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El vuelo Dallas/Fort Worth era uno de los que siempre iban llenos, pero por una de esas casualidades el asiento contiguo al de Luther estaba vacío. Se quitó el abrigo y lo colocó sobre el asiento como desafiando a cualquiera que intentase ocuparlo. Se acomodó en la butaca y miró por la ventanilla.

Durante el carreteo hacia la pista, vio asomar la punta del monumento a Washington sobre el manto de niebla. A un kilómetro y medio de aquel punto su hija se levantaría dentro de un rato para ir a trabajar mientras su padre ascendía entre las nubes para comenzar una nueva vida, un poco antes de hora y con remordimientos de conciencia.

El avión continuó el ascenso en busca de la altitud asignada y Luther contempló el suelo allá abajo; siguió con la mirada los meandros del Potomac hasta que los dejaron atrás. Por un momento pensó en la esposa muerta y después una vez más en la hija. Miró el rostro sonriente y eficaz de la azafata y pidió café. Un minuto más tarde aceptó el sencillo desayuno. Bebió el líquido caliente y después extendió la mano y tocó el cristal de la ventanilla con las extrañas estrías y surcos. Al quitarse las gafas para limpiarlas se dio cuenta de que lloraba. Echó una ojeada rápida a los demás; la mayoría de los pasajeros estaban acabando de desayunar o se disponían a echar una cabezada antes de aterrizar.

Levantó la bandeja, desabrochó el cinturón de seguridad y fue al lavabo. Se miró en el espejo. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados. Las bolsas debajo de los ojos se veían enormes, había envejecido diez años en las últimas treinta y seis horas.

Se mojó la cara, dejó que el agua le corriera por las mejillas y después se mojó un poco más. Se secó los ojos otra vez. Le dolían. Se apoyó en el lavabo diminuto, intentó controlar los espasmos.

A pesar de toda su fuerza de voluntad, su mente volvió a aquella habitación donde había visto pegar con saña a una mujer. El presidente de Estados Unidos era un borracho, adúltero y sádico. Sonreía a los periodistas, besaba bebés y flirteaba con las ancianas, mantenía reuniones importantes, volaba por todo el mundo como dirigente de su país, y era un gilipollas que se follaba mujeres casadas, después les pegaba y, por último, las hacía matar.

Menudo ejemplar.

Era un conocimiento que una sola persona no podía soportar. Luther se sintió muy solo. Y muy furioso.

Lo peor de todo era que el cabrón se saldría con la suya.

Luther se repitió una y otra vez que si tuviese treinta años menos enfrentaría la batalla. Pero no los tenía. Sus nervios todavía eran más fuertes que los de la mayoría, pero, como los cantos rodados, se habían erosionado con los años; ya no eran como antes. A su edad, eran otros los que debían librar las batallas para ganarlas o perderlas. Había llegado su hora. Ya no estaba a su altura. Incluso él debía entenderlo, aceptar la realidad.

Luther se miró en el pequeño espejo. Un sollozo desgarrador escapó de su garganta y resonó en el lavabo.

Pero no tenía ninguna excusa para justificar lo que no había hecho. No había abierto la puerta espejo. No había apartado a aquel hombre de Christine Sullivan. La verdad pura y llana era que había estado en sus manos evitar la muerte de la mujer. Ella aún viviría si él hubiese actuado. Había cambiado su libertad, quizá su vida, por otra. Por alguien que necesitaba su ayuda, que luchaba por salvar la vida mientras Luther miraba. Un ser humano que sólo había vivido la tercera parte de los años de Luther. Había sido un acto de cobardía, y este hecho le agobiaba como una losa.

Se inclinó sobre el lavabo cuando le fallaron las piernas. Agradeció el colapso. No soportaba más verse en el espejo. El avión se sacudió en un pozo de aire y Luther vomitó.

Al cabo de un rato, Luther humedeció con agua fría una toalla de papel y se la pasó por la cara y la nuca. A duras penas consiguió volver a su asiento. El avión continuaba el vuelo, y el sentimiento de culpa de Luther aumentaba con cada kilómetro recorrido.

Sonó el teléfono. Kate miró la hora. Las once. Por lo general filtraba las llamadas. Pero algo la impulsó a levantar el auricular antes de que entrara en funcionamiento el contestador automático.

– Hola.

– ¿Por qué no estás todavía en la oficina?

– ¿Jack?

– ¿Cómo está el tobillo?

– ¿Sabes qué hora es?

– Sólo llamo a mi paciente. Los doctores nunca duermen.

– Tu paciente está bien. Gracias por preguntar. -Ella sonrió a su pesar.

– Helado de caramelo, es una receta que nunca me ha fallado. -Ah, entonces ¿ha habido otros pacientes?

– Por recomendación de mi abogado no puedo responder a esa pregunta.

– Buen consejo.

Jack la vio en la imaginación sentada allí, enrulando con un dedo las puntas del pelo, como había hecho cuando estudiaban juntos. Él las transmisiones patrimoniales, ella francés.

– El pelo ya se te curva bastante en las puntas sin que lo ayudes.

Ella apartó el dedo, sonrió, y después frunció el entrecejo. La afirmación le había hecho recordar muchas cosas, algunas no muy agradables.

– Es tarde, Jack. Mañana tengo un juicio.

