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Bill Burton estaba en el puesto de mando del servicio secreto en la Casa Blanca. Dejó el periódico sobre la mesa, el tercero que leía esta mañana. Todos se ocupaban del asesinato de Christine Sullivan, pero no aportaban ningún dato nuevo. Al parecer, las investigaciones de la policía no avanzaban.

Había hablado con Varney y Johnson. El fin de semana, durante una comida al aire libre en su casa. Sólo él, Collin y los dos colegas. El tipo estaba en la caja fuerte, había visto al presidente y a la señora. Había salido, golpeado al presidente, matado a la señora y huido a pesar de los esfuerzos de Burton y Collin. La historia no concordaba mucho con la secuencia real de los hechos de aquella noche, pero los dos agentes habían aceptado de buena fe la versión de Burton sobre lo ocurrido. Los dos también habían manifestado su enojo e indignación ante el hecho de que alguien le hubiera puesto la mano encima al hombre que debían proteger. El atacante se merecía lo que le esperaba. Nadie sabría por boca de ellos que el presidente estaba involucrado.

Después de la marcha de los agentes, Burton se sentó en el patio trasero a beber una cerveza. Si ellos supieran. El problema consistía en que él sí lo sabía. Bill Burton, un hombre honesto durante toda su vida, no disfrutaba con su actual condición de prevaricador.

Burton se bebió la segunda taza de café y miró la hora. Se sirvió otra taza mientras echaba un vistazo a las dependencias del servicio secreto en la Casa Blanca.

Siempre había deseado pertenecer a la elite del cuerpo de seguridad encargado de la protección del individuo más importante del planeta. Poseía la fuerza, la inteligencia y la capacidad necesaria para ser agente del servicio secreto. Saber que en cualquier instante se esperaba de él que sacrificara su vida por la de otro hombre, y de hecho estaba a dispuesto a hacerlo, en aras del bien común, estar preparado para realizar un acto de nobleza suprema en un mundo carente cada día más de virtud, había permitido al agente William James Burton levantarse por las mañanas con una sonrisa y dormir con la conciencia tranquila cada noche. Ahora esta sensación había desaparecido. Él había hecho su trabajo, y la sensación había desaparecido. Sacudió la cabeza mientras encendía un cigarrillo.

Estaba sentado sobre un barril de dinamita. Todos lo estaban. Cuanto más se lo explicaba Gloria Russell, más imposible le parecía.

Lo del coche había sido un desastre. Las averiguaciones realizadas con el máximo de discreción lo habían ubicado en un aparcamiento de la policía para vehículos incautados. Era demasiado peligroso pretender averiguar nada más. Russell se había cabreado. Allá ella. Había dicho que lo tenía todo controlado. Y una mierda.

Dobló el periódico y lo dejó a un lado para el próximo agente.

Que le dieran por el culo a Russell. Cuanto más pensaba en el tema más se cabreaba Burton. Pero ahora era demasiado tarde para echarse atrás. Palpó el lado izquierdo de la chaqueta. Su pistola, rellena de cemento, junto con la 9 mm de Collin estaban en el fondo del río Severn, en el lugar más remoto que pudieran encontrar. Para la mayoría quizá se trataba de una precaución innecesaria, pero para Burton ninguna precaución era innecesaria. La policía tenía una bala inútil y nunca encontraría la otra. Incluso si la encontraba, el cañon de su pistola nueva estaba impecable. El laboratorio de balística de la policía de Virginia no tenía cómo pillarle.

Burton agachó la cabeza mientras los sucesos de aquella noche desfilaban por su memoria. Resumiendo, el presidente de Estados Unidos era un adúltero que le había dado tal paliza a su ligue que ella había intentado matarlo, y los agentes Burton y Collin habían tenido que cargársela.

Y después lo habían tapado todo. Esto era lo que le martirizaba cada vez que se miraba al espejo. El encubrimiento. Habían mentido. Con su silencio habían mentido. Pero ¿él no había mentido todo el tiempo? ¿Cuando escoltaba a su jefe en las citas nocturnas? ¿Cuando saludaba a la primera dama cada mañana? ¿Cuando jugaba con los dos hijos del presidente en el jardín trasero? ¿Cuando no le decía a ellos que el esposo y padre no era tan bueno, agradable ni bondadoso como creían que era? Como creía todo el país.

El servicio secreto. Burton hizo una mueca. Era un buen título para tapar muchos trapos sucios. Las cosas que había visto pasar a lo largo de los años. Y Burton había hecho la vista gorda. Todos los agentes lo habían hecho en un momento u otro. Todos bromeaban o se quejaban en privado, pero nada más. Formaba parte del trabajo, aunque no les gustara. El poder enloquecía a la gente; les hacía sentirse invencibles. Y cuando pasaba algo malo, le tocaba a los del servicio secreto arreglar el desaguisado.

En varias ocasiones Burton había cogido el teléfono para llamar al director del servicio secreto y contarle toda la historia, en un intento por reducir las consecuencias. Pero en cada ocasión había colgado, incapaz de pronunciar las palabras que acabarían con su carrera y, en esencia, con su vida. Con el paso de los días, aumentaban las esperanzas de salir bien librado, aunque el sentido común le decía que no podía ser. Sentía que ya era demasiado tarde para decir la verdad. Hubiese podido explicar la demora de uno o dos días en informar de lo ocurrido, pero ahora no.

