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Esperaría otros dos minutos. Contó los segundos, mientras imaginaba a aquellas personas subiendo al coche. Calculó que esperarían cualquier avistamiento o sonido del coche patrulla antes de marcharse.

Abrió la bolsa con mucho cuidado. En el interior estaba gran parte del contenido de la caja de seguridad. Casi había olvidado que estaba allí para robar y que lo había hecho. El coche estaba a cuatrocientos metros. Necesitará todo el aire de los pulmones. ¿Cuántos eran los agentes del servicio secreto? Al menos cuatro. ¡Mierda!

La puerta espejo se abrió lentamente y Luther entró en el dormitorio. Apretó el botón rojo del mando y lo arrojó sobre el sillón mientras se cerraba la puerta.

Miró la ventana. Ya había pensado en utilizarla como una vía alternativa. En la bolsa tenía una soga de nailon de treinta metros de largo, con nudos cada quince centímetros.

Dio un amplio rodeo alrededor del cuerpo, atento a no pisar la sangre, se valió de la memoria para guiar sus pasos. Sólo miró una vez el cadáver de Christine Sullivan. No podía devolverle la vida. Luther se enfrentaba ahora a salvar la suya.

Tardó unos segundos en llegar a la mesa de noche, y meter la mano detrás del mueble.

Los dedos de Luther sujetaron la bolsa de plástico. El choque del presidente contra el mueble había volcado el bolso de Gloria Russell. La bolsa y su muy valioso contenido habían caído detrás de la mesa de noche.

Luther tocó con la punta de un dedo la hoja del abrecartas a través del plástico antes de guardarlo en su bolsa. Se acercó a la ventana y espió el exterior. La limusina y la furgoneta seguían allí. Era una mala señal.

Fue hasta el otro extremo del dormitorio, sacó la soga, la ató a la pata de una cómoda que pesaba un quintal y llevó la soga hasta la otra ventana que le permitiría bajar por el lado opuesto de la casa, fuera de la vista de la carretera. Abrió la ventana poco a poco mientras rogaba que no chirriara. La plegaria fue atendida.

Bajó la soga y la observó serpentear contra la pared de ladrillo.

Gloria Russell contempló la fachada de la mansión. Allí había dinero de verdad. Un dinero y una posición que Christine Sullivan no se merecía. Los había ganado exhibiendo las tetas y el culo y con su boca sucia que vaya a saber por qué habían inspirado al viejo Walter Sullivan, despertando alguna emoción enterrada en lo más profundo de su ser. Dentro de seis meses ya ni la recordaría. Su mundo de riqueza y poder seguiría adelante.

Entonces se dio cuenta.

Russell ya estaba con medio cuerpo fuera de la limusina cuando Collin le cogió del brazo. Le mostró el bolso de cuero que ella había comprado en Georgetown por cien dólares y que ahora valía una fortuna. Se acomodó otra vez en el asiento, y respiró tranquila. Le sonrió a Collin, casi con vergüenza.

El presidente, acurrucado en un estado semicatatónico, no advirtió el intercambio.

Entonces Russell espió el interior del bolso, sólo para estar segura. Abrió la boca asombrada mientras rebuscaba frenética entre las pocas cosas que contenía el bolso. A duras penas consiguió no gritar, al tiempo que miraba horrorizada al joven agente. El abrecartas había desaparecido. Se lo habían dejado en la casa.

Collin corrió hacia las escaleras seguido por Burton, que no entendía nada.

Luther estaba en la mitad del descenso cuando les oyó venir.

Tres metros más.

Entraron en el dormitorio.

Dos metros.

Atónitos, los dos hombres del servicio secreto vieron la soga. Burton fue a por ella.

Sesenta centímetros. Luther se soltó, tocó el suelo y echó a correr.

Burton corrió hacia la ventana. Collin apartó la mesa de noche; nada. Se unió a Burton en la ventana. Luther ya había dado la vuelta a la casa. Burton se dispuso a bajar por la soga. Collin le detuvo. Bajarían antes por las escaleras.

Echaron a correr hacia la puerta.

Luther atravesó el campo de maíz a toda marcha, sin preocuparse por el rastro que dejaba, ahora sólo le preocupaba salvar el pellejo. La bolsa le demoraba un poco, pero había trabajado mucho durante los últimos meses como para marcharse con las manos vacías.

Salió de la protección de las plantas y se encontró en el punto más peligroso de la ruta de escape: noventa metros de campo abierto. Unos nubarrones muy gruesos ocultaban la luna y en el campo no había farolas; vestido de negro resultaba casi invisible. Pero en la oscuridad el ojo humano detectaba mejor el movimiento, y él corría con todas sus fuerzas.

Los dos agentes del servicio secreto se detuvieron por un momento junto a la furgoneta. Se les unió el agente Varney y el grupo corrió a través del campo.

Russell bajó el cristal de la ventanilla y les observó boquiabierta. Incluso el presidente se despertó por un instante, pero ella se apresuró a tranquilizarle y Richmond volvió a hundirse en el sopor.

Collin y Burton se colocaron las gafas de visión nocturna y su visión se transformó en el acto en lo que parecía un videojuego primitivo. Las imágenes térmicas aparecían en rojo, todo lo demás era verde oscuro.

El agente Travis Varney, alto y delgado, que no sabía qué pasaba, corría delante de ellos. Corría con los movimientos gráciles del fondista que había sido en la universidad.

