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Capítulo 30

– El jefe no está -dijo el encargado de la tienda de Wu el Padrino. Era alto, con la nariz como el pico de un cuervo. Llevaba un metro de seda negra colgado del hombro.

– ¿Está usted seguro? -Mei frunció los labios-. Dígale que vengo del hotel Esplendor.

Él la estudió vagamente, contrayendo la nariz. Una nube de sospecha rondaba por sus ojos. Finalmente asintió con la cabeza y volvió a su trasiego de recibos. Detrás de ellos, los tenderos cuchicheaban, la gente iba y venía.

Le trajeron un recibo y estampó en él el sello de la tienda con tinta roja. Luego se dio la vuelta y salió. Una puerta se abrió y se cerró sin ruido. El cuervo negro ya no estaba.

La ventana estaba abierta al sol radiante. Wu el Padrino estaba sentado de espaldas a la ventana, observando a Mei desde detrás de una gran mesa rectangular. Parecía una vieja mesa de altar que una vez hubiera estado ante un oratorio familiar, con las patas talladas y sin cajones. No había gran cosa encima de ella: una pluma, una libreta, un teléfono, una figurita de porcelana de dos soldados del Ejército de Liberación Popular (un hombre y una mujer) en una pose de ballet, una lámpara con pantalla de seda, un paquete de tabaco, un mechero de plata y un cenicero de cristal.

Wu el Padrino aflojó los puños sobre la mesa. Los músculos le abultaban debajo del polo. Fijó la mirada en Mei.

– ¿Qué es lo que quiere?

Mei estaba sentada ante él en una silla de palo de rosa de respaldo cuadrado.

– ¿Mató usted a Zhang Hong? Tenía tanta prisa por salir de allí que casi me tira al suelo.

Los puños de Wu el Padrino se deslizaron fuera de la mesa. Encuadró a Mei con una larga mirada vacía.

– Se mató él mismo.

– ¿Por qué iba a hacer eso? A ese tipo nunca le había ido tan bien: dinero, una mujer, una nueva vida…

Wu el Padrino soltó un gruñido gutural.

– ¿Dinero? El muy idiota tenía que haberse ido de Pekín mientras aún le quedaba algo.

Se alcanzó el tabaco y vaciló, tamborileando con los dedos en el paquete. Sabía que había dicho demasiado.

– ¿Cuál es su versión? -le clavó a Mei una mirada penetrante.

– Vamos a ver: Zhang Hong perdió todo su dinero en las apuestas y contrajo deudas. Vino a pedirle ayuda, pero usted no se la dio. Puede que él le amenazara con descubrir sus asuntos de contrabando. Usted le cerró la boca.

Wu el Padrino ladeó la cabeza y escupió.

– Y una mierda.

Agarró el paquete de Marlboro, le arrancó un pitillo con los dientes y empuñó el mechero de plata.

– Déjeme decirle una cosa: yo puedo ser un bestia, pero no un asesino -encendió el pitillo-. Después de seis años en bandas callejeras y ocho años de «subida a la montaña y bajada al campo», puede creerme cuando digo que es mejor limitarse a romper algún hueso. Mire las fotos que tengo en la pared -movió la mano, dibujando un semicírculo con el humo del pitillo-. Soy un respetado miembro de la comunidad. Mis contactos llegan muy arriba. No le tengo miedo a nadie, y menos a un hombrecillo como Zhang Hong. Los ludópatas me ponen enfermo, no tienen principios ni lealtad -hizo una pausa, deleitándose en el sonido de sus propias palabras.

Mei contempló la habitación. En las paredes había fotos de caras sonrientes, la de Wu el Padrino entre ellas.

– Entonces ¿por qué fue usted a su hotel?

– No tengo por qué decirle nada -Wu dio golpecitos al pitillo sobre el cenicero-. Pero quiero dejar una cosa clara: él ya estaba muerto cuando yo llegué. Puede que no se suicidara, puede que fueran los de la casa de juego. Ni lo sé ni me importa.

– ¿No le parece que a la policía sí que podría importarle?

Wu el Padrino resopló.

– ¿Sabe usted la cantidad de gente que llega a Pekín todos los días? Veinte mil personas. Eso sin contar a los trabajadores de provincias que están aquí ilegales. Estamos hablando de cientos de miles de don nadies sin registrar. ¿Por qué iba la policía a ocuparse de ninguno de ellos? La gente muere, eso no es más que una realidad de la vida.

– ¿Y por qué puso usted la habitación del hotel patas arriba? -Mei miró a Wu el Padrino desde detrás de sus pestañas.

– A lo mejor, simplemente, porque no me gustaba la cara de aquel tipo. Señorita, usted tiene una cara bonita, y puede que un bonito cerebro dentro de esa cabecita. ¿Por qué no me dice usted lo que está buscando, y luego le digo lo que yo buscaba?

Mei se cruzó de brazos.

– ¿Y qué gano yo con eso?

– Dinero, naturalmente… ¿Por qué iba a hacerlo si no?

Mei se puso de pie. La espalda le dolía del duro respaldo de la silla y necesitaba estirar las piernas. Se entretuvo mirando las fotos de la pared.

– ¿Cuánto tiempo lleva en este negocio? -le preguntó. Casi todas las fotos tenían un rótulo, pero ninguna estaba fechada. A juzgar por los atuendos, algunas eran de hacía ya tiempo.

– Diecisiete años.

– ¿Ha estado siempre en Liulichang? -Mei reconoció en una foto a la estrella del pop Tian Tian.

– No. Tuve otras tiendas pequeñas en otros sitios durante un tiempo. Me trasladé a ésta hace unos pocos años.

