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La verdad es que por entonces yo tenía una especie de sentimiento místico respecto a lo de escribir. Quería que fuese algo puro, inmaculado. Temía verme inhibido si alguien sabía algo sobre mí y quién era yo realmente. Quería describir personajes universales. (Mi primer libro era profusamente simbólico.) Yo quería ser dos identidades absolutamente distintas.

A través de las influencias políticas del señor O'Grady conseguí un puesto de empleado del servicio civil federal. Me convertí en oficial administrativo de las unidades de reserva del ejército.

Después de los críos, la vida de matrimonio era aburrida pero aún feliz. Vallie y yo nunca salíamos. En las fiestas cenábamos con su familia o en casa de mi hermano Artie. Cuando yo trabajaba de noche, ella y sus amistades de la casa de apartamentos en que vivíamos se hacían visitas. Tenía muchas amistades. Las noches de los fines de semana visitaba sus apartamentos cuando daban alguna fiesta, y yo me quedaba en el nuestro cuidando a los críos y trabajando en mi libro. Yo no iba nunca. Cuando le tocaba a ella recibir a la gente a mí me resultaba insoportable, y supongo que no lo ocultaba demasiado bien. Vallie se enfadaba. Recuerdo una vez que entré en el dormitorio a ver a los niños y me quedé allí leyendo unas páginas del manuscrito. Vallie dejó a nuestros invitados y fue a buscarme. Nunca olvidaré la expresión ofendida cuando me encontró leyendo, tan evidentemente reacio a volver con ella y con sus amigos.

Fue después de uno de estos pequeños incidentes cuando yo me puse enfermo por primera vez. Desperté a las dos de la madrugada con un dolor insoportable en el estómago y por toda la espalda.

No podía permitirme llamar a un médico, así que al día siguiente fui al Hospital de Veteranos, donde me hicieron toda clase de radiografías y otras pruebas y análisis durante una semana. No pudieron encontrarme nada, pero tuve otro ataque y, basándose simplemente en los síntomas, diagnosticaron una afección de vesícula. Una semana después volví al hospital con otro ataque, y me inyectaron morfina. Tuve que perder dos días de trabajo. Después, una semana antes de Navidad, justo cuando estaba a punto de terminar la faena en mi trabajo nocturno, tuve un ataque tremendo. (No mencioné que trabajaba por las noches en un banco para ganar dinero extra para la Navidad.) El dolor era insoportable, pero creí que podría llegar hasta el Hospital de Veteranos de la Calle Veintitrés. Cogí un taxi que me dejó como a media cuadra de la entrada. Pasaba ya de medianoche. Cuando arrancó el taxi, el dolor me asestó un golpe terrible en el plexo solar. Caí de rodillas en la calle a oscuras. El dolor se me extendió por toda la espalda. Quedé tendido allí, sobre el congelado pavimento. No había un alma, nadie que pudiera ayudarme. La entrada al hospital quedaba a unos treinta metros. Tan paralizado me tenía el dolor que no podía moverme. No tenía miedo siquiera. En realidad, lo que quería era morirme de una vez para que desapareciera el dolor. Me importaban un pito mi mujer, mis hijos y mi hermano. Sólo quería desaparecer. Pensé un instante en el Merlin legendario. Pero yo no era ningún mago. Recuerdo que di una vuelta en el suelo para contener el dolor y que me salí de la acera y caí en el arroyo. El bordillo me sirvió de almohada.

Y entonces pude ver las luces navideñas que decoraban una tienda próxima. El dolor cedió un poco. Allí estaba tumbado pensando que era un puñetero animal. Yo, un artista, con un libro publicado y una crítica en la que se me calificaba de genio, una de las esperanzas de la literatura norteamericana, muriendo como un perro en el arroyo. Y no por culpa mía, desde luego. Sólo porque no tenía dinero en el banco. Sólo porque no había nadie a quien le importase realmente un carajo que yo viviese o no. Ésa era la verdad de todo el asunto. La autocompasión fue casi tan buena como la morfina.

