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– ¿Cómo lo sabes?

Faith le dirigió una mirada confiada que disimulaba su miedo creciente.

– Me gusta saber dónde me meto. Eso incluye a las personas y la geografía.

Newman no replicó, pero torció a la izquierda y no tardaron en llegar a la gasolinera Exxon, bien iluminada y provista de un baño en la tienda. A pesar de lo solitario de la zona, la autopista tenía que estar en las inmediaciones ya que había bastantes vehículos con remolque en el aparcamiento. Era obvio que la mayoría de los clientes de la gasolinera eran camioneros. Hombres con botas y sombreros de vaquero, tejanos y cazadoras Wrangler, con logotipos de las distintas piezas de recambio para el transporte por carretera estampados en las prendas. Algunos llenaban pacientemente los depósitos de los camiones y otros sorbían café caliente mientras el vapor del calor ascendía ante sus rostros cansados y curtidos. Nadie se fijó en el turismo cuando se detuvo junto al baño, situado en el extremo del edificio.

Faith cerró la puerta tras de sí, bajó la tapa del inodoro y se sentó. No necesitaba utilizar el servicio, sino tiempo para pensar y dominar el pánico que empezaba a apoderarse de ella. Echó una ojeada en torno a sí y leyó distraídamente los garabatos escritos en la pintura amarilla desconchada; algunos de los mensajes más obscenos casi le causaron rubor. Otros eran tan groseros que resultaban agudos e incluso destornillantes. Con seguridad superaban a los que los hombres habrían escrito en sus servicios, aunque la mayoría de ellos jamás admitiría tal posibilidad. Los hombres siempre subestimaban a las mujeres.

Faith se incorporó, se mojó la cara con el agua fría del grifo y se secó con una toalla de papel. Entonces las rodillas le cedieron y las juntó al tiempo que se aferraba con fuerza a la porcelana manchada del lavabo. Había tenido pesadillas en las que le ocurría eso en la boda: juntaba las rodillas y luego se desmayaba. Ahora ya tendría una cosa menos de que preocuparse. Nunca había disfrutado de una relación duradera, a menos que contara a un joven del instituto cuyo nombre no recordaba pero cuyos ojos azul celeste jamás olvidaría.

Danny Buchanan le había ofrecido una amistad duradera. Había sido su mentor y padre durante los últimos quince años. Danny había visto que Faith tenía un potencial que los demás habían pasado por alto y le había brindado una oportunidad cuando más lo necesitaba. Faith había llegado a Washington con una ambición y un entusiasmo ilimitados pero completamente desorientada. ¿Ella, miembro de un grupo de presión? No sabía nada al respecto, pero la idea le parecía emocionante. Y lucrativa. Su padre había sido un trotamundos bondadoso sin rumbo fijo que había arrastrado a su esposa y a su hija de un plan para hacerse ricos a otro. Era una de las creaciones más crueles de la naturaleza: un visionario que carecía de las aptitudes para hacer realidad sus visiones. Medía el empleo remunerado en días, no en años. Vivían semana tras semana sumidos en un mar de nervios. Cuando los planes salían mal y él perdía el dinero de otras personas, hacía las maletas y huía con Faith y su madre. No siempre tenían un techo bajo el que dormir y solían pasar hambre; aun así, su padre siempre había logrado sobreponerse y salir adelante, aunque no sin dificultades, hasta el día de su muerte. La pobreza había marcado a Faith para siempre.

Faith quería una vida estable, pero no le apetecía depender de nadie. Buchanan le había dado la oportunidad y los medios para hacer realidad su sueño, y mucho más. No sólo poseía el don de la clarividencia sino que, además, contaba con los medios para poner en práctica sus ideas radicales. Faith jamás lo traicionaría; lo admiraba sobremanera por cuanto había hecho y lo que aún intentaba hacer, costase lo que costase. Buchanan representaba el apoyo que Faith había necesitado en ese momento de su vida. Sin embargo, durante el último año su relación había cambiado: Buchanan vivía cada vez más recluido y había dejado de hablar con ella. Se había vuelto irritable y se enfadaba sin motivo. Cuando Faith lo presionaba para que le dijese qué le ocurría, Danny se retraía más aún. Su relación había sido tan íntima que a Faith le costaba aceptar el cambio. Danny se comportaba como un furtivo y va no la invitaba a viajar con él; ni siquiera se reunían para planificar las largas sesiones de estrategia.

Para colmo, Danny hizo algo completamente fuera de lo normal y, desde un punto de vista personal, devastador: le mintió. El asunto había sido de lo más trivial, pero las consecuencias serias. Si mentía en aspectos de escasa relevancia, ¿qué cosas más importantes le ocultaría? La última vez que se enfrentaron Buchanan le aseguró que revelarle los motivos de su inquietud no la beneficiaría en absoluto. Y entonces fue cuando dejó caer la verdadera bomba.

Le dijo sin ambages que si quería dejar el trabajo, era libre de irse v que quizá había llegado el momento de que lo hiciera. ¡Dejar su trabajo! Le había producido el mismo efecto que un padre al pedir a su hija precoz que se largara de casa.

¿Por qué quería apartarla de sí? Entonces cayó en la cuenta. ¿Cómo había podido estar tan ciega? Iban a por Danny. Alguien iba a por él, y Danny no quería que ella compartiese su destino. Faith le había planteado la cuestión sin rodeos y él lo había negado de forma categórica. Luego había insistido en que se marchara; había sido noble hasta el final.

Sin embargo, aunque él no confiara en ella, Faith planearía un destino distinto para cada uno. Tras una larga deliberación, acudió al FBI. Sabia que era posible que el FBI fuera el que hubiera descubierto el secreto de Danny, pero Faith había pensado que así facilitaría las cosas. Ahora la asaltaban miles de dudas por haber tomado esa decisión. ¿Acaso creía que el FBI se desviviría por invitar a Buchanan a subirse al carro de la acusación? Se maldijo a sí misma por haberles proporcionado el nombre de Danny, aunque era muy famoso en una ciudad de famosos; más tarde o más temprano el FBI habría encontrado la conexión. Querían encerrar a Danny. 0 ella o él, ¿era ésa la elección que tenía? Nunca se había sentido tan sola.

Se observó en el espejo rajado del baño. Parecía que los huesos de la cara estuviesen a punto de romper la piel, y tenía la cuenca de los ojos cada vez más hundida. Estaba demacrada. Su gran idea, la que los salvaría a ambos, la había precipitado a un abismo de dimensiones vertiginosas y demenciales. Su caprichoso padre habría hecho las maletas y habría huido. ¿Qué se suponía que debía hacer su hija?