La última era una foto en blanco y negro, tomada en la época en que Wu el Padrino era joven y delgado. Tenía el brazo izquierdo enganchado con el de otro joven, alto, de ojos bonitos y labios tímidos; al contrario que la de Wu el Padrino, su actitud era tranquila y casi retraída. Tras ellos había un hombre de más edad, sonriendo con orgullo.

Mei se detuvo mucho tiempo ante la foto. Pensaba que ya había visto antes al de más edad en algún sitio. Pero cuanto más se esforzaba, más despacio parecía ir su cerebro, hasta que al final se le atascó. Desistió.

– ¿Dónde se hizo esta foto?

Se volvió para mirar a Wu el Padrino. Tenía el pelo más corto y ya no tan poblado. La llama de su mirada se había extinguido.

– En mi primera tienda. Ése es mi socio -dijo Wu el Padrino con despreocupación-. Estuvimos juntos en la «subida a la montaña y bajada al campo». Cuando volví a Pekín, yo no tenía casa ni trabajo; él y su padre me ayudaron a montar este negocio.

Wu el Padrino dio una larga calada y luego fue soltando despacio el humo.

– ¿Sabe por qué soy un buen marchante de antigüedades? -preguntó de pronto.

– ¿Por qué?

Wu el Padrino se revolvió en su silla.

– Antes de que me llevaran al campo de trabajo, fui miembro de una banda juvenil durante varios años. Me creía muy duro. En las bandas callejeras la cuestión era no fiarse de nadie, porque ninguno de nosotros era de fiar. Eramos todos delincuentes. Si uno quería sobrevivir, tenía que guardarse siempre las espaldas.

»Pero las cosas eran diferentes en las montañas de Dongbei. Nuestro campo era un albergue de madera lleno de parches en lo profundo del bosque. En verano cortábamos árboles y mandábamos los troncos río abajo. El invierno era crudo, largo, con nieve alta. Nosotros éramos todos adolescentes pekineses. Nunca habíamos cazado un animal, ni sostenido un rifle, nunca habíamos estado aislados por una nevada.

»Cuando tienes que enfrentarte a las fuerzas de la naturaleza, aprendes a confiar. No a confiar a ciegas: los humanos pueden ser mucho más peligrosos que los animales salvajes, pero te das cuenta de en quién puedes confiar. Era necesario saber quién te iba a salvar si estabas en peligro, y a quién podías darle un rifle sin preocuparte al volverle la espalda. Más importante aún, era necesario saber a quién podías abrirle tu corazón sin que te traicionara ante el secretario del Partido. Todo era vacío allí fuera: el paisaje, los días y las noches. Si no podías hablar con alguien, te volvías loco.

»Las montañas eran inmensas y profundas. Era la clase de sitio que te daba escalofríos porque sabías que no podías escaparte. Todos los inviernos, cuando el aislamiento y la dureza de las condiciones se hacían excesivos, alguien lo olvidaba e intentaba fugarse. Pero nadie salió nunca de allí con vida.

»Como iba diciendo, había peligros por todas partes. Un verano, a un chico al que llamábamos Cuatro Ojos, porque llevaba gafas, se lo llevó la riada. Había llovido durante muchos días.

»El invierno era insoportable. A veces los camiones de aprovisionamiento no lograban llegar al campo en semanas por culpa de la nieve. Eso hacía que la gente perdiera la cabeza: les llevaba a hacer lo que fuera para escapar. Y cuando digo lo que fuera quiero decir lo que fuera: he visto a los seres más inocentes convertirse en demonios.

»A eso es a lo que voy. Yo aprendí muy pronto a juzgar a la gente: a darme cuenta de quién era leal y de fiar y quién no. Más adelante, un hombre al que llamábamos Gran Hermano me enseñó a leer los rostros. Mire, la mayor parte de los marchantes de esta calle saben de antigüedades más de lo que yo sabré nunca; pero no saben leer los rostros. No entienden a la gente. En cambio, yo sé al instante si alguien está mintiendo.

»Y, ahora, dígame… -Wu el Padrino se echó hacia atrás en su silla, cruzando los brazos sobre el pecho-. ¿Qué hace una chica guapa como usted en un sitio como éste, buscando problemas?

– ¿Qué problemas? -Mei miró directamente a Wu el Padrino y se encogió de hombros. No le gustaba que la amenazaran.

– ¿Señorita qué?

– Wang.

– Señorita Wang, dígame una cosa más: ¿confía usted en la gente con facilidad?

Ella contempló cómo el humo del pitillo de Wu el Padrino se disolvía al salir por la ventana abierta. Pensó en el tío Chen, ese hombre a quien conocía de toda la vida. Él había sido la mano cálida a la que ella se había cogido de niña y el tío que nunca tuvo. Treinta años de amor valían mucha confianza. Aun así, ella se había preguntado, en el largo pasillo oscuro del Hospital nº 309, en un momento de duda fugaz, hasta qué punto le conocía en realidad.

En aquel momento sonó el teléfono.

Wu el Padrino agotó su pitillo.

– ¿Diga? Ah, bien… ningún problema… de verdad -la huella de una sonrisa serpenteó en su cara.

Mei se preguntó qué le habría respondido si el teléfono no les hubiera interrumpido.

Al colgar, Wu el Padrino estaba de buen humor.

– Piense en mi oferta. Quizá usted y yo podamos hacer negocios. Vamos a encontrar lo que sea juntos, y yo haré que valga la pena para usted.

Mei sonrió. Dejó una de sus tarjetas encima de la mesa y dijo:

– Volveremos a vernos.