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Se arrebujó en el abrigo. El viento soplaba cada vez más fuerte, y hacía más fresco de lo habitual en Washington para este tiempo. Miró la ventana del apartamento de su hija.

Apartamento número catorce. Lo conocía muy bien; lo había visitado muchas veces, sin que la hija se enterara, desde luego. La cerradura no presentaba ninguna dificultad, cualquiera tardaría más en abrirla con la llave. Se sentaba en una silla de la sala y miraba el centenar de objetos, todos ellos cargados con años de recuerdos, algunos buenos, pero la mayoría tristes.

Algunas veces cerraba los ojos y apresaba los olores en el aire. Sabía qué perfume usaba: muy poco e indescriptible. Los muebles eran grandes, sólidos y muy usados. El frigorífico estaba siempre vacío. Se desesperaba cuando veía el contenido poco saludable y escaso de los armarios. Mantenía las cosas en orden, pero no perfectas, era una casa donde se vivía como debía ser.

Recibía muchas llamadas. Escuchaba las voces dejando los mensajes. Le hacían desear que ella hubiera escogido otro trabajo. Como delincuente sabía muy bien la cantidad de hijos de puta que andaban sueltos. Pero era demasiado tarde para recomendarle cambiar de carrera a su única hija.

Sabía que la relación con su hija era muy extraña, pero Luther no podía aspirar a más. Recordó a su esposa, una mujer que le había querido y se había mantenido a su lado durante tantos años, ¿para qué? Para sufrir y ser desgraciada. Y después había muerto prematuramente cuando por fin había hecho algo bien; divorciarse. Se preguntó, por enésima vez, por qué había continuado con sus actividades delictivas. No había sido por el dinero. Siempre había vivido con sencillez; gran parte de las ganancias ilícitas las había repartido sin más. Su elección en la vida había trastornado a su esposa y le había hecho perder a la hija. Y también por enésima vez no encontró la respuesta a la pregunta de por qué había continuado robando a los ricos siempre bien protegidos. Quizá sólo para demostrar que podía.

Miró una vez más la ventana. Él no había estado a su lado en su momento, ¿por qué ella iba estarlo con él? Pero era incapaz de cortar el vínculo del todo, aunque ella lo había hecho. Estaba dispuesto a estar con ella si le aceptaba, pero sabía que eso no pasaría.

Luther se alejó a paso rápido; después echó a correr para alcanzar el autobús que le dejaba en Union Station. Siempre había sido una persona independiente que necesitaba muy poco a los demás. Era un solitario y le gustaba serlo. Ahora, Luther se sentía muy solo, y esta vez la sensación no resultaba agradable.

Llovía, y Luther miró a través de la ventanilla trasera mientras el autobús hacía el recorrido hacia la gran estación de ferrocarril, que se había salvado de la demolición gracias a un ambicioso proyecto de reconversión en centro comercial. El agua chorreaba sobre la suave superficie del cristal y emborronaba la visión del lugar donde había estado. Deseó volver allí, pero era pedir un imposible.

Se acomodó en el asiento, se encasquetó un poco más el sombrero, se sopló la nariz. Recogió un periódico abandonado y miró los titulares. Se preguntó cuándo la encontrarían. Cuando la encontraran, él lo sabría de inmediato; todo el mundo en la ciudad sabría que Christine Sullivan estaba muerta. Cuando mataban a los ricos, siempre eran noticia de primera plana. Los pobres y los don nadie aparecían en la sección de sucesos. Christy Sullivan ocuparía la primera página, arriba y en el centro.

Tiró el periódico al suelo, se inclinó en el asiento. Necesitaba ver a un abogado, y después se marcharía. El autobús continuó el recorrido, y él por fin cerró los ojos, aunque no dormía. Ahora estaba sentado en la sala de su hija, y esta vez, Kate le hacía compañía.