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Los agentes del FBI se dejaban caer un par de veces por semana por la oficina, con algún tipo joven que evidentemente pretendían que me identificase. Yo suponía que se trataba de algún reservista que había pagado para que le incluyesen en el programa de seis meses. En una ocasión, vino Hannon a charlar, y yo bajé a un restaurante próximo a por café y emparedados para nosotros dos y para el comandante. Nos sentamos a charlar y Hannon me dijo del modo más amable que pueda imaginarse:

– Es usted un buen tipo, Merlyn. Realmente me fastidia la idea de mandarle a la cárcel. Pero sabe, he mandado a la cárcel a muchos buenos tipos. Me parece siempre una vergüenza. Claro, si colaborasen un poco…

El comandante se acomodó en su silla para observar mi reacción. Me limité a encogerme de hombros y a comer mi emparedado. Mantenía la actitud de que no tenía sentido dar respuesta a tales comentarios. Hacerlo conduciría a una discusión general sobre todo el asunto del soborno. En cualquier discusión general, yo podría decir algo que de algún modo facilitase la investigación. Así que me limitaba a no decir nada. Pregunté al comandante si podía darme un par de días de permiso para ayudar a mi esposa con las compras de Navidad. En realidad, había muy poco trabajo y teníamos un civil nuevo en la oficina que sustituía a Frank Alcore y que podía hacerse cargo de todo mientras yo estuviese fuera. El comandante dijo que sí, que no me preocupara. Además, Hannon se había descubierto. Su comentario de que había mandado a la cárcel a muchos buenos tipos sin duda era un cuento. Era demasiado joven para haber enviado a muchos tipos, buenos o malos, a la cárcel. Le había catalogado como un novato, un novato amable, pero no el tipo que pudiese mandarme a la cárcel. Y si lo hacía, probablemente sería el primero que mandaba.

Charlamos un rato y Hannon se fue. El comandante me miró con un respeto nuevo. Y luego dijo:

– Aunque no puedan cogerte en nada, te sugiero que busques un nuevo trabajo.

A Vallie las Navidades siempre le parecían un gran acontecimiento. Le encantaba comprar regalos para sus padres, para los chicos y para mí y para sus hermanos y hermanas. Y en aquella Navidad concreta tenía más dinero para gastar que nunca en su vida. Los dos chicos tenían bicicletas esperándoles en su armario. Había comprado una chaqueta grande de lana irlandesa, importada, para su padre y un chal de encaje irlandés, también muy caro, para su madre. No sabía lo que tendría para mí; siempre lo mantenía en secreto. Y yo tenía que guardar en secreto mi regalo para ella. No había tenido problema para elegirlo. Había comprado, al contado, un anillo de diamantes, la primera joya que le regalaba en mi vida. Ni siquiera le había comprado anillo de compromiso. Durante todos aquellos largos años, ninguno de los dos creía en este tipo de absurdos burgueses. Después de diez años, ella había cambiado, y a mí me importaban un rábano esas cosas. Sabía que la haría muy feliz.

Así que el día de Nochebuena los niños ayudaron a decorar el árbol mientras yo hacía cosas en la cocina. Valerie aún no tenía ni idea del problema que tenía planteado en mi trabajo. Escribí unas páginas de mi novela y luego fui a ver el árbol. Estaba todo adornado con campanitas doradas y lazos y cintas color plata. Una estrella luminosa lo coronaba. Vallie nunca utilizaba luces eléctricas. No le gustaban nada en un árbol de Navidad.

Los niños estaban emocionados, y tardamos muchísimo en conseguir meterles en la cama y que se quedaran allí. Seguían saliendo furtivamente y no nos atrevíamos a ponernos muy severos porque era Nochebuena. Por fin se cansaron y se durmieron. Eché un vistazo para hacer una última comprobación. Tenían sus pijamas nuevos de Santa Claus puestos, y Vallie les había bañado y les había cepillado el pelo. Estaban tan guapos que me parecía increíble que fueran mis hijos, que me perteneciesen. En aquel momento, sentí que amaba realmente a Vallie y me consideré un hombre afortunado.

Volví al salón. Vallie estaba colocando debajo del árbol paquetes envueltos en papel de regalo con brillantes etiquetas navideñas. Parecían muchísimos. Me acerqué, cogí el paquete del regalo que tenía para ella y lo coloqué debajo del árbol.

– No pude comprarte nada del otro mundo -dije tímidamente-. Es sólo un regalito.

Sabía de sobras que ella jamás sospecharía que iba a regalarle un anillo de brillantes auténticos.

Me sonrió y me dio un beso. En el fondo, no le importaba lo que le regalase por Navidad. A ella le encantaba comprar regalos para los demás, sobre todo para los niños, y también para mí y para su familia: su padre y su madre y sus hermanas y hermanos. Los chicos tenían cuatro o cinco regalos. Y había una magnífica bicicleta que les había comprado Vallie, para mi pesar. Era una bici de dos ruedas para el chico mayor y tendría que armarla yo. No tenía la más remota idea de cómo se hacía.

Vallie abrió una botella de vino y preparó unos emparedados. Yo ataqué la inmensa caja que contenía las distintas piezas de la bici. Lo esparcí todo por el suelo del salón, más tres hojas de instrucciones impresas y de planos. Eché un vistazo y dije:

– Me rindo.

– No seas tonto -dijo Vallie.

Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, tomando sorbitos de vino y estudiando los planos. Luego comenzó a trabajar. Yo era un ayudante bastante inepto. Cogí el destornillador y la llave inglesa y monté las piezas necesarias para que ella luego pudiese atornillarlas todas. Cuando por fin terminamos con aquel fastidioso asunto eran casi las tres de la mañana.

Habíamos terminado ya el vino y estábamos nerviosos y agotados. Y sabíamos que los niños saltarían de la cama en cuanto despertasen. Sólo disponíamos de unas cuatro horas de sueño. Y luego tendríamos que coger el coche e ir a casa de los padres de Vallie para todo un largo día de fiesta y regocijo.

– Será mejor que nos acostemos -dije.

Vallie se tumbó en el suelo.

– Creo que me quedaré a dormir aquí -dijo.

Me tumbé a su lado y luego ambos nos volvimos para poder abrazarnos firmemente. Nos sentíamos allí benditamente cansados y dichosos. Y en aquel momento alguien llamó sonoramente a la puerta. Vallie se levantó con expresión sorprendida, y me miró inquisitivamente.

En una fracción de segundo, mi mente culpable elaboró un cuadro. Sin lugar a dudas, era el FBI. Habían esperado deliberadamente a la Nochebuena para cogerme psicológicamente desprevenido. Llegaban con una orden de registro. Encontrarían los quince mil dólares que tenía escondidos en casa y me llevarían a la cárcel. Me ofrecerían dejarme pasar las Navidades con mi mujer y mis hijos si confesaba. En caso contrario, mi humillación sería terrible. Vallie no perdonaría aquella detención en Navidad. Los niños llorarían. Quedarían traumatizados para siempre.

Debí poner una expresión de terror, porque Vallie me dijo:

– ¿Pero qué te pasa?

Se oyó otra sonora llamada. Vallie salió del salón y recorrió el pasillo para abrir. Pude oírla hablar con alguien, y fui a coger mi medicina. Ella volvía por el pasillo y entró en la cocina. Llevaba cuatro botellas de leche.

– Era el lechero -dijo-. Hace el reparto temprano para poder volverse a casa antes de que despierten sus hijos. Vio luz por debajo de la puerta y llamó para desearnos feliz Navidad. Es un hombre muy amable.

Luego entró en la cocina.

La seguí y me senté, destrozado, en una de las sillas. Vallie se sentó en mis rodillas.

– Apuesto a que pensaste que era un vecino loco o un ladrón -dijo-. Siempre imaginas que va a pasar lo peor.

Me besó tiernamente.

– Vámonos a la cama -añadió.

Luego me dio un beso más leve y nos fuimos a la cama. Hicimos el amor y después susurró:

– ¡Te quiero!

– Yo también -dije.

Y luego sonreí en la oscuridad. Era, no había duda, el ladronzuelo más pusilánime de todo el mundo occidental.