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– ¿Se llamaba? ¿Falleció?

– Mi padre y mi madre. Mi madre cuando yo tenía once años y mi padre seis años después. No tengo hermanos ni hermanas. Me quedé huérfana a los diecisiete.

– Debió de ser duro.

Faith guardó silencio durante un rato. Le costaba hablar sobre el pasado, así que casi nunca lo hacía. Y apenas conocía a Lee. Sin embargo, el hombre obraba en ella cierto efecto reconfortante.

– Quería mucho a mi madre -comenzó a explicar-. Era una buena mujer que había sufrido por culpa de mi padre. Él también era buena persona, pero siempre buscaba la manera de ganar dinero con ideas alocadas. Y como sus planes siempre fracasaban, teníamos que hacer las maletas y marcharnos a otro lugar.

– ¿Por qué?

– Porque había otras personas que también perdían dinero con los planes infalibles de mi padre. Y se disgustaban con él, lo cual es comprensible. Nos mudamos cuatro veces antes de que muriera mi madre. Y después, otras cinco. Mi madre y yo rezábamos por mi padre todos los días. Poco antes de morir, me pidió que me ocupara de él, y yo sólo tenía once años.

Lee negó con la cabeza.

– Mi vida ha sido muy diferente. Mis padres han vivido en la misma casa durante cincuenta años. ¿Cómo saliste adelante tras la muerte de tu madre?

A Faith le costaba menos hablar de aquello.

– No fue tan duro como parece. Mamá quería a mi padre, pero odiaba su estilo de vida, sus planes, las mudanzas. Sin embargo, él no estaba dispuesto a cambiar, así que no puede decirse que fuese la pareja más feliz del mundo. Hubo ocasiones en las que creí que mamá lo mataría. Cuando murió, fue como si mi padre y yo nos uniéramos contra el mundo. Me ponía un conjunto bonito y me lucía ante sus socios potenciales. Supongo que la gente pensaría: «Cómo va a ser malo si tiene a esa niñita?» Cuando cumplí los dieciséis comencé a ayudarle a cerrar los tratos. Maduré deprisa. Supongo que de ahí saqué el pico de oro y la fuerza de voluntad. Aprendí a pensar con rapidez.

– Una educación poco convencional -comentó Lee-, pero me imagino que te resultaría útil para cabildear.

A Faith se le humedecieron los ojos.

– Camino de cada reunión, me decía: «Ésta es la definitiva, Faith, querida. Lo noto justo aquí», y se colocaba la mano sobre el corazón. «Todo es para ti, para mi niñita. Papá quiere a su Faith.» Y yo le creía, siempre.

– Tengo la impresión de que, al final, acabó haciéndote daño -dijo Lee en voz baja.

Faith sacudió la cabeza con rotundidad.

– Mi padre no intentaba estafar a la gente. No hacía inversiones fraudulentas ni nada parecido. Creía de veras que sus ideas funcionarían. Pero jamás funcionaban y teníamos que mudarnos a otro lugar. Además, nunca ganábamos dinero. Dios mío, dormimos en el coche más veces de las que quisiera. Recuerdo que mi padre, en innumerables ocasiones, entraba por la puerta trasera de los restaurantes y, al poco, salía con la cena, tras persuadirlos para que se la dieran. Nos sentábamos en el asiento de atrás y comíamos. Él solía contemplar el cielo y me señalaba las constelaciones. Ni siquiera había acabado los estudios secundarios, pero sabía mucho sobre estrellas. Decía que había perseguido demasiadas durante toda la vida. Nos quedábamos allí sentados, hasta bien entrada la noche, y mi padre me aseguraba que las cosas estaban a punto de mejorar.

– Parece que tenía labia -dijo Lee-. Supongo que habría sido un buen investigador privado.

Faith sonrió, sumida en sus evocaciones.

– A veces entraba en un banco con él, y al cabo de cinco minutos se sabía el nombre de todos, bebía café y hablaba con el director del banco como si lo conociera de toda la vida. Salíamos del banco con una carta de recomendación y una lista de las personalidades locales a quienes mi padre podía abordar. Era su forma de ser. Caía bien a todos. Hasta que los hacía perder dinero. Y nosotros también perdíamos siempre lo poco que teníamos. En ese sentido mi padre era muy riguroso. También invertía su dinero. Era muy honrado.

– Parece como si todavía lo echaras de menos.

– Lo echo de menos -afirmó ella con orgullo-. Me puso Faith porque decía que, con la fe de su lado, ¿cómo podría fracasar? -Cerró los ojos y las lágrimas le resbalaron por las mejillas.

Lee tomó una servilleta y se la deslizó en la mano. Faith se secó los ojos.

– Lo siento -dijo-. Es la primera vez que hablo de esto con alguien.

– No te preocupes, Faith. Sé escuchar.

– Conocer a Danny fue como reencontrarme con mi padre -dijo aclarándose la garganta y con los ojos bien abiertos-. Su forma de ser es muy parecida. Tiene el valor del irlandés y la facilidad de palabra necesaria para lograr que todo el mundo lo reciba. Se las sabe todas. Nunca se amedrenta ante nadie. Me ha enseñado muchísimo. Y no sólo acerca del cabildeo, sino de la vida.

Su infancia tampoco fue fácil. Tenemos muchas cosas en común. Lee sonrió.

– Así que de los chanchullos con tu padre pasaste a cabildear en Washington, ¿no?

– Algunos opinarían que la descripción de mi trabajo no ha cambiado -dijo Faith, sonriendo.

– Y otros que de tal palo tal astilla. Faith mordió el bollo.

– Ya que estamos haciendo confesiones, ¿qué me dices de tu familia?

Lee se recostó.

– Cuatro de cada. Soy el sexto.

– ¡Dios santo! Ocho niños. Tu madre debe de ser una santa.

– Hemos hecho sufrir tanto a nuestros padres que tardarían diez vidas en recuperarse.

– Así que todavía viven.

– Y bien sanos. Ahora estamos bastante unidos, si bien de pequeños pasamos temporadas difíciles. Cuando las cosas se ponen feas, nos apoyamos mutuamente. Basta con una llamada telefónica para obtener ayuda. Bueno, en circunstancias normales es así, aunque esta vez no.

– Debe de ser agradable. Muy agradable. -Faith apartó la mirada.

Lee la observó con atención y leyó sus pensamientos de inmediato.

– Las familias también tienen problemas, Faith. Divorcios, enfermedades graves, depresiones, épocas duras; hemos vivido de todo. A veces desearía ser hijo único.

– No, no es verdad -repuso Faith en tono autoritario-. Tal vez lo pienses, pero, créeme, no te gustaría.

– Sí.

Faith parecía confundida.

– Sí ¿qué?

– Te creo.

– Para ser un investigador privado paranoico, haces amigos bastante deprisa. Por lo que sabes, yo podría ser una asesina en serie -dijo Faith lentamente.

– Si de verdad fueras mala, los del FBI te habrían detenido. Faith bajó la taza de café y se inclinó hacia Lee.

– Te agradezco el comentario. Pero que quede bien claro: nunca le he causado daño físico a nadie, y todavía no me considero una delincuente, aunque supongo que si el FBI quisiera encarcelarme, podría hacerlo. Que quede claro -repitió-. ¿Todavía quieres subir al avión conmigo?

– Sin duda. Me has despertado la curiosidad.

Ella suspiró, se recostó y se volvió hacia el pasillo de la terminal.

– No mires ahora, pero se acerca una pareja que tiene toda la pinta de ser del FBI.

– ¿En serio?

– A mí ni se me ocurriría bromear sobre algo así.

Faith se inclinó y fingió que rebuscaba en la bolsa. Tras unos instantes de nerviosismo, se incorporó mientras la pareja pasaba a su lado, sin mirarlos siquiera.

– Lee, dependiendo de lo que hayan averiguado, puede que busquen a un hombre y a una mujer. ¿Por qué no te quedas aquí mientras voy a comprar los billetes? Me reuniré contigo en los arcos detectores.

Lee vaciló por unos instantes.

– Déjame que lo piense.

– Creía que te fiabas de mí.

– Y me fío. -En aquel momento, imaginó que el padre de Faith estaba frente a él, pidiéndole dinero. Y lo peor es que se vio a sí mismo llevándose la mano al bolsillo para sacar la cartera.

– Pero incluso la confianza tiene límites, ¿verdad? Te diré qué vamos a hacer: tú te quedas con las bolsas, yo sólo necesito el bolso. De todos modos, si estás preocupado, desde aquí se ve perfectamente el arco detector. Si intento escapar, me tienes en el punto de mira. Además, estoy segura de que corres mucho más rápido que yo. -Se levantó-. Y sabes que no puedo llamar al FBI, ¿no?

Faith le sostuvo la mirada, como desafiándolo a rebatir su lógica.

– De acuerdo.

– Cuál es tu nuevo nombre? Me hará falta para el billete.

– Charles Wright.

Faith le guiñó el ojo.

– Chuck para los amigos, ¿no?

Lee le dirigió una sonrisa forzada y ella dio media vuelta y desapareció entre la multitud.

En cuanto Faith se hubo marchado, Lee se arrepintió. Le había dejado la bolsa, de acuerdo, pero sólo había varias prendas en el interior, ¡las que él le había prestado! Se había llevado el bolso consigo, que contenía todo cuanto necesitaba: los documentos falsos y el dinero. Sí, desde allí veía la puerta de seguridad, pero ¿y si salía por la puerta principal? ¿Y si estaba saliendo por esa puerta en ese preciso instante? Sin ella, Lee estaría solo, excepto por un grupo de personas peligrosas que sabían dónde vivía. Personas que, con gran placer, le romperían los huesos uno por uno hasta que les contara lo que sabía, o sea, nada. No les haría ninguna gracia. Siguiente paso: el entierro de rigor en un vertedero. Aquello fue la gota que colmó el vaso. Lee se puso en pie de un salto, asió las bolsas y se dispuso a encontrar a Faith, fuera como fuese.