Él se levantó y comenzó a pasear arriba y abajo con el teléfono inalámbrico, mientras pensaba a toda máquina. Necesitaba retenerla en el teléfono. Se sentía culpable, como si le hubiesen pillado cometiendo un delito. Espió por encima del hombro en un acto reflejo. No había nadie, al menos nadie que él pudiera ver.

– Lamento haber llamado tan tarde.

– No pasa nada.

– Y lamento haberte hecho daño en el tobillo.

– Ya te has disculpado antes.

– Sí. ¿Cómo estás? Quiero decir aparte del tobillo.

– Jack, tengo que dormir.

Él esperaba esa respuesta.

– Entonces explícamelo mientras comemos.

– Tengo un juicio.

– Después del juicio.

– Jack, no me parece una buena idea. De hecho, me parece fatal.

Él se preguntó qué había querido decir con eso. Mirar con lupa cada una de las frases de ella siempre había sido una de sus malas costumbres.

– Caray, Kate. Sólo te estoy invitando a comer. No es una propuesta de matrimonio. -Se echó a reír, pero sabía que acababa de meter la pata.

Kate dejó de jugar con el pelo. Ella también se levantó. Vio su imagen reflejada en el espejo del vestíbulo. Se arregló el cuello del camisón. Las arrugas de fruncir el entrecejo resaltaban en su frente.

– Perdona -añadió él en el acto-. Perdona, no quería decir eso. Escucha, invito yo. Tengo que gastar todo ese dinero en algo. -Recibió la callada por respuesta. En realidad, ni siquiera sabía si ella continuaba al aparato.

Jack había ensayado esta conversación durante dos horas. Todas las preguntas posibles, los intercambios, las desviaciones. Él sería tan cortés, ella tan comprensiva. Todo iría sobre ruedas. Hasta ahora, nada había salido bien. Pasó al plan alternativo. Decidió suplicar.

– Por favor, Kate. Quiero hablar contigo. Por favor.

Ella volvió a sentarse, con las pantorillas debajo de las posaderas; se masajeó los dedos de los pies. Inspiró con fuerza. No había cambiado tanto como pensaba a lo largo de estos años. ¿Eso era bueno o malo? Ahora mismo, no tenía respuesta a esa pregunta.

– ¿Dónde y cuándo?

– ¿Morton’s?

– ¿A comer?

Jack se imaginó la expresión de incredulidad de ella mientras pensaba en el restaurante de superlujo, y se preguntaba en qué clase de mundo vivía él ahora.

– Bueno, ¿qué te parece la fonda en Old Town cerca de Founder’s Park? A las dos. Nos evitaremos la cola del mediodía.

– Mejor. Pero no te prometo nada. Te llamaré si no puedo ir.

– Gracias, Kate.

Jack colgó el teléfono y se dejó caer sobre el sofá. Ahora que el plan había funcionado, se preguntó qué diablos estaba haciendo. ¿Qué diría? ¿Qué diría ella? No quería pelear. No mentía, sólo quería hablar con ella y verla. Nada más. Se lo repitió una y otra vez.

Fue al baño, metió la cabeza en el lavabo lleno de agua fría, cogió una cerveza, subió a la piscina de la azotea y se sentó en la oscuridad a mirar el paso de los aviones que realizaban la maniobra de descenso sobre el Potomac para aterrizar en el National. Los guiños de las brillantes luces rojas gemelas del monumento a Washington le consolaron. Ocho pisos más abajo, las calles estaban tranquilas excepto por el sonido ocasional de la sirena de un coche de la policía o una ambulancia.

Jack contempló la superficie inmóvil de la piscina, metió un pie en el agua y miró cómo se extendían las ondas. Se bebió la cerveza, volvió al apartamento y se quedó dormido en un sillón de la sala, delante del televisor. No oyó el teléfono, no dejaron ningún mensaje. Casi a mil seiscientos kilómetros de distancia, Luther Whitney colgó el teléfono y se fumó el primer cigarrillo en más de treinta años.

La furgoneta de Correos circuló lentamente por el solitario camino rural. El conductor miraba los buzones oxidados en busca de la dirección correcta. Nunca había hecho una entrega por aquí. La furgoneta parecía meterse en todos los baches del camino.

Se metió en la entrada de la última casa y dio marcha atrás para volver por donde había venido. Por casualidad se le ocurrió mirar y vio la dirección escrita en un pequeño trozo de madera junto a la puerta. Sacudió la cabeza y sonrió. Algunas veces sólo era cuestión de suerte.

La casa era pequeña, y necesitaba una reparación. Las viejas persianas de aluminio, tan de moda veinte años antes de que él naciera, colgaban de las bisagras, como si estuvieran cansadas y sólo desearan descansar.

La mujer mayor que abrió la puerta llevaba un vestido floreado, y un suéter grueso sobre los hombros. Los tobillos hinchados y rojos revelaban sus problemas de circulación y quizás otros cuantos achaques más. Pareció sorprendida por la entrega, pero firmó el recibo.

El conductor miró la firma: Edwina Broome. Después volvió a la furgoneta y se marchó. Ella le observó marcharse antes de cerrar la puerta.

Sonó un ruido de estática en el walkie-talkie.

Fred Barnes llevaba siete años en este trabajo. Hacía la ronda por el vecindario de los ricos, veía las grandes mansiones, los jardines impecables, de vez en cuando un coche de lujo con los ocupantes como maniquíes que atravesaba las verjas y desaparecía por el camino particular sin un bache. No había estado nunca en el interior de las casas que le pagaban por vigilar, y no esperaba hacerlo.