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Tres días después de Navidad, sin embargo, llegó a mi oficina un desconocido y me preguntó si me llamaba John Merlyn. Cuando le dije que sí, me entregó una carta. En cuanto la abrí, se fue. Era una carta impresa en gruesas letras de antigua caligrafía inglesa:

TRIBUNAL DE DISTRITO DE ESTADOS UNIDOS

Luego, en mayúsculas normales:

DISTRITO SUR DE NUEVA YORK

A continuación, mi nombre y dirección y al extremo, en mayúsculas: «COMUNICADO».

Luego decía:

«LE ORDENAMOS que deje a un lado todos sus asuntos particulares y toda posible excusa y se presente para el INTERROGATORIO al que le someterá el pueblo de los Estados Unidos de Norteamérica»; y seguía indicando la hora y el lugar, para concluir: «Supuesta violación del artículo 18 del código de Estados Unidos».

Indicaba luego que, de no comparecer, se consideraría menosprecio al tribunal y se me aplicarían las penas establecidas por la ley.

En fin, por lo menos sabía qué ley había violado. Artículo 18 del código de Estados Unidos. Jamás había oído hablar de él. Leí de nuevo la carta. Me fascinó la primera frase. Como escritor, me encantaba la redacción. Debían haberla tomado del viejo derecho inglés. Y resultaba curioso lo claros y concisos que podían ser los abogados cuando querían, sin dejar espacio a ningún malentendido. Leí de nuevo la frase: «Le ordenamos que deje a un lado todos sus asuntos particulares y toda posible excusa y se presente para el interrogatorio al que le someterá el pueblo de los Estados Unidos de Norteamérica».

Era magnífico. Podría haberlo escrito Shakespeare. Y ahora que por fin había sucedido lo que tanto temía, me sorprendía el hecho de que lo único que sentía era una especie de alivio, una necesidad de pasar por todo aquello enseguida, ganase o perdiese. Al final de mi jornada de trabajo, llamé a Las Vegas y localicé a Cully en su oficina. Le dije lo que sucedía y que en el plazo de una semana tendría que comparecer ante un gran jurado. Me dijo que me calmase, que no tenía por qué preocuparme. Él vendría a Nueva York en avión al día siguiente y me llamaría a casa desde su hotel.

LIBRO CUARTO

17

En los cuatro años transcurridos desde la muerte de Jordan, Cully se había convertido en el brazo derecho de Gronevelt. No era ya un artista del cuenteo, salvo en el fondo de su corazón, y raras veces jugaba. La gente le llamaba por su verdadero nombre, Cully Cross. Su clave telefónica era Xanadú Dos. Y, lo más importante de todo, ahora Cully tenía «el lápiz», el más ansiado de los poderes de Las Vegas. Con escribir sus iniciales, podía disponer de habitaciones gratis, comida gratis y bebida gratis para sus clientes favoritos y amigos. No tenía un uso ilimitado de «el lápiz», prerrogativa regia reservada a los propietarios de hoteles y a los encargados de los casinos más poderosos, pero también eso llegaría.

Cuando Merlyn le llamó, Cully estaba en el casino, en el sector del veintiuno, porque la mesa número tres estaba sometida a vigilancia, pues se sospechaba del encargado. Prometió a Merlyn ir a Nueva York y ayudarle. Luego volvió para vigilar la mesa tres.

La mesa llevaba tres semanas perdiendo dinero a diario. Según la ley de porcentajes de Gronevelt, esto era imposible. Tenía que haber algún truco. Cully había estado vigilando por la televisión interior, había repasado las videocintas de control de la mesa, había vigilado personalmente, pero aún no había descubierto qué pasaba. Y no quería comunicárselo a Gronevelt hasta haber resuelto el problema. Tenía la sensación de que se trataba de simple mala suerte, pero sabía que Gronevelt jamás aceptaría tal explicación. Gronevelt creía que la casa no podía perder, a la larga, que las leyes de porcentajes no estaban sometidas al azar. Igual que los jugadores creían místicamente en su suerte, Gronevelt creía en sus porcentajes. Sus mesas jamás podían perder.

Después de atender a la llamada de Merlyn, Cully volvió a la mesa tres. Especialista en todos los trucos, trampas y artimañas, tomó la decisión final de que los porcentajes sencillamente se habían descontrolado. Enviaría un informe completo a Gronevelt y le dejaría tomar a él la decisión de cambiar de sitio a los talladores o despedirles.

Cully dejó el inmenso casino y subió por la escalera de la cafetería hasta la segunda planta que llevaba a las suites de las oficinas ejecutivas. Comprobó en su despacho si había recados para él y luego fue a la oficina de Gronevelt. Gronevelt se había ido a la suite del hotel donde vivía. Cully llamó y le dijeron que bajara.

Siempre le maravillaba el que Gronevelt hubiese instalado su hogar allí mismo, en el hotel Xanadú. En la segunda planta había una enorme suite de esquina, pero para llegar a ella había que pasar por una inmensa terraza exterior que tenía piscina y un césped de hierba artificial de un verde brillante, un verde tan brillante que parecía obvio que no podía durar más de una semana bajo aquel sol del desierto de Las Vegas. Había otra inmensa puerta que daba a la suite propiamente dicha, por la que de nuevo tenían que dejarte pasar. Gronevelt estaba solo. Llevaba pantalones blancos de franela y una camisa abierta. Tenía un aspecto asombrosamente saludable y juvenil para sus setenta años. Había estado leyendo. Tenía el libro abierto en el sofá de terciopelo color tostado.

Gronevelt condujo a Cully hacia el bar y Cully sirvió un whisky con soda para él y otro para Gronevelt. Se sentaron uno frente al otro.

– No puedo descubrir nada en esa sección de veintiuno -dijo Cully-. A mi parecer, todo es correcto.

– Es imposible -dijo Gronevelt-. Has aprendido mucho en estos últimos cuatro años, pero te niegas a aceptar la ley de porcentajes. Es imposible que esa mesa pierda tal cantidad de dinero durante tres semanas sin que pase algo raro.

Cully se encogió de hombros.

– ¿Y qué puedo hacer? -dijo.

– Daré orden al encargado del casino de que despida a los talladores -dijo tranquilamente Gronevelt-. El quiere cambiarlos a otra mesa y ver lo que pasa. Yo sé lo que pasará. Es mejor despedirles así.

– De acuerdo -dijo Cully-. Tú eres el jefe.

Bebió un sorbo de su whisky.

– ¿Recuerdas a mi amigo Merlyn? -añadió-. El que escribe libros.

Gronevelt asintió.

– Un buen chico -dijo.

Cully posó el vaso. En realidad no le gustaba el alcohol, pero Gronevelt no podía soportar beber solo.

– Esa operación de mierda en que está metido ha explotado. Necesita que le ayude. Tengo que ir a Nueva York la semana que viene para ver a la gente de nuestro servicio fiscal, así que he pensado que podría ir antes y salir mañana por la mañana, si no te importa.

– Claro -dijo Gronevelt-. Si puedo hacer algo, dímelo. Es un buen escritor.

Dijo esto como si necesitara una excusa para ayudar. Luego añadió.

– Siempre podemos darle trabajo aquí.

– Gracias -dijo Cully-. Antes de que eches a esos talladores, déjame comprobar un poco más. Si dices que hay algo raro, lo habrá. Me fastidia no poder descubrirlo.

Gronevelt se echó a reír.

– De acuerdo -dijo-. Si tuviese tu edad, también sentiría curiosidad. Te diré lo que tienes que hacer: coge las videocintas, tráelas aquí y las veremos juntos con calma. Y cogerás el avión para Nueva York mañana con la cabeza despejada. ¿De acuerdo? Bastan las cintas de los turnos de noche, de las ocho a las dos, abarcando el período de más juego, cuando termina el espectáculo.

– ¿Por qué te interesa ese período? -preguntó Cully.

– Tiene que ser a esas horas -dijo Gronevelt.

Cuando Cully descolgó el teléfono para pedir las videocintas, Gronevelt añadió: