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Cenarían. El tipo le daba a la chica un par de billetes de cien o le mandaba al día siguiente un regalo caro. El tipo sería encantador durante toda la velada, sin presionar nunca. Pero habría portentos de abrigos de pieles, automóviles, anillos de diamantes de muchos quilates perfilándose en el futuro. La chica se iba a la cama con el amigo rico. Y después el amigo rico se iba y la chica guapa a la que nadie podía «manejar» caería en brazos de Cully por una miseria.

Cully no tenía remordimiento alguno. Para él, todas las mujeres que no estaban casadas eran putas encubiertas, dispuestas a engancharte con un truco u otro, incluyendo entre ellos el verdadero amor, y, por tanto, tenías pleno derecho a engañarlas a ellas. Sólo mostraba algo de piedad cuando las chicas no martilleaban su puerta ni le llamaban desde el vestíbulo. Entonces sabía que eran chicas honradas, y que se sentían humilladas por haberse dejado engañar. A veces, las buscaba, y si necesitaban dinero para el alquiler o para terminar el mes, les decía que había sido una broma y les pasaba cien o doscientos dólares.

Y para Cully era una broma. Algo que podía contar a sus amigos ladrones, estafadores y jugadores. Todos se reían y le felicitaban por no dejarse robar. Aquellos tipos eran todos plenamente conscientes de que la mujer era un enemigo, sin duda, un enemigo que poseía frutos que los hombres necesitaban, pero les indignaba tener que pagar un precio escandaloso, que significaba dinero, tiempo y afecto. Ellos necesitaban la compañía de las mujeres, necesitaban tener a su alrededor la suavidad de las mujeres. Podían pagar el billete de avión, de varios miles, para llevarse chicas con ellos de Las Vegas a Londres, sólo por tenerlas al lado. Pero eso estaba bien. Después de todo, la pobre chica tenía que hacer el equipaje y viajar. Se estaba ganando su dinero. Y tenía que estar siempre lista para un polvo rápido o una mamada antes de comer, sin preámbulos y sin las cortesías habituales. Nada de remilgos. Sobre todo, nada de discusiones ni remilgos. Aquí está la polla. Ocúpate de ella. Da igual que me quieras o no. Nada de comamos primero. Ni de quiero echar un vistazo antes a esta ciudad. Nada de una pequeña siesta más tarde, no ahora. Esta noche, la semana que viene, el día siguiente a Navidad. Ahora mismo. Servicio rápido hasta el final. Los grandes jugadores sólo querían cosas de primera clase.

Las relaciones de Cully con las mujeres me parecían profundamente malévolas, pero las mujeres le querían muchísimo más que a otros hombres. Era como si le entendiesen, como si se dieran cuenta de todos sus trucos pero les agradase que se tomara tantas molestias.

Algunas chicas a las que engañaba se hacían buenas amigas suyas, siempre dispuestas a joder con él si se sentía solo. Y, Dios mío, una vez que se puso malo, pasó todo un regimiento de amigas por su habitación de hotel, le lavaron, le dieron de comer y, al hacerle la cama, se la chuparon para asegurarse de que quedaría bien relajado y dormiría bien toda la noche. Pocas veces se enfadaba Cully con una chica, y entonces le decía, con un desprecio realmente cruel, «Vete a paseo», y estas palabras tenían un efecto devastador. Quizás fuese el cambio de la simpatía y el respeto absolutos que les mostraba antes de ponerse desagradable, y quizás fuese porque para la chica no había razón alguna de que él la tratase con aquella aspereza. O que él lo usase con toda crueldad para golpear cuando el hechizo y la simpatía no resultaban.

Aun teniendo todo esto en cuenta, la muerte de Jordan le afectó. Estaba muy furioso con Jordan. Se tomó el suicidio como una ofensa personal. Refunfuñaba por no haber cogido los veinte grandes, pero pude darme cuenta de que en realidad esto no le importaba. Unos cuantos días después, entré en el casino y le encontré jugando al veintiuno como empleado de la casa. Había cogido un trabajo, había dejado el juego. Me parecía imposible que lo hiciese en serio. Pero así era. Para mí fue como si hubiese ingresado en el sacerdocio.

7

Una semana después de la muerte de Jordan, dejé Las Vegas, pensando que para siempre, y volví a Nueva York.

Cully me acompañó al aeropuerto, donde tomamos café mientras esperaba para subir a bordo. Me sorprendió comprobar que Cully estaba realmente afectado por mi marcha.

– Volverás -dijo-. Todo el mundo vuelve a Las Vegas. Y yo estaré aquí. Lo pasaremos muy bien.

– Pobre Jordan -dije yo.

– Sí -dijo Cully-. No lo entenderé en toda mi vida. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué demonios lo hizo?

– Nunca pareció un hombre de suerte -dije yo.

Nos dimos la mano cuando anunciaron mi vuelo.

– Si tienes algún problema allá, llámame -dijo Cully-. Somos camaradas. Te ayudaré.

Me dio incluso un abrazo.

– Eres un hombre de acción -añadió-. Siempre estarás en movimiento. Así que andarás siempre metido en líos. Llámame.

Yo no creía realmente que Cully fuese sincero. Cuatro años después, él había triunfado y yo estaba metido en un tremendo lío, tenía que comparecer ante un gran jurado. Y cuando llamé a Cully, Cully vino en avión a Nueva York a ayudarme.

8

Huyendo de la claridad del oeste, el inmenso reactor se deslizó en la oscuridad del este. Yo temía el momento en que el avión aterrizase y tuviese que enfrentarme a Artie. Temía el momento en que me condujese a casa, a la urbanización del Bronx donde mi mujer y mis hijos me esperaban. Había comprado taimadamente regalos para todos, máquinas tragaperras de juguete, un anillo con una perla para Valerie que me había costado doscientos dólares… La chica de la tienda de regalos del Hotel Xanadú quería quinientos, pero Cully consiguió un descuento especial.

De cualquier modo, yo no quería pensar en el momento en que tendría que cruzar el umbral de mi casa y enfrentarme a las caras de mi mujer y mis tres hijos. Me sentía demasiado culpable. Me aterraba la escena por la que tendría que pasar con Valerie. Así que me dediqué a pensar en lo que me había pasado en Las Vegas.

Pensé en Jordan. Su muerte no me inquietaba. No me inquietaba ya, en realidad. Después de todo, sólo nos conocíamos de tres semanas, y de hecho yo no le conocía.

Pero, ¿por qué, me preguntaba, había sido tan conmovedor en su dolor? Un dolor que yo jamás había sentido y esperaba no sentir nunca. Siempre me había parecido sospechoso, siempre le había estudiado como un problema de ajedrez. Tenía allí un hombre que había vivido una vida normal y feliz. Una niñez dichosa. Hablaba de eso a veces, de lo feliz que había sido de niño. Un matrimonio feliz. Una vida agradable. Todo le fue bien hasta aquel último año. ¿Por qué no se recuperaba entonces? Cambiar o morir, había dicho una vez. Ése era el secreto de la vida. Y él sencillamente no podía cambiar. La culpa era suya.

Durante aquellas tres semanas, su rostro fue enflaqueciendo como si los huesos empujasen desde dentro hacia afuera en una especie de aviso. Y su cuerpo empezó a encogerse alarmantemente en poquísimo tiempo. Pero ninguna otra cosa le traicionó ni reveló su propósito. Volviendo sobre aquellos días, pude ver entonces que todo lo que él decía y hacía era para desviarme de la pista. Cuando rechacé su oferta de darme dinero y de dárselo a Cully y a Diane, fue simplemente para mostrar que mi afecto era auténtico. Creí que eso podría ayudarle. Pero él había perdido la capacidad para lo que Austin llamó «la bendición del afecto».

Supongo que pensó que era vergonzosa su desesperación, o lo que fuese. Era un auténtico norteamericano, y, en consecuencia, le era insoportable pensar en seguir vivo sin un objetivo.

Le mató su mujer. Demasiado fácil. ¿Su niñez, su madre, su padre, sus hermanos? Aunque las heridas de la niñez curen, nunca llegas a ser invulnerable. La edad no es ningún escudo contra el trauma.

Como Jordan, yo había ido a Las Vegas por una idea infantil de la traición. Mi mujer aguantó conmigo cinco años mientras yo escribía un libro, sin una queja. No le hacía demasiado feliz el asunto, pero qué demonios, yo estaba en casa por las noches. Cuando rechazaron mi primera novela y yo me desmoroné, ella dijo acremente: