Изменить стиль страницы

Levantó algunos papeles y los revolvió un poco para indicarle que la conversación había tocado a su fin.

– Solo un par de preguntas más.

– Usted no necesita hacer preguntas ni escuchar sus respuestas. Se ha quedado sin caso.

– Pero tengo a Mike -le recordó Kovac-. Intento encajar algunas piezas por su bien. Es muy duro perder a un hijo, y si puedo hacer algo para explicarle cómo transcurrieron los últimos días de Andy, lo haré. No es mucho pedir, ¿no le parece?

– Lo es si lo que quiere es información confidencial acerca de una investigación de Asuntos Internos -corrigió Savard mientras retiraba la silla de la mesa.

Había intentado despacharlo con displicencia; ahora trataría de librarse de él de otro modo. Kovac permaneció sentado un instante para ponerla nerviosa, para hacerle saber que no se rendiría tan fácilmente. Savard rodeó la mesa para acompañarlo a la puerta. Kovac esperó a que estuviera junto a su silla y entonces se levantó, provocando cierto titubeo. La teniente retrocedió un paso con el ceño fruncido, irritada por verse obligada a retirarse.

– Sé lo de Curtis -faroleó Kovac.

– Entonces sabrá que no tiene nada de que hablar conmigo a fin de cuentas -replicó Savard.

– No se le da muy bien lo de la igualdad de derechos, ¿verdad, teniente? -observó Kovac, conteniendo a duras penas una sonrisa torva.

– Le aseguro que estoy más que cualificada para desempeñar mis funciones, sargento Kovac.

En su voz se advertía algo parecido a la diversión, aunque más tenebroso. Ironía, tal vez. Kovac no imaginaba a qué se debía, de dónde procedía ni qué motivo podría tener ella para hacerle partícipe del secreto. De momento, el asunto carecía de importancia para él, pero archivó la curiosidad en su mente, por si la necesitaba más adelante.

Se cruzó de brazos y se apoyó contra el canto de la mesa mientras ella avanzaba de nuevo hacia la puerta con un destello de exasperación en la mirada. La furia contenida le teñía las mejillas de rubor. Ese era el aspecto que la televisión siempre intentaba conferir a las tenientes de policía: mujer con clase y estilo, enfundada en un traje chaqueta de color gris acero, fría, controlada y sexy sin ser llamativa.

Demasiada clase para ti, pensó Kovac. Una teniente, por el amor de Dios. ¿Por qué la miraba siquiera?

– ¿Sabía usted que Andy Fallon era homosexual? -inquirió.

– Su vida personal no era asunto mío.

– No es eso lo que le he preguntado.

– Sí, me dijo que era homosexual.

– ¿Antes de que fuera usted a su casa el domingo por la noche?

– Se está pasando, sargento -advirtió Savard-. Ya le he dicho que no pienso contestar a sus preguntas. ¿De verdad quiere que hable con su teniente de esto?

– Llámele si quiere, pero está demasiado ocupado ensayando el discurso en el que asegurará al mundo que fue un «trágico accidente»

– Debería ensayar con usted.

– Ya le he expuesto mi opinión al respecto. La cantinela no tiene ritmo, así que no se puede bailar. Debería dedicarse a la burocracia mezquina y olvidarse de la política.

– Estoy convencida de que su opinión lo es todo para él.

– Exacto, le importa una mierda -reconoció Kovac-. Estoy seguro de que la suya le interesará más si decide exponérsela. Me ordenará que vaya a su despacho y me dirá que haga mi trabajo a su manera si no quiero que me suspenda treinta días sin sueldo. Y todo porque intento hacer algo decente por otro policía. La vida es una mierda, y hay días peores que otros, pero ¿qué alternativa me queda? ¿Ahorcarme?

El rostro de Savard se ensombreció.

– Eso no tiene ninguna gracia, sargento.

– No era mi intención que la tuviera. Sencillamente quería conseguir que volviera a recordar a Andy Fallon. Si quiere le enseño las fotos. -Sacó una del bolsillo interior de la chaqueta y la sostuvo en alto como un mago en pleno juego de manos-. Agradable, ¿verdad?

La teniente palideció mortalmente y lo miró como si quisiera asestarle un puñetazo.

– Guárdela.

Kovac le dio la vuelta y la miró con el desapego de una persona que ha visto cientos de fotografías parecidas.

– Usted lo conocía, tenía relación con él, siente su muerte… Pues imagine cómo se siente su padre.

– Guárdela -repitió la teniente con voz ligerísimamente temblorosa-. Por favor.

Kovac volvió a guardarse la fotografía en el bolsillo.

– ¿Le importa lo suficiente para ayudar a disipar las dudas de un padre?

– ¿Duda Mike Fallon de que la muerte de Andy fuera un accidente? -quiso saber Savard.

– Mike tiene dudas acerca de quién era Andy.

La teniente se apartó de él en silencio como si reflexionara.

– Nadie conoce a nadie -dijo por fin-. La mayoría de la gente no se conoce a sí misma siquiera.

Kovac la observó, intrigado por el repentino giro filosófico de su discurso. Savard había adoptado una actitud más reflexiva que defensiva.

– Yo sé exactamente quién soy, teniente -aseguró.

– ¿Y quién es usted, sargento Kovac?

– Soy exactamente lo que ve -repuso Sam, extendiendo los brazos-. Un poli de a pie que lleva trajes baratos de JC Penney, un estereotipo de los gordos. Engullo comida mala, bebo demasiado y fumo… aunque estoy intentando dejarlo, lo cual debería concederme algunos puntos. No corro maratones, no hago tai chi ni compongo óperas en mi tiempo libre. Si tengo una pregunta, la hago. A la gente no siempre le gusta, pero que les den por el… Disculpe, las palabrotas son otro vicio del que no logro desembarazarme. Ah, sí, y también soy tozudo como una mula.

Savard enarcó una ceja.

– Y a ver si lo adivino… Está divorciado.

– Dos veces, pero eso no me impedirá volver a intentarlo, porque bajo el traje barato late el corazón de un romántico irremisible.

– ¿Acaso existe otro tipo de romántico?

Kovac decidió no responder; le parecía más prudente.

– En fin, que quiero hacer esto por Mike -insistió-. Quiero averiguar más cosas acerca de su hijo, componer una imagen que le permita seguir viviendo. ¿Me ayudará?

Savard meditó unos instantes, digirió las palabras de Sam, las diseccionó y sopesó los pros y los contras.

– Andy Fallon era un buen investigador. Siempre trabajaba duro… a veces demasiado.

– ¿A qué se refiere?

– Pues a que el trabajo lo era todo para él. Trabajaba demasiado duro y se tomaba los fracasos demasiado a pecho.

– ¿Había tenido algún fracaso en los últimos tiempos? ¿El caso Curtis, por ejemplo?

– El asesino del agente Curtis está en la cárcel a la espera de que se cumpla la sentencia.

– Renaldo Verma.

– Si sabe eso, debería saber también que en el departamento no hay ningún caso abierto sobre la muerte de Eric Curtis.

– Ya, puesto que el investigador ha muerto.

– El caso murió antes que Andy.

– ¿Se había quejado Eric de que lo acosaban en el trabajo?

Savard calló.

– Mire -espetó Kovac, empezando a perder la paciencia-, si lo prefiere puedo acudir al enlace de los agentes gays y lesbianas. Sin duda, Curtis habría recurrido a ellos antes que a Asuntos Internos. Pero después de visitarlos, volveré aquí, y no creo que eso le apetezca mucho, teniente.

– Sí -asintió Savard al cabo de unos instantes-. El agente Curtis presentó una queja algún tiempo antes de su muerte, y a raíz de ello, Asuntos Internos se interesó hasta cierto punto por su muerte. Sin embargo, todas las pruebas apuntaban a Verma, y el caso acabó en trato.

– ¿Y los nombres de los policías a los que acusó?

– Eso es información confidencial.

– Puedo hacer averiguaciones.

– Haga todas las averiguaciones que quiera -replicó Savard-, pero no aquí. El caso está cerrado, y no tengo motivo alguno para volver a abrirlo.

– ¿Por qué estaba Fallon tan alterado si el asesino está en la cárcel?

– No lo sé. Andy lo había pasado mal el último mes, y solo él sabía de qué se trataba. No me lo contó, y no quise insistir. Nadie puede pretender conocer el corazón de otra persona. Existen demasiadas barreras.

– Yo creo que sí se puede.

Kovac la miró en un intento de traspasar sus barreras, pero tuvo que reconocer que fue en vano. Las paredes eran gruesas; las mujeres no llegaban a una posición como la suya mostrando sus debilidades.

– Sencillamente, hay que estar dispuesto a separar la paja del grano -prosiguió-. Yo me paso la vida haciéndolo.

La teniente guardó silencio, si bien Kovac estaba convencido de que tenía mucho que decir, de que las palabras se acumulaban en su interior como el agua tras el dique. Percibía la tensión de su cuerpo, pero al final se apartó de él.

– Pues vaya a separar la paja del grano a otra parte, sargento Kovac.

Dicho aquello, abrió la puerta, dejando al descubierto la recepción.

– Le he dicho todo lo que estoy dispuesta a decir.

Kovac se tomó su tiempo para caminar hasta la puerta. Al llegar a la altura de Amanda Savard, se detuvo, irrumpiendo un poco en su espacio, lo bastante cerca para percibir la sutil fragancia de su perfume, lo bastante cerca para ver el pulso que le latía en la base del cuello, lo bastante cerca para sentir un zumbido eléctrico bajo la piel.

– ¿Sabe una cosa? No me lo creo, teniente -musitó-. Gracias por dedicarme su tiempo.