– Nos estamos acercando a algo importante -avisó Giordino.

El golpeteo sonó cada vez más fuerte a medida que se acercaban a lo que Pitt identificó enseguida como una enorme estación de bombeo. La piedra molida que llegaba por la cinta transportadora caía al interior de una inmensa cuba. A partir de allí, las bombas -que tenían el tamaño de un edificio de tres pisos- la enviaban a través de unos tubos de gran diámetro. Tal como Pitt había deducido, era en ese punto donde se impulsaban la roca y la tierra contaminadas hasta el mar donde el Poco Bonito había embarrancado. Más allá de la estación de bombeo había unas enormes puertas de acero.

– El enigma es cada vez mayor -comentó Pitt pensativamente-. Estas bombas son monumentales, con una capacidad suficiente para bombear diez veces el material que bombean ahora. Tienen que utilizarse para algún otro propósito.

– Es probable que las desmantelen una vez acabado el túnel.

– No lo creo. Esto tiene todo el aspecto de ser una estación permanente.

– Me pregunto qué habrá al otro lado de esas puertas -dijo Giordino.

– El mar de las Antillas -respondió Pitt-. Debemos de estar a kilómetros de la costa y muy por debajo de la superficie del mar.

La mirada de Giordino no se apartaba de las puertas.

– ¿Cómo demonios habrán conseguido excavar todo esto?

– Comenzaron con una excavación de un portal a cielo abierto en la costa. A continuación, abrieron un túnel de inicio con otro tipo de máquina, que se llama excavadora de cabecera. Cuando llegaron a la profundidad deseada, trajeron la tuneladora y la montaron en el túnel. Perforó hacia el este debajo del mar, y luego la desmontaron para volver a montarla esta vez en dirección opuesta, hacia el este.

– ¿Cómo es posible mantener en secreto una operación de tal envergadura?

– Seguramente están pagando una fortuna a los trabajadores y técnicos para que mantengan la boca cerrada, o quizá se valen de las amenazas y el chantaje.

– Si creemos en lo que nos dijo Rathbone, no vacilan en matar a los intrusos. ¿Por qué no también a los trabajadores que se vayan de la lengua?

– No me hables de intrusos. En cualquier caso, nuestras sospechas han quedado confirmadas -manifestó Pitt lentamente-. Están vertiendo el légamo marrón en el mar sin preocuparse en absoluto de las terribles consecuencias.

Giordino sacudió la cabeza, asombrado ante tanta irresponsabilidad.

– Un vertido contaminante que no tiene parangón.

Pitt metió la mano en la mochila. Sacó una cámara digital de pequeñas dimensiones y comenzó a sacar fotos de la estación de bombeo.

– Por casualidad, ¿no llevarás en tu bolsa mágica algo de comer y beber? -preguntó Giordino.

Pitt metió de nuevo la mano en la mochila y esta vez sacó un par de barritas de caramelo con frutos secos.

– Lo siento, esto es todo lo que hay.

– ¿Qué más llevas?

– Mi fiel Colt.45.

– Bueno, siempre nos podemos pegar un tiro antes de que nos cuelguen -opinó Giordino con un tono lúgubre.

– Hemos encontrado lo que vinimos a buscar. Es hora de regresar a casa.

Giordino apretó el acelerador antes de que Pitt acabara la frase.

– Lo mejor será largarnos de aquí cuanto antes. No quiero abusar de nuestra buena fortuna.

Pitt continuó sacando fotos mientras avanzaban.

– Un desvío más antes de irnos: quiero ver qué hay en los túneles transversales.

Mientras conducía a toda velocidad, Giordino tuvo el presentimiento de que meterse por uno de los túneles transversales sólo era una parte del plan de su compañero. Estaba seguro de que Pitt quería ver el otro extremo del túnel y a la gigantesca tuneladora en funcionamiento.

Pitt sacó fotos de todos los equipos que encontraron a su paso. No dejaron ni un solo detalle de la construcción del túnel sin fotografiar.

Giordino giró a la derecha en el primer túnel transversal que encontró sin disminuir la velocidad, y el vehículo tomó la curva en dos ruedas. Pitt se sujetó como pudo al tiempo que miraba furioso a su compañero, aunque no dijo nada. No habían recorrido más de sesenta metros cuando el cochecito entró en otro túnel. Giordino frenó bruscamente y ambos miraron a uno y otro lado, boquiabiertos.

– Esto es alucinante -murmuró Giordino.

– No te detengas. Sigue -le ordenó Pitt.

Giordino apretó el acelerador y pasaron a toda velocidad por otro túnel. Esta vez no esperó a que Pitt le dijera que continuara. No levantó el pie del acelerador mientras seguían por el túnel transversal hasta un cuarto túnel. Ya no podían seguir adelante, y Giordino frenó el cochecito antes de golpear contra la pared más lejana. Permanecieron sentados en silencio mientras miraban a izquierda y derecha durante lo que pareció una eternidad, mientras intentaban hacerse una idea de la inmensidad de lo que estaban viendo.

La enormidad de la red de túneles se hizo todavía más espectacular cuando Pitt y Giordino superaron el asombro y se obligaron a aceptar la realidad de que no se trataba de un único túnel sino de cuatro túneles gigantescos interconectados. Giordino, que no era hombre de asombrarse fácilmente, estaba abrumado por lo que veía.

– Esto no puede ser real -opinó, con una voz apenas audible.