Varney, que llevaba tres años en el servicio, era soltero, sólo vivía para su profesión, y había elegido a Burton como la figura paterna que reemplazaba al padre muerto en Vietnam. Buscaban a alguien que había hecho algo en la casa. Algo que involucraba al presidente y, en consecuencia, le involucraba a él. Varney sintió pena por lo que le sucedería al fugitivo si daba con él.

Luther oyó los ruidos de los hombres que le perseguían. Habían reaccionado más rápido de lo que pensaba. Su ventaja se había reducido pero seguía siendo suficiente. Habían cometido un error cuando no se montaron en la furgoneta para ir tras él. Tenían que haber sabido que disponía de un coche, que no había llegado en helicóptero. Pero agradeció que no fueran tan listos. Si lo hubieran sido él no viviría para ver salir el sol.

Tomó un atajo a través del bosque; lo había descubierto durante el último recorrido y le permitió ganar casi un minuto. El sonido de los jadeos sonaba como los disparos de una ametralladora. Le pesaba la ropa; como en una pesadilla infantil las piernas parecían moverse en cámara lenta.

Por fin salió de los árboles, vio el coche y una vez más se congratuló por haberlo colocado en posición para salir.

Noventa metros más atrás, una silueta térmica que no era la de Varney apareció en las pantallas de Burton y Collin. Un hombre corriendo a gran velocidad. Sus manos volaron hacia las cartucheras. Ninguna de sus pistolas eran efectivas a esta distancia, pero no era el momento de preocuparse por el detalle.

Entonces arrancó un motor y Burton y Collin corrieron como si les persiguiera una fiera hambrienta.

Varney seguía delante de ellos por la izquierda. Disponía de mejor línea de tiro, pero ¿dispararía? Algo les decía que no; no era parte de su entrenamiento disparar contra alguien que ya no era un peligro para la persona que habían jurado proteger. Sin embargo, Varney no sabía lo que estaba en juego. Había toda una institución que no volvería a ser la misma, además de dos agentes del servicio secreto que estaban seguros de no haber hecho nada malo, pero lo bastante inteligentes como para saber que acabarían cargando con el muerto.

Burton nunca había sido buen corredor, pero aceleró el paso mientras pensaba en todo esto, y el joven Collin tuvo que hacer un esfuerzo para seguirle. De todos modos, Burton sabía que era demasiado tarde. Aflojó el ritmo al ver que el coche se ponía en marcha y se alejaba. En un par de segundos les sacó doscientos metros de ventaja.

Burton dejó de correr, hincó la rodilla en tierra, apuntó el arma pero lo único que vio fue la nube de polvo por el vehículo que huía. Entonces se apagaron las luces traseras y perdió de vista el objetivo.

Al volverse vio que Collin le miraba con una expresión cada vez más grave a medida que tomaba conciencia de lo que se les venía encima. Burton se levantó despacio y guardó el arma. Se quitó las gafas; Collin le imitó.

Intercambiaron una mirada.

Burton inspiró con fuerza; le temblaban las piernas. Por fin el cuerpo reaccionaba al esfuerzo realizado ahora que no había más descargas de adrenalina. Se había acabado, ¿no?

Entonces apareció Varney al trote. Burton observó sólo con un poco de envidia y bastante orgullo que el joven ni siquiera parecía agitado. Él se ocuparía de que Varney y Johnson no sufrieran con ellos. No se lo merecían.

Él y Collin caerían, pero eso sería todo. Lo lamentaba por Collin; sin embargo, no podía hacer nada al respecto. Pero cuando Varney habló, en la oscuridad del futuro apareció una pequeña luz de esperanza.

– Tengo el número de la matrícula.

– ¿Dónde diablos estaba? -Russell contempló incrédula el dormitorio-. ¿Qué? ¿Estaba debajo de la maldita cama?

Intentó que Burton bajara la mirada. El tipo no había estado debajo de la cama, ni metido en ninguno de los armarios. Burton había mirado todos esos espacios mientras limpiaba la habitación. Se lo dijo bien claro.

Burton miró la soga y después la ventana abierta.

– Joder, es como si el tipo nos hubiera estado mirando todo el tiempo; supo exactamente cuándo salimos de la casa. -Burton echó un vistazo a su alrededor como si pudiera haber alguien más escondido. Se fijó por un momento en el espejo, miró otra cosa, se detuvo y volvió a concentrarse en el espejo.

Miró la alfombra delante del espejo.

Había pasado la aspiradora varias veces en aquel trozo hasta dejarlo liso; el pelo de la alfombra, ya bastante espeso, se había esponjado casi un centímetro cuando acabó. Ninguno de ellos había pisado el trozo desde que habían vuelto a la habitación.

Sin embargo mientras se agachaba alcanzó a ver los rastros de unas pisadas. No se había fijado antes porque ahora todo el trozo aparecía aplastado como si le hubieran pasado algo por encima. Se calzó los guantes mientras corría hacia el espejo y comenzaba a tironear del marco. Le gritó a Collin que fuera a buscar algunas herramientas. Russell le miró atónita.

Burton insertó la palanqueta en un costado del marco más o menos a media altura y con la ayuda de Collin tiraron de la herramienta. La cerradura no era muy sólida; el sistema dependía más del engaño que de la fuerza bruta para guardar sus secretos.