No sé lo que tardé en salir arrastrándome del arroyo. No sé cuánto me llevó arrastrarme hasta la entrada del hospital, pero por fin me vi en un arco de luz. Recuerdo que me colocaron en una silla de ruedas y que me llevaron al puesto de socorro y que contesté a preguntas y luego, mágicamente, estaba en una cama cálida y blanca sintiéndome benditamente soñoliento, sin dolor, y me di cuenta de que me habían administrado morfina.

Cuando me desperté me tomaba el pulso un médico joven. Me había tratado él la otra vez y yo sabía que se llamaba Cohn. Me sonrió y me dijo:

– Han llamado a su mujer, vendrá a verle en cuanto los chicos se vayan a la escuela.

Asentí y dije:

– Supongo que podré esperar hasta Navidad para operarme.

El doctor Cohn se quedó un rato pensativo y luego dijo alegremente:

– Bueno, ha aguantado usted hasta aquí, así que ¿por qué no vamos a esperar hasta Navidad? Lo programaré para el 27. Puede venir usted la noche de Navidad y se lo haremos.

– De acuerdo -dije.

Confiaba en él. Él había hablado con los del hospital para que me trataran como paciente externo. Fue el único que pareció entender cuando dije que no quería que me operasen hasta después de Navidad. Recuerdo que dijo: «No sé lo que pretende hacer, pero estoy con usted». Yo no podía explicar que tenía que seguir con mis dos trabajos hasta Navidad, para que los niños pudiesen tener juguetes y seguir creyendo en Santa Claus. Que yo era totalmente responsable de mi familia y su felicidad, y era lo único que tenía.

Siempre recordaré a aquel joven médico. Parecía el típico médico de cine, salvo que era sencillo y cordial. Me mandó a casa cargado de morfina. Tenía sus razones. Unos cuantos días después de la operación me dijo, y pude darme cuenta de lo feliz que le hacía decírmelo:

– Escuche, es usted muy joven para tener problemas de vesícula y los análisis no indicaban nada. Actuamos basándonos en los síntomas, pero no era más que eso, una cuestión de vesícula. Grandes cálculos. Quiero que sepa que no había nada más. Lo examiné todo detenidamente. Puede usted irse a casa y no preocuparse más. Está usted como nuevo.

Por entonces, no supe qué demonios quería decir. Según mi estilo habitual, sólo caí en la cuenta un año después de que había tenido miedo a encontrar cáncer y por eso no había querido operar antes de Navidad, con sólo una semana de por medio.

6

Les conté a Jordan, Cully y Diane cómo mi hermano, Artie, y mi mujer, Vallie, iban a verme todos los días. Y que Artie me afeitaba y llevaba y traía en coche a Vallie mientras su mujer se ocupaba de mis hijos. Vi que Cully sonreía maliciosamente.

– De acuerdo -dije-. Esa cicatriz que os enseñé era de la operación. No hubo ametralladora. Pero si utilizarais la cabeza, os habríais dado cuenta desde el principio de que de haberme hecho una herida así no habría sobrevivido.

Cully no dejaba de sonreír.

– ¿No se te pasó por la cabeza -dijo- que cuando tu hermano y tu mujer salían del hospital podían ir a acostarse antes de volver a casa? ¿La dejaste por eso?

Me eché a reír a carcajadas, y comprendí que tendría que hablarles de Artie.

– Es muy guapo -dije-. Nos parecemos mucho, pero él es mayor.

La verdad es que yo soy una especie de copia al carbón de mi hermano Artie. Sólo que yo tengo la boca demasiado grande. Y las cuencas de los ojos demasiado profundas. Y la nariz muy gorda. Y parezco muy corpulento. Pero tendríais que ver a Artie. Les expliqué que la razón de que me casara con Vallie era que había sido la única de mis novias que no se había enamorado de mi hermano.

Mi hermano Artie es increíblemente guapo, pero de un modo delicado. Tiene los ojos como esos ojos de las estatuas griegas. Recuerdo que cuando ambos éramos solteros, las chicas se enamoraban de él, lloraban por él, amenazaban con matarse por él. Y esto le sacaba de quicio. Porque en realidad él no sabía qué coño pasaba. Él nunca podía apreciar su belleza. Tenía un cierto complejo de ser pequeño y de tener las manos y los pies demasiado pequeños. «Como los de un bebé», dijo una chica reverentemente.