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A las 7 de la mañana se abrieron las puertas doradas del ascensor, y Jack entró en la extensión meticulosamente decorada que era la recepción de Patton, Shaw amp; Lord.

Lucinda no había llegado, así que la mesa de recepción, hecha de teca, que pesaba unos quinientos kilos y costaba unos veinte dólares el kilo, estaba desatendida.

Caminó por los amplios pasillos, iluminados por la luz suave de los apliques de estilo neoclásico, dobló a la derecha, después a la izquierda y un minuto más tarde abrió la puerta de roble de su despacho. A lo lejos oía las campanillas de los teléfonos a medida que la ciudad se despertaba dispuesta a trabajar.

Seis pisos, más de diez mil metros cuadrados en la mejor zona del centro, que albergaban a más de doscientos abogados muy bien remunerados, con una biblioteca de dos plantas, un gimnasio completo, sauna, vestuarios y duchas para hombres y mujeres, dos salas de conferencias, varios centenares de secretarias y personal diverso y, lo más importante, una lista de clientes codiciada por todos los otros grandes bufetes del país, formaban el imperio de Patton, Shaw amp; Lord.

La firma había soportado el triste final de los ochenta, y después había cogido impulso cuando se acabaron los últimos coletazos de la recesión. Ahora funcionaba a toda máquina porque gran parte de la competencia había realizado reconversiones muy profundas. Contaba con algunos de los mejores abogados en casi todos los campos de la ley, o al menos en los campos donde más se ganaba. Muchos procedían de otras grandes firmas, cautivados por los beneficios y las promesas de que no se escatimaría ni un solo dólar a la hora de captar clientes.

Tres de los socios mayores habían pasado a ocupar cargos importantes en el gobierno. La firma les había pagado indemnizaciones superiores a los dos millones de dólares a cada uno, con el acuerdo tácito de que después de su pase por el gobierno volverían al trabajo trayendo con ellos decenas de millones de dólares en asuntos legales conseguidos de los nuevos contactos.

La regla no escrita, pero firmemente cumplida, de la firma era que no se aceptaba a ningún cliente con una facturación inferior a los cien mil dólares. Menos, había decidido el comité de gerencia, sería una pérdida de tiempo. No habían tenido problemas para cumplirla y florecer. En la capital de la nación, la gente buscaba lo mejor y no les importaba pagar por el privilegio.

La firma sólo había hecho una excepción a la regla, y por una de esas ironías había sido por el único cliente que tenía Jack además de Baldwin. Se prometió que pondría a prueba la regla con más frecuencia. Si tenía que estar aquí, lo sería con sus propias condiciones hasta donde fuera posible. Era consciente de que sus victorias serían pequeñas al principio, pero eso no le preocupaba.

Se sentó en su sillón, quitó la tapa al vaso de café y echó una ojeada al Post. Patton, Shaw amp; Lord tenía cinco cocinas y tres mayordomos con sus propios ordenadores. En la firma se consumían unas quinientas cafeteras al día, pero Jack compraba el suyo en el pequeño bar de la esquina porque no soportaba el café que empleaban aquí. Era una mezcla especial importada, costaba una fortuna y sabía a tierra mezclada con algas marinas.

Se balanceó en el sillón y echó una mirada al despacho. No estaba mal para un asociado, unos cuatro metros por cuatro y una bonita vista a la avenida Connecticut.

En el servicio del defensor público, Jack había compartido la oficina con otro abogado y no tenía ventana, sólo un póster gigante de una playa hawaiana que él había clavado una mañana muy fría y desagradable. A Jack le gustaba más el café del servicio.

Cuando le hicieran socio tendría un despacho nuevo, el doble de grande; quizá no en una esquina, todavía no, pero no tardaría en llegar. Gracias a la cuenta, Baldwin era el cuarto en la lista de los que más trabajo aportaban a la firma. Además, los tres primeros tenían más de cincuenta años y miraban más hacia los campos de golf que al interior de sus despachos. Miró su reloj. Era hora de ganarse los garbanzos.

Él era casi siempre uno de los primeros en llegar, pero no tardarían mucho en aparecer todos los demás. Patton, Shaw pagaban los mejores sueldos de Nueva York dentro del ramo, y por ese dinero esperaban grandes esfuerzos. Los clientes eran gigantes y sus demandas legales tenían el mismo tamaño. Cometer un error podía significar que un contrato de defensa de cuatro mil millones de dólares se fuera al demonio o una ciudad se declarara en quiebra.

Todos los asociados y pasantes que conocía en la firma tenían problemas estomacales; una cuarta parte de ellos estaban sometidos a algún tipo de terapia. Cada día, Jack contemplaba los rostros pálidos y los cuerpos fofos mientras desfilaban por los pasillos inmaculados de PS amp;L cargados con el peso de alguna tarea legal hercúlea. Esa era la contrapartida de los emolumentos que los colocaban entre el cinco por ciento de los profesionales mejor pagados del país.

Él era el único entre todos ellos que ya tenía la condición de socio en el bolsillo. El control de los clientes era el gran igualador en la abogacía. Sólo llevaba un año en Patton, Shaw como un abogado de empresa bisoño, y sin embargo le trataban con el respeto debido a los miembros más antiguos y experimentados de la firma.

Todo esto le hubiese hecho sentirse culpable y poco digno de no haber sido que se sentía igual de mal respecto al resto de su vida.

Se comió el último donut minúsculo, colocó el sillón en posición normal y abrió un expediente. El trabajo de empresa era bastante monótono y dados sus pocos conocimientos del tema no le tocaban los temas más importantes. La jornada de trabajo consistía en repasar contratos de alquiler, aperturas de negocios, estatutos de sociedades de responsabilidad limitada, acuerdos y otros asuntos, y las jornadas se hacían cada vez más largas, pero él aprendía rápido; debía hacerlo para sobrevivir, aquí sus habilidades para el debate no le servían casi de nada.

La firma no se ocupaba de litigios; prefería encargarse de asuntos empresariales e impositivos, que eran más duraderos y rentables. Si surgía algún pleito lo traspasaban a un grupo de bufetes selectos especializados en litigios, que a su vez pasaban a Patton, Shaw cualquier asunto que no era de los que ellos atendían. Era un arreglo que funcionaba de maravilla desde hacía años.

A mediodía, Jack había vaciado la bandeja de asuntos pendientes, dictado tres contratos y un par de cartas y atendido cuatro llamadas de Jennifer para recordarle que esa noche asistirían a una recepción en la Casa Blanca.

Alguna organización había escogido a su padre como empresario del año y decía mucho del estrecho vínculo del presidente con la gran empresa el hecho de que esta elección fuese motivo de una fiesta en la Casa Blanca. Pero al menos Jack vería al hombre de cerca. Conocerlo ya era otra cosa, aunque nunca se sabía.

– ¿Tienes un minuto? -Barry Alvis asomó la cabeza por la puerta. Era un asociado senior; esto significaba que él le había pasado en el ascenso a socio en más de tres ocasiones y que de hecho nunca daría el siguiente paso. Trabajador brillante, era un abogado que cualquier firma habría deseado tener. Sin embargo, no era un pelota y, por lo tanto, su capacidad para aportar nuevos clientes era nula. Ganaba ciento sesenta mil dólares al año, y otros veinte mil en primas. Su esposa no trabajaba, sus hijos iban a colegios privados, conducía un Beemer, no se esperaba que generara negocios y no tenía motivos de queja.

Como abogado con mucha experiencia y diez años de trabajo de alto nivel a las espaldas, era lógico suponer que estaría resentido con Jack Graham, y lo estaba.

Jack le invitó a pasar. Sabía que no le caía bien a Alvis, comprendía los motivos y no se lo reprochaba. Estaba dispuesto a soportar las envidias de los mejores, pero no dejaría que le pisotearan.

– Jack, hay que ocuparse ya de la fusión Bishop.

Jack se quedó en blanco. Aquel asunto, una auténtica pesadez, estaba muerto y enterrado, o al menos era lo que él creía. Le temblaban las manos cuando cogió un bloc.

– Pensaba que Raymond Bishop no quería acostarse con tcc.

Alvis se sentó, dejó el expediente de treinta centímetros de grosor sobre la mesa de Jack y se reclinó en la silla.

– Los acuerdos mueren, y después resucitan para atormentarnos. Necesitamos tus comentarios sobre los documentos de financiación secundaria para mañana por la tarde.

– Son catorce acuerdos y más de quinientas páginas, Barry. -Jack casi soltó la estilográfica-. ¿Cuándo te has enterado de esto?

Alvis se levantó y Jack vio la sombra de una sonrisa en el rostro del visitante.

– Quince acuerdos, y el número correcto de páginas es seiscientas trece, a un espacio, y sin contar las exposiciones. Gracias, Jack. La empresa te estará muy agradecida. -Se volvió-. Ah, por cierto, que te lo pases bien esta noche con el presidente, y saluda a la señora Baldwin de mi parte.

Alvis salió del despacho.

Jack miró el expediente que tenía delante y se masajeó las sienes. Se preguntó desde cuándo el muy cabrito sabía que el asunto Bishop había resucitado. Algo le decía que no había sido esta mañana.

Miró la hora. Llamó a la secretaria, canceló todos los compromisos para el resto del día, recogió los cuatro kilos de documentos y se fue a la sala de conferencias número nueve, la más pequeña y aislada de todas, donde podía esconderse y trabajar en paz. Trabajaría seis horas, iría a comer algo, volvería, trabajaría toda la noche, tomaría un baño turco, se ducharía y afeitaría aquí, acabaría los comentarios y los tendría sobre la mesa de Alvis a las tres, o como mucho a las cuatro. Hijo de puta.

Seis acuerdos más tarde, Jack comió la última patata, acabó la Coca-Cola, se puso la chaqueta y bajó a pie los diez tramos de escalera hasta el vestíbulo.

El taxi lo dejó en la puerta de su casa. Se quedó de una pieza.

El Jaguar estaba aparcado delante de su edificio. La matrícula privada success [Éxito] le informó que su futura esposa le esperaba en el apartamento. Estaría enfadada. Nunca venía al apartamento a menos que estuviese enfadada con él por algún motivo y quería hacérselo saber.

Miró la hora. Estaba un poco retrasado, pero tenía tiempo. Abrió la puerta mientras se tocaba la barbilla; quizá podía pasar sin afeitarse. La vio sentada en el sofá que había cubierto primero con una sábana. Estaba preciosa, una auténtica princesa. Ella se levantó muy seria y le miró.

– Llegas tarde.