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– ¿Has escuchado lo que acabo de decir?

– Te he oído. -Por primera vez, Luther devolvió la mirada de Jack.

– Luther, ¿quieres por favor decirme qué pasó? Quizás estabas en aquella casa, quizá robaste el contenido de la caja fuerte, pero nunca, nunca conseguirás hacerme creer que tú mataste a la mujer. Te conozco, Luther.

– ¿De veras, Jack? -Luther sonrió-. Eso está bien, quizás uno de estos días podrás decirme quién soy.

– Te declararé no culpable -afirmó Jack al tiempo que guardaba el bloc en el maletín-. Quizá recuperes la sensatez antes de que comience el juicio. -Hizo una pausa y añadió-: Así lo espero.

Se volvió dispuesto a marcharse. Sintió la mano de Luther que se posaba sobre su hombro. Miró al viejo y vio cómo le temblaba el rostro.

– Jack. -Luther tragó con dificultad, le parecía tener la lengua hinchada como un balón-. Si pudiera decírtelo te lo diría. Pero eso no serviría de nada, ni a ti, ni a Kate o a cualquier otro. Lo siento.

– ¿Kate? ¿De qué hablas?

– Ya nos veremos, Jack. -Luther miró otra vez por la ventana. Jack miró a su amigo, sacudió la cabeza, y golpeó la puerta para llamar al guardia.

Los gruesos copos de nieve habían sido reemplazados por el granizo que repiqueteaba contra los ventanales como una lluvia de guijarros. Kirksen no prestó atención al tiempo sino que miró directamente a Lord. La pajarita del socio gerente estaba un poco torcida. Se dio cuenta al verse reflejado en el cristal y la enderezó con un ademán furioso. Le brillaba la calva por culpa de la rabia y la indignación. El mierda de Jack iba a recibir su merecido. Nadie le hablaba a él de esa manera.

Sandy Lord contempló la masa oscura de los edificios en el horizonte. Un puro humeaba en su mano derecha. Se había quitado la chaqueta y la enorme barriga tocaba la ventana. Los tirantes rojos resaltaban sobre el blanco inmaculado de la camisa almidonada. Miró con atención a una figura que cruzaba la calle a la carrera detrás de un taxi.

– Está socavando la relación que tiene esta firma, y la tuya, con Walter Sullivan. No quiero imaginar lo que debe haber pensado Sullivan esta mañana cuando vio el periódico. Su propia firma, su abogado representando a esta persona. ¡Dios mío!

Lord sólo escuchaba en parte el discurso de Kirksen. No tenía noticias de Sullivan desde hacía varios días. Las llamadas a la oficina ya su casa no habían sido contestadas. Nadie sabía dónde estaba. Este no era un comportamiento habitual. Su viejo amigó siempre se había mantenido en contacto permanente con un reducido círculo de personalidades del que Sandy Lord formaba parte.

– Sugiero, Sandy, que tomemos una decisión inmediata contra Graham. No podemos dejarlo correr. Sentaría un precedente nefasto. Me importa un comino que Baldwin sea su cliente. Caray, Baldwin es conocido de Walter. Debe estar furioso con toda esta situación. Podemos convocar una reunión del comité de dirección para esta noche. No creo que tardemos mucho en adoptar una decisión. Entonces…

Por fin Lord levantó una mano para interrumpir la palabrería de Kirksen.

– Yo me encargaré del asunto.

– Pero, Sandy, como socio gerente creo que…

Lord se volvió para mirarle. Los ojos enrojecidos se clavaron en la figura canija de Kirksen como dos puñales.

– Dije que me encargaré del asunto.

Lord miró otra vez por la ventana. Le traía sin cuidado ofender a Kirksen. Lo único que le preocupaba era que alguien había intentado matar al hombre acusado de asesinar a Christine Sullivan. Y que nadie podía hablar con Walter Sullivan.

Jack aparcó el coche, miró al otro lado de la calle y cerró los ojos. Esto no le sirvió de nada porque la matrícula privada parecía estar impresa en la retina. Salió del coche y esquivó a los vehículos mientras cruzaba el pavimento resbaladizo.

Metió la llave en la cerradura, se armó de valor y abrió la puerta.

Jennifer le esperaba sentada en una silla junto al televisor. La falda corta negra hacía juego con los zapatos de tacón alto negros y las medias caladas del mismo color. La blusa blanca abierta; en el cuello un collar de esmeraldas refulgía como un faro en la pequeña habitación. Había un abrigo largo de marta cibelina bien doblado sobre el sofá cubierto con una sábana. La joven repiqueteaba con las uñas contra el televisor cuando él entró. Jennifer le miró sin decir palabra. Los labios pintados color rubí formaban una línea recta.

– Hola, Jenn.

– No hay duda de que has estado muy ocupado en las últimas veinticuatro horas, Jack. -Ella no sonrió; continuó repiqueteando con las uñas.

– Tengo que ganarme la vida, ya lo sabes. -Se quitó el abrigo y la corbata; fue a la cocina a buscar una cerveza y cuando volvió se sentó en el sofá-. Sabes, he conseguido un caso.

Jennifer metió una mano en el bolso, sacó un ejemplar del Post y lo arrojó sobre el sofá.

– Estoy enterada.

Él miró los titulares.

– Tu firma no te dejará hacerlo.

– Mala suerte, ya lo he hecho.

– Ya sabes lo que quiero decir. ¿Qué diablos se te ha metido en la cabeza?

– Jenn, conozco al tipo, ¿está bien? Le conozco, es amigo mío. No le creo capaz de matar a nadie y voy a defenderlo. Es algo que hacen los abogados todos los días en todos los lugares donde hay acusados, y en este país los encuentras hasta debajo de las piedras.

– Se trata de Walter Sullivan, Jack -le recordó Jennifer-. Piensa en lo que haces.

– Sé que Walter Sullivan está por medio, Jenn. ¿Y qué? ¿Luther Whitney no se merece una buena defensa porque alguien dice que mató a la esposa de Walter Sullivan? Perdona, pero ¿dónde está escrito?

– Walter Sullivan es tu cliente.

– Luther Whitney es mi amigo y le conozcó desde mucho antes que a Walter Sullivan.

– Jack, el hombre que defiendes es un criminal vulgar. Ha estado en la cárcel buena parte de su vida.

– Hace veinte años que no ha pisado una cárcel.

– Es un ladrón convicto.

– Pero nunca le condenaron por asesinato -replicó Jack.

– En esta ciudad hay más abogados que asesinos. ¿Por qué no se puede ocupar del caso otro abogado?

– ¿Quieres una cerveza?

– Responde a mi pregunta.

Jack se levantó y arrojó la botella contra la pared.

– ¡Porque él me lo pidió!

Jenn le miró, la expresión de miedo que apareció en su rostro se esfumó en cuanto los trozos de cristal y la cerveza cayeron al suelo. Recogió el abrigo y se lo puso.

– Estás cometiendo un error muy grave y espero que recuperes la sensatez antes de que el daño sea irreparable. A mi padre casi le dio un ataque cuando leyó el artículo.

Jack apoyó una mano sobre el hombro de la muchacha y la obligó a volverse.

– Jenn, esto es algo que debo hacer -dijo en voz baja-. Confiaba en que tú me apoyarías.

– Jack, ¿por qué no dejas de beber cerveza y comienzas a pensar en cómo quieres vivir el resto de tus días?

Jennifer se marchó y Jack se apoyó contra la puerta masajeándoselas sienes hasta que le pareció que la piel se le desprendería por la presión ejercida por los dedos. Observó a través de los cristales sucios de la ventana cómo desaparecía el coche en la nevada. Se sentó en el sofá y releyó los titulares.

Luther quería hacer un trato pero no había trato posible. El escenario estaba preparado. Todo el mundo quería asistir al juicio. Los informativos de televisión había hecho un análisis detallado del caso; decenas de millones de personas habían visto la foto de Luther. Las encuestas sobre la inocencia o culpabilidad de Luther marcaban que el público le consideraba culpable por amplia mayoría. Y Gorelick se relamía los labios pensando que esta era la oportunidad de oro para aspirar al cargo de fiscal general en unos pocos años. En Virginia, los fiscales generales solían presentarse, y ganaban, a las elecciones a gobernador.

Bajo, calvo y gritón. Gorelick era tan mortífero como una cascabel rabiosa. Juego sucio, ética dudosa, siempre dispuesto a clavar el puñal en la espalda a la primera ocasión. Así era George Gorelick. Jack sabía que le aguardaba una pelea muy dura.

Mientras tanto, Luther no hablaba. Tenía miedo. ¿Qué tenía que ver Kate con ese miedo? Nada encajaba. Mañana se presentaría ante el juez y solicitaría la absolución de Luther cuando no tenía nada para demostrar que no era culpable. Pero probarlo era trabajo del estado. El problema radicaba en que podían hacerlo. Jack podía buscarle los tres pies al gato, pero su cliente había estado tres veces en la cárcel aunque en los últimos veinte años no aparecían más delitos en sus antecedentes. A ellos les tenía sin cuidado. ¿Por qué iban a preocuparse? El tipo era el final perfecto para una historia trágica. El ejemplo ideal de la regla de las tres condenas.

Arrojó el periódico al otro lado de la habitación, recogió los cristales rotos y limpió la cerveza derramada. Se frotó la nuca, tenía los músculos rígidos. Fue al dormitorio y se puso un chándal.

La ymca estaba a diez minutos de su casa. Jack tuvo la suerte de encontrar un hueco delante mismo del local y aparcó el coche. El sedán negro que venía detrás no tuvo la misma suerte. El conductor dio varias vueltas a la manzana hasta que se decidió a aparcar en la acera opuesta. Limpió el vaho de la ventanilla del pasajero y miró el edificio de la ymca. Al cabo de un instante salió del coche y subió las escaleras. Echó una ojeada a su alrededor, observó el Lexus y después entró en el local.

Tres partidos de baloncesto más tarde, Jack estaba empapado de sudor. Se sentó en el banco mientras los adolescentes continuaban jugando con el vigor inagotable de la juventud. Jack gimió cuando uno de los larguiruchos chicos negros, vestido con unos pantalones cortos que le venían grandes, camiseta de tirantes y unas zapatillas enormes, le lanzó la pelota. Se la devolvió.

– Lo siento, tíos, ya es suficiente.

– ¿Qué pasa, tío, estás cansado?

– No, sólo viejo.

Jack se masajeó las pantorrillas para aliviar las agujetas y abandonó la cancha.

En el momento que salía del edificio sintió que una mano se posaba sobre su hombro.

Jack conducía el coche. Miró de reojo a su acompañante. Seth Frank miraba con admiración el interior del Lexus.

– Me han contado maravillas de estos coches. ¿Cuánto le costó si no le molesta que pregunte?

– Cuarenta y nueve mil quinientos.