Y mientras estaba en el embarcadero, comprendí de repente que me quedaba otro viaje por hacer. Durante doce años había conseguido convencerme de que no era necesario. Pero el encuentro con Louise y nuestra larga conversación nocturna habían alterado las circunstancias. No es que me viese obligado a emprender ese otro viaje; yo mismo deseaba hacerlo.

La joven a la que le había amputado el brazo sano debía de encontrarse en algún lugar. La muchacha contaba entonces veinte años, es decir, que ahora tendría treinta y dos. Recordaba su nombre, Agnes Klarström. Y mientras estaba en el embarcadero, al claro de luna, rememoré todos los detalles, como si acabase de leer su historia clínica. Procedía de uno de los grandes suburbios del sur, Aspudden o Bagarmossen. Todo había empezado con un dolor en el hombro. Se dedicaba a la natación profesional. Su entrenador y ella creyeron durante mucho tiempo que el dolor era consecuencia del sobreesfuerzo. Cuando, al final, llegó un momento en que no podía ni meterse en la piscina sin que le doliese el hombro, decidió acudir al médico para que la examinasen a fondo. Después, todo fue muy rápido: se le diagnosticó un tumor óseo maligno, la única salida era la ablación, pese a que para ella suponía una catástrofe. De ser una nadadora célebre, pasaría a tener el resto de su vida un solo brazo.

Ni siquiera debía intervenirla yo. Era paciente de uno de mis colegas, pero su esposa sufrió un grave accidente de tráfico y las operaciones que tenía planificadas se distribuyeron de forma algo caótica entre otros traumatólogos. Agnes Klarström fue a parar a mi mesa de operaciones.

La intervención me llevó algo más de una hora. Aún recuerdo toda la historia: cómo el personal fue lavando y preparando el brazo sano. Era mi obligación comprobar que el brazo en el que yo intervenía con mi instrumental era el correcto. Pero confié en el personal.

Un mes más tarde me llegó una carta de la Seguridad Social: había una denuncia contra mí.

Ya habían pasado más de doce años. Había destrozado la vida de Agnes Klarström, pero también la mía. Y lo peor de todo fue que un examen ulterior demostró que la ablación del brazo afectado por el tumor también era innecesaria.

Jamás se me ocurrió pensar que, un día, se me pasaría por la cabeza ir a verla. Jamás hablé con ella, salvo después de la operación, cuando aún estaba bajo los efectos de la anestesia.

La dejé como un caso concluido. Hasta que me llegó la notificación de la Seguridad Social.

Eran las dos de la mañana. Volví a subir a la casa y me senté a la mesa de la cocina. Aún no había abierto la puerta de la habitación de las hormigas. Tal vez temiese que salieran por la puerta como un ejército si la abría.

Llamé al servicio de información telefónica, pero no había nadie en Estocolmo con ese nombre. Le pedí a la telefonista, que se presentó como Elin, que buscase en toda Suecia.

Había una Agnes Klarström que podía ser la que yo buscaba. Vivía en el municipio de Flen, en el campo, en Sångledsbyn. Así que anoté su número y su dirección.

El perro dormía. El gato estaba fuera, tendido a la luz de la luna. Me levanté y entré en la habitación en la que aún se hallaba el telar de mi abuela, con una alfombra a medio tejer. No existe otra imagen más clara para mí, ésa es la imagen de la muerte; se presente en el momento que se presente, siempre viene a molestar. Una alfombra que nunca se termina, como nuestras vidas. En una estantería en la que antes había madejas y retales de tela, guardaba yo una serie de documentos que me habían acompañado a través de los años. Un delgado montón de documentos, desde mis deficientes calificaciones de estudiante, que mi padre se aprendió de memoria de puro orgullo, hasta la dichosa copia del informe de la amputación. Siempre me ha resultado fácil deshacerme de los documentos que otros consideran importante conservar. El primero del montón era el testamento que un abogado descaradamente caro me había redactado. Ahora me veía obligado a cambiarlo, puesto que tenía una hija. Pero no fue ésa la razón por la que entré en la sala de tejer de mi abuela, donde aún se conservaba su perfume. Busqué el informe de la operación del 9 de marzo de 1991. Pese a que conocía el texto de memoria, lo coloqué ante mí sobre la mesa y lo leí.

Cada una de las palabras actuaba como una piedra afilada colocada sobre el camino que conducía a la destrucción. Desde las primeras palabras «Diagnóstico: condrosarcoma húmero proximal izquierdo», hasta la última, «vendaje».

«Vendaje.» Y eso fue todo. La operación había concluido, el paciente fue trasladado a la unidad de postoperatorio. Con un brazo menos, pero aún con el maldito tumor en el hueso del otro hombro.

Leí: «Examen preoperatorio. Mujer, 20 años, diestra, buen estado general hasta ahora, atendida en Estocolmo por una inflamación en el hombro izquierdo. La RMN muestra condrosarcoma de estadio inicial en el hombro izquierdo. El examen complementario confirma el diagnóstico, el paciente acepta la amputación de la porción proximal del húmero, lo que da un buen margen de seguridad. Intervención: anestesia por intubación, posición de tumbona, campo quirúrgico: miembro superior expuesto. Habitual profilaxis con antibióticos. Sección desde apófisis coracoides por el borde inferior del deltoides, hasta la parte posterior de la axila. Se conecta la sección con el pliegue de la axila. Se liga la vena cefálica y se libera el pectoral de la fascia. Se identifican nervios y vasos, se ligan las venas, sobre la arteria se practica una doble ligadura. Una vez identificados los nervios, se desplazan. Se diseca el deltoides del húmero, el dorsal ancho y el redondo mayor se disecan por su base. Las cabezas larga y corta del bíceps y el coracobraquial se seccionan justo bajo el nivel de amputación. Se secciona el húmero por su cuello quirúrgico y se procede a limarlo. Se cubre el muñón con el tríceps, que se ha disecado, al igual que el coracobraquial. Sutura del pectoral al borde lateral interno del húