudad que yo conocí, mucho más lejos. Ya no existen el balcón ni la portada que vimos hace un momento, y el último vestigio del paredón del Calicanto, hacia el que ahora estamos cruzando, fue demolido hace una semana, acabo de leerlo en un diario. El consuelo que brindan las palabras es que me basta escribir Calicanto para ponerlo otra vez en el lugar que estaba, podría, si se me antojara, ir mucho más lejos y rehacer la Cañada entera como la conoció mamama Albertina. Las ventanas de las casas, los tiestos de malvones, los patios con sus limoneros daban sobre las dos márgenes del cauce, me dijiste que ella te contaba. La cruzaban más de diez puentes y en algunos lugares, entrecerrando los ojos, una podía imaginar que estaba en Venecia. Oír eso me gustó, porque la Cañada vieja lindaba con el barrio de los pobres. No pude dejar de ver a una peripuesta niñita del Centenario vestida como si la hubiera dibujado Doré para un libro de Dickens, entrecerrando los ojos junto a un niño zaparrastroso, mintiendo un poco sobre el Puente de los Suspiros. Momento en que apareció la pareja. Nos detuvimos y ellos estuvieron a punto de llevarnos por delante. Saludables, pensé al verlos, también pensé que debían ser hermanos. Él traía un libro de Gramsci bajo el brazo, Gramsci o Lukács o alguna otra cosa formidable en ese estilo. La chica dijo que querían preguntarnos algo, al jujeño o a mí: lo que significa que, por alguna razón, Santiago venía en ese momento con nosotros. Querían cambiar ideas, la corrigió el muchacho. Yo pensé que por mi parte no sentía la menor necesidad de cambiar ninguna idea, estaba muy contento con las mías y en ese momento vos entraste en un café para hablar por teléfono. Sé que esto debió suceder necesariamente mediodía porque un campanario dio la hora y conté, un por una, doce campanadas. Las doce. El comienzo del día cabalístico. El Sol, aunque invisible, exactamente sobre mí cabeza. Sólo que al terminar de pensarlo estoy solo en esa calle. Los muchachos, Santiago, tu llamada, han ido desplazándose hacia el final de la tarde, en los altos del Observatorio, mezclándose con otras voces y otras caras y otra llamada telefónica, hasta ocurrir por fin cuando atardeció, porque ahora es necesario que vos y yo entremos en este bar de la Cañada y que vos digas la palabra iuio y que hables de los sapos azules. Creer que los sapos son azules y que no lo sean. Yo no podía imaginarme lo horrible que fue eso. Un azul como el de las lentejuelas. O mejor traslúcido. Como un jade azul. Igual que los sapos sapos, pero azules. Y él llegando hasta tu cama con un infame bicho verde colgado de dos dedos por una de sus patitas. Como una mano abierta y verde, el sapo. Mira, boba, más verde que tu abuela.

– ¿Él?

– Y también salíamos a escarmentar.

– Escarmentar.

– Con mis primas, a los más chicos. Les decíamos cosas espantosas. Malas palabras. Les contábamos del Infierno y los obligábamos a rezar los ejercicios de la Buena Muerte. Y hacíamos muecas. ¿Te acordás de Le voyagew de l'Impezial?

– No.

– Bueno, exactamente así. Éramos flacas, largas, con el pelo lacio. A mí me peinaban con dos trenzas recogidas como argollas, una trenza a cada lado de la cabeza. Eso era salir a escarmentar. Flaca, espantosa, ¿me imaginas? Saltando.

Te llevaste las manos detrás de la cabeza e hiciste una mueca tan espeluznante que temí no volver a ver tus ojos y tu boca reales. Vi una nube de chicos, huyendo con los brazos en alto por una calle de tierra.

– Y Mariano y yo teníamos las Malvinas.

– ¿Las Malvinas?

Me mirabas con desconfianza. Una chica abrazada a un juguete que no quiere compartir. Bajaste los ojos y me observaste las manos con una fugaz expresión de hostilidad; después, echándote hacia atrás en la silla, estiraste los brazos y cruzaste los dedos sobre los míos, como quien aparta algo. Pudo ser la primera vez que me tocabas.

– Me siento hecha un iuio -dijiste.

Llegó el mozo. Le pediste un café doble y un poco de leche. "Y eso de ahí", agregaste, señalando algo que tenía el vago aspecto de un alfajor desproporcionado. Cómo puede ser posible, pensé; es capaz de comérselo. A los dieciocho años, ese alfajor me habría partido el corazón (…desde la casa se escuchaba el río, ella se llamaba Cecilia y él, sentado en la cama, le leyó un poema mientras ella andaba por algún lugar de la casa, vestida sólo con la camisa de él, camisa que le quedaba tan obscena y conmovedoramente bien con sus piernas al aire como a cualquier mujer y casi a cualquier edad le quedan las camisas de cualquier hombre, sólo que ellas parecen saberlo desde que nacen y uno lo descubre tardísimo, cuando ve a la primera y acaso únicamente si la camisa es propia. Era necesario leer en voz alta o levantarse envuelto en una sábana, como un poeta romano o griego. Buscarla, ahora en silencio, por los cuartos. Hasta verla por fin entre los árboles del patio, con su gran camisa pero sorda a todo verso, chupando pensativa una naranja de tamaño concurso para fenómenos cítricos. El rapsoda pensó: A los catorce años esto me habría partido el corazón…)

El mozo parecía llevar algunos meses mirándome.

– Un whisky -dije-. Sin hielo.

Ya que era cuestión de rememorar la infancia había que hacerlo bien. El pato Dónala. Más páginas, más color: 20 centavos. Mi expectativa nocturna, cada lunes. Saber que al día siguiente caminaría por Terrero hasta Gaona, con deliberada lentitud, siendo eterno una cuadra y media. Vería por fin el cartel: lópez y livolsi libros. López diría: "A ver los veinte". Acá están. Él me da la revista, y yo, con majestuosa suficiencia, dueño de la eternidad, digo que no. No, ésa no, observe que está doblada, la otra, o mejor una de las de abajo.

– Lo leía en un banco de la Plaza Irlanda. Otras tres cuadras, sin mirarlo.

Hacías trabajosamente, con la mano izquierda, dibujos en una servilleta de papel. Unas flores, Malvinas, leí al revés.

– Plaza Irlanda -dijiste-. Eso es Buenos Aires. Plaza Irlanda, pensé. Eso es hoy.

– Sí -dije.

– Anoche hablabas de un pueblo.

– Es probable. Confundo mis infancias, tuve por lo menos tres. Una la pasé en un internado salesiano, cuando mi madre.

– Tu madre qué.

– A esa mujer ya la vi dos veces -dije.

Junto al muro de la Cañada pasaba, con su alcancía y su gorrito, una vieja señorita del Ejército de Salvación a la que nunca había visto en mi vida, no todavía. Dije que debía ser un símbolo, Ejército de Salvación nada menos, agregué que se parecía un poco a la Cavarozzi y te reíste. Plaza Irlanda, pensé, y encendí un cigarrillo y me quedé pensando. Marienbad. ¿Hace un año?, ¿en ¡viarienbad? Entonces sí que vi a alguien conocido. Panzón e inmenso, con un pañuelo a cuadros colgándole del bolsillo de la sotana, allá enfrente iba el padre Custodio Cherubini. Se inclinó al pasar, me sonrió, y metiendo el pulgar entre el dedo índice y el dedo mayor hizo el gesto que los italianos llaman figa.