Volvió a pensar en la investigación del asesinato de Christine Sullivan. Burton había leído con mucho interés el informe de la autopsia, una cortesía de la policía local ante la petición del presidente, conmovido por la tragedia. Que también a él le dieran por el culo.

La mandíbula rota y las marcas de estrangulación. Los disparos hechos por él y Collin no habían producido esas lesiones. Ella había tenido una buena razón para intentar matarlo. Pero Burton no podía permitir que sucediera, no podía permitirlo en ninguna circunstancia. Había muy pocas cosas inmutables, pero esa era una de ellas.

Había actuado correctamente, se repitió Burton por enésima vez. El cometido para el que le habían entrenado durante casi toda su vida adulta. La gente común no podía comprender, nunca conseguiría entender cómo se sentiría o pensaría un agente si algo salía mal durante su turno.

En una ocasión, hacía ya años, había hablado con uno de los agentes de Kennedy. El hombre nunca había superado lo de Dallas. Caminaba junto a la limusina presidencial, no pudo hacer nada. El presidente había muerto. Delante mismo de sus ojos. Él no pudo hacer nada, pero siempre estaba la duda. Una última precaución. Volverse a la izquierda y no a la derecha, mirar un poco más un edificio. Vigilar mejor a la multitud. Aquel tipo nunca más volvió a ser el mismo. Dejó el servicio, se divorció, acabó su existencia en un agujero del Mississippi, pero sin dejar de vivir en Dallas durante los últimos veinte años de su vida.

Esto nunca le ocurriría a Bill Burton. Por eso había saltado delante del antecesor de Alan Richmond hacía seis años y había sufrido el impacto de dos proyectiles del calibre 38 a pesar del chaleco antibalas; uno en el hombro y el otro en el antebrazo. Por un milagro, ninguno de los dos alcanzó un órgano vital o alguna arteria, dejando a Burton sólo con las cicatrices y la gratitud más sincera de toda la nación. Y, lo más importante, la admiración de sus camaradas.

Por eso había disparado contra Christine Sullivan. Y volvería a hacerlo hoy. La mataría todas las veces que fuese necesario. Apretaría el gatillo, miraría cómo el proyectil de noventa y seis gramos chocaba con el costado de su cabeza a una velocidad superior a los cuatrocientos metros por segundo. La vería morir. Había sido decisión de ella, no suya.

Volvió al trabajo. Ahora que podía.

Russell caminó con paso enérgico por el pasillo. Acababa de instruir al jefe de prensa del presidente sobre el enfoque que debía dar al conflicto entre Rusia y Ucrania. Las razones políticas aconsejaban respaldar a Rusia, pero las razones exclusivamente políticas pocas veces influían en la toma de decisiones de la administración Richmond. El oso ruso tenía todas las fuerzas nucleares intercontinentales, pero Ucrania estaba en mejor posición para ser un aliado comercial de los países occidentales. La balanza se inclinaba a favor de Ucrania porque Walter Sullivan, el buen y ahora doliente amigo del presidente, estaba a punto de cerrar un trato importantísimo con aquel país. Sullivan y sus amigos, a través de diversas organizaciones, habían contribuido con casi veinte millones de dólares a la campaña de Richmond, y le habían dado casi todo el respaldo que necesitaba para llegar a la Casa Blanca. No tenía otro medio de devolver parte de ese favor. En consecuencia, los Estados Unidos respaldarían a Ucrania.

Russell miró la hora. Bendijo que hubiera otras razones para respaldar a Kiev frente a Moscú, aunque estaba segura de que Richmond habría adoptado la misma decisión. No olvidaba las lealtades. Los favores había que devolverlos. Un presidente debía estar en disposición de devolverlos a una escala mundial. Resuelto este problema, se sentó en su despacho y dedicó su atención a la lista interminable de conflictos y crisis políticas.

Después de quince minutos de malabarismos políticos, Russell se levantó y se acercó a la ventana. La vida en Washington era la misma desde hacía doscientos años. Había facciones por todas partes que invertían tiempo, dinero y esfuerzos en la actividad política, que en esencia era darle por el culo a los demás antes de que fuera a la inversa. Russell comprendía el juego mejor que la mayoría. Además, le encantaba. Estaba en su elemento, y disfrutaba de una felicidad que no había tenido en años. Ser soltera y sin hijos había comenzado a preocuparle. Las reuniones con las colegas universitarias se le antojaban muy aburridas. Entonces Alan Richmond había entrado en su vida. Le había hecho ver la posibilidad de ascender al siguiente peldaño. Quizás a un nivel al que ninguna mujer había llegado. Esta posibilidad pesaba tanto en sus pensamientos que, en ocasiones, se estremecía de ansia,

Entonces había pasado aquello. ¿Dónde estaba él? ¿Por qué no se había puesto en comunicación? Sin duda sabía lo que tenía en su poder. Si quería dinero, ella le pagaría. Los fondos reservados a su disposición eran más que suficientes para atender incluso las exigencias más irrazonables, y Russell se esperaba lo peor. Esta era una de las cosas fantásticas de la Casa Blanca. Nadie sabía a ciencia cierta cuánto dinero costaba mantenerla. Eran muchas las agencias que contribuían con parte de sus presupuestos y personal al funcionamiento de la Casa Blanca. Con semejante desbarajuste financiero, las administraciones casi nunca tenían que preocuparse en conseguir dinero incluso para las compras más extravagantes. No, pensó Russell, el dinero no representaba ningún problema. Pero tenía muchos otros.