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Pasé muchas horas deambulando por el campus sin rumbo fijo, con una sensación de vacío. No buscaba a nadie en particular porque sabía que la mayor parte de mis amigos se había marchado. Simplemente recorría cada sendero y cada rincón del campus, una y otra vez, con la esperanza de grabar hasta los más mínimos detalles en la memoria: los olores, los sonidos, los colores, el tacto de las cosas, la risa y el dolor. Porque lo único que podía llevarme conmigo era los recuerdos.

Una tarde húmeda estaba una vez más paseando por el campus y me encontré frente a la residencia número cuarenta. Entré en el oscuro vestíbulo y subí las escaleras. Todas las puertas estaban cerradas. Llamé a la puerta de Chen Li sin muchas esperanzas de que se abriera.

Me sorprendió comprobar que su compañero de habitación aún estaba allí.

– ¿Está Chen Li? -pregunté con el convencimiento de que me diría que Chen Li se había ido a casa.

– Se ha trasladado a la habitación ciento diecisiete. Lo encontrarás allí.

– ¿Por qué se ha trasladado?

– Será mejor que se lo preguntes a él -contestó al parecer incómodo.

Me apresuré escaleras abajo. Sin recuperar el aliento, llamé a la puerta de color oscuro de la habitación ciento diecisiete, en la planta baja.

– ¿Quién es?

– ¿Eres tú, Chen Li? Soy Wei.

Un largo silencio, un fuerte estrépito como si algo se hubiera caído o lo hubieran hecho caer, luego unos pasos pesados y se abrió la puerta.

Delante de mí estaba mi querido amigo Chen Li, vestido, como era habitual, con una camiseta de la Universidad de Pekín y unos pantalones cortos. Sonrió con dulzura, como siempre. Pero su aspecto me dejó atónita.

Su alto cuerpo se sostenía sobre un par de muletas y tenía una pierna amputada a la altura de la cadera.

– Me alegro de verte. Entra, por favor.

Cerró la puerta y se volvió. Trató de andar deprisa, pero estaba claro que le resultaba difícil. Alargué los brazos detrás de él, pero no lo toqué. No sabía qué debía hacer para ayudar.

Había una taza de aluminio en el suelo. Debía de haberse caído cuando trataba de llegar a la puerta. Fue a recogerla, pero me anticipé y la dejé sobre la mesa.

Nos sentamos. La ventana estaba abierta, pero no entraba viento. Aquella tarde el campus estaba muy tranquilo.

– Todavía tengo que acostumbrarme a estos trastos. -Chen Li apoyó las muletas en la cama. Me examinó con calma y luego explicó-: Me arrolló un tanque cerca de los Puentes de Aguas Doradas cuando las tropas se dirigían a desalojar la plaza de Tiananmen.

Entonces me contó que la mañana del 4 de julio estaba en la plaza arrojando latas de gasolina contra los soldados con un grupo de estudiantes. Había muchos grupos diferentes que se acercaban por distintas direcciones. Cargaron contra las tropas y los vehículos blindados, pero luego los soldados contraatacaron y lograron capturar a varios estudiantes.

– Algunos de nosotros volvimos corriendo con la intención de rescatarlos. También se acercaban fuerzas del ejército por el oeste. Había hogueras y gritos por todas partes. Todo era caótico y ruidoso. Debí de desorientarme, y cuando de pronto me di la vuelta, vi aquel tanque monstruoso que venía directo hacia mí.

El último recuerdo que tenía Chen Li de aquella fatídica mañana era el de estar tendido en el suelo, mirar fijamente el blindado y tratar de rodar para apartarse de su trayectoria. Al día siguiente, cuando despertó en el hospital, el médico le dijo que había tenido suerte porque el tanque sólo le había pasado por encima de una pierna, pero que habían tenido que amputársela. Los huesos estaban completamente aplastados y hechos añicos. Lo tuvieron ingresado en el hospital hasta que no pudieron hacer nada más y entonces le dieron las muletas.

– La gente ha sido muy amable. El tipo que estaba aquí me dio su llave antes de irse a casa. -Dio unas palmaditas sobre la cama en la que estaba sentado-. No me conviene vivir en el piso de arriba. No salgo mucho. Mi antiguo compañero de habitación me trae comida del comedor y agua caliente de la sala de calderas. Estoy bien. La mayor dificultad que tengo es para ir a los baños públicos. ¡En verano puede llegar a hacer tanto calor en Pekín…! No soporto que la gente se me quede mirando. Los que me conocen me compadecen cuando ven lo que me cuesta andar; los que no, me maldicen porque voy lento y les bloqueo el paso. Alguna vez les he oído decir: «¿Qué hace aquí un tullido?».

Hablaba con total naturalidad, como si hubiera contado la misma historia tantas veces que ya no le afectaba. Probablemente le había hecho daño, pero dudaba que hubiera dejado de herirle. Una vez mi médico me explicó que nuestra tolerancia al dolor aumenta si estamos expuestos a él el tiempo suficiente. Sencillamente, nos acostumbramos a él. Pero en el caso de Chen Li sólo habían pasado unas semanas.

– Me ha sorprendido verte. Pensaba que todo el mundo se había ido menos yo.

– Me fui y luego volví. Bueno, es una larga historia. No voy aburrirte con ella. Pero me marcho otra vez, y en esta ocasión para bien. Me voy a Estados Unidos.

En cuanto pronuncié la palabra «Estados Unidos» me odié. Me sentí fatal, tan mal como cuando tenía catorce años y mi vecina me dijo que se habían comprado un televisor -el primero en todo el bloque-, pero no me invitó a verlo.

– Felicidades, Wei -dijo Chen Li con una amplia sonrisa-. Siempre supe que lo conseguirías. Eres de esa clase de personas que logra todo lo que quieren. Te lo mereces.

Sabía que todas y cada una de sus palabras iban en serio. Pero me pregunté si de verdad me lo merecía.

Chen Li no se hacía ilusiones sobre su futuro.

– La zona económica especial ya no me quiere, soy un lisiado y un tipo políticamente indeseable. ¿Recuerdas el cartel que escribí? Ya no me importa mucho el futuro en particular. Pero no soporto pensar en lo deshechos que se quedarán mis padres cuando se enteren.

«Éste es Chen Li -pensé-, siempre pensando en los demás, nunca en él mismo. Si alguien se merecía un futuro brillante, tenía que haber sido él. La vida no es justa.» Entonces recordé la voz de Dong Yi diciendo: «Nadie ha dicho nunca que lo fuera».

Antes de irme, fui a la tienda del campus y compré muchos helados y coca-cola. Quería hacer algo por Chen Li, aunque pareciera bastante trivial o de lo más estúpido.

Aquella tarde llovió mucho. Sentada frente a la ventana, contemplaba cómo caía la lluvia. Mi pensamiento regresó a los despreocupados días que había pasado con Chen Li, paseando por los verdes senderos del campus o sorbiendo café en el Spoon Garden Bar. También pensé en el día que marchamos hombro con hombro hacia la plaza de Tiananmen. Mientras miraba la lluvia, oí dos voces en mi interior: una que me decía que fuese a ver a Chen Li y lo ayudara y otra que me decía exactamente lo contrario. ¿Podría soportar verme de nuevo y que le recordara las alegrías del pasado o la pérdida de su futuro?

Lo dudaba. No lo sabía, pero lo dudaba.

Cada día llegaban noticias de más acciones, arrestos y nuevos programas para identificar y acabar con los participantes en el «movimiento anarquista». Se exigía a estudiantes y profesorado que reflexionaran sobre sus ideas y sus actos y que denunciaran a otros participantes. La universidad de mi madre la identificó como simpatizante de los estudiantes y la criticó por ello. Además de tener que hacer autocrítica una y otra vez en varias reuniones de profesores que siguieron, ya no se le permitió ejercer la docencia con alumnos a su cargo. Mi madre quedó deshecha. La enseñanza había sido el sueño de toda su vida. Cuando en 1977 se restablecieron las universidades, mi madre renunció a su bien remunerado y muy envidiado puesto en el Departamento de Asuntos Exteriores para convertirse en profesora universitaria. Todos sus amigos le habían aconsejado que no diera ese paso. Pero ella estaba cansada de las luchas políticas que habían sido una característica habitual en su trabajo. «La enseñanza es la mejor de las profesiones -recuerdo que me decía-. No envejeces tan rápido como en el departamento porque siempre estás con mentes jóvenes y puras.» Pero la tensión de la autocrítica y la desilusión de no poder supervisar a los alumnos, con el tiempo llevaron a mi madre a jubilarse anticipadamente. Su trabajo soñado había perdido mucho de su encanto.

Algunos organismos, incluidas -aunque no sólo ellas- la Escuela Central del Partido, que preparaba a prometedores miembros del Partido para desempeñar puestos de importancia en el gobierno, y la Liga de Juventudes del Partido en Pekín, se negaron a acepar a licenciados de la Universidad de Pekín aunque se les hubiera asignado un puesto allí. Una medida semejante destruyó prácticamente la posibilidad de cualquier futuro sensato para aquellos jóvenes estudiantes. También llegaron noticias acerca de alumnos de Pekín que, en provincias, habían sido víctimas de palizas a manos de matones locales, y la gente empezó a temer que los castigos y las detenciones se extenderían más allá de los participantes clave del Movimiento. Proliferaban los rumores sobre a quién iban a detener: al igual que los millones de personas que habían vivido la Revolución Cultural, mis padres conocían demasiado bien el horror de la venganza política y estaban muy preocupados por mí.

Un día fui a la oficina de billetes de Air China para ver si podía tomar un vuelo anterior hacia Estados Unidos. Algunos de mis amigos habían abandonado China antes de lo que tenían previsto y me aconsejaron que hiciera lo mismo. Regresé y le dije a Eimin que salía hacia Nueva York al día siguiente. Después, me fui a casa con mis padres.

Aquella tarde, en la sala del apartamento de mis padres, hicimos el equipaje para mi larga marcha. Mis padres me habían comprado dos maletas nuevas para el viaje. Fue mi padre el que lo empaquetó casi todo mientras intentaba meter todo lo posible en las maletas: libros, ropa para todas las estaciones, toallas, mantas, cuencos para la sopa, cucharas, palillos… Mamá corría de un lado a otro y le daba las cosas, no sin detenerse de vez en cuando para decir: «¿Necesita esto?» o «No lo coloques todo tan apretado, pesará demasiado y no lo va a poder llevar».

Mi hermana nos ayudó con el equipaje durante las dos primeras horas y luego se fue a la cama.

– Te veré mañana por la mañana -dijo al darme las buenas noches.

Mis padres no me preguntaron cuánto tiempo estaría fuera, aunque sabía tan bien como ellos que podrían pasar años antes de que los volviera a ver. Todavía estábamos revisando y guardando las cosas cuando la tarde se convirtió en noche y cuando la noche se convirtió en primera hora del amanecer. Mis padres me dijeron que me fuera a la cama.