Pitt se concentró para proteger su mente del impacto y evitar que se ofuscara su capacidad de análisis. Tenía que haber una explicación para una empresa que parecía obra de titanes. ¿Cómo era posible que Specter hubiese construido cuatro túneles gigantescos por debajo de las montañas de Nicaragua sin que lo descubrieran las agencias de inteligencia internacionales ni la prensa? ¿Cómo podía ser que un proyecto de estas dimensiones pasara inadvertido durante más de cuatro años?

– ¿Cuántos trenes pretende Specter poner en funcionamiento? -preguntó Giordino, que aún no se había repuesto del asombro.

– Estos túneles no los construyeron para el transporte de cargas por ferrocarril de un mar a otro -replicó Pitt.

– ¿Quieres decir que podría tratarse de un río subterráneo por el que navegarían las barcazas?

– No sería rentable. Detrás de todo esto tiene que haber algún otro objetivo.

– Lo que tiene que haber es un inmenso caldero lleno de oro al final del arco iris, para justificar una inversión de estas proporciones.

– El coste sin duda supera de largo el presupuesto inicial de siete mil millones de dólares.

Sus voces resonaban por el inmenso túnel, donde no se veían otros hombres ni vehículos. Si no hubiese sido por la perfección de la curva de las paredes y el techo y la lisura del suelo, podrían haber imaginado que se encontraban en una enorme caverna natural. Pitt inclinó la cabeza hacia el suelo.

– Aquí tienes la prueba de que no tienen la intención de instalar un ferrocarril para el transporte de cargas. Han quitado los rieles.

Giordino indicó discretamente una cámara de vigilancia montada en un poste, que los enfocaba de lleno.

– Será mejor que volvamos cuanto antes al túnel principal y busquemos otro medio de transporte. El cochecito es demasiado visible.

– Una excelente idea -aprobó Pitt-. Si todavía no han descubierto que tienen aquí dentro una pareja de intrusos es que son unos descerebrados.

Volvieron a recorrer el túnel transversal en sentido inverso y después de cruzar los tres túneles desiertos se detuvieron antes de entrar en el cuarto, desde donde habían salido. Aparcaron el cochecito en el túnel, más allá de una cámara de vigilancia, y caminaron con toda naturalidad por la carretera hasta que llegaron a una parada donde ocho trabajadores esperaban la llegada del autobús. A esa distancia y a pesar de las gafas de sol, Pitt vio sus ojos. Todos eran asiáticos. Pitt tocó a Giordino con el codo, y su compañero captó el mensaje.

– Te apuesto lo que quieras a que son de la China Roja -susurró Pitt.

– No acepto la apuesta.

El autobús de dos pisos no había acabado de detenerse en la parada cuando un grupo de cochecitos con las luces rojas y amarillas encendidas pasaron a gran velocidad y entraron en el túnel transversal del que ellos acababan de salir.

– En cuanto descubran el cochecito aparcado, tardarán diez segundos en saber que estamos en este autobús -dijo Giordino.

Pitt miraba el tren que se acercaba desde la sección este del túnel.

– Comparto tu opinión.

Levantó una mano para indicarle al conductor del autobús que podía continuar su recorrido después de que subieran los trabajadores. La puerta se cerró con un siseo y el vehículo se alejó.

– ¿Cuándo fue la última vez que te colaste en un tren de carga? -le preguntó Pitt a Giordino, mientras cruzaban la carretera a paso ligero y luego continuaban conversando tranquilamente como si no hicieran caso del paso de la locomotora. El maquinista, entretenido en la lectura de una revista, no se fijó en ellos.

– Hace algunos años, en el desierto del Sahara. Era un tren que transportaba productos químicos tóxicos al fuerte Foureau.

– Creo recordar que casi te caíste.

– Te detesto cuando te diviertes a mi costa -afirmó Giordino, con un mohín.

En cuanto pasó la locomotora, corrieron a lo largo de la vía. Pitt ya había calculado la velocidad del tren en unos treinta kilómetros por hora, y ajustaron su carrera a esa velocidad. Giordino era rápido para su corpulencia. Agachó la cabeza y corrió junto a una batea como un delantero que corre sin obstáculos hacia la meta contraria. Se cogió del pasamanos de la escalerilla, y dejó que el arrastre del tren lo lanzara sobre la plataforma. Pitt utilizó la misma técnica para subir al tren.

En la batea había dos camionetas de fabricación desconocida, equipadas con motores eléctricos. Flamantes, parecían recién descargadas del barco. Sin decir ni una palabra, Pitt abrió la puerta de una de las cabinas y ambos se colaron en el interior, bien acurrucados en el suelo. No podían haberlo hecho más a tiempo, porque en aquel momento aparecieron dos de los vehículos de los guardias de seguridad, que se lanzaron en persecución del autobús. Pitt no disimuló su complacencia.

– La cámara no captó nuestra maniobra. De lo contrario no estarían ahora persiguiendo el autobús.

– Ya era hora de que nos sonriera la fortuna.

– No te muevas -le dijo Pitt-. Ahora mismo vuelvo.

Abrió la puerta que daba al lado de la batea opuesto a la carretera, salió de la cabina y luego se arrodilló en el suelo. Avanzó a gatas hasta la parte trasera del vehículo y quitó las calzas y las cadenas que sujetaban la camioneta. Después volvió a la cabina sin perder ni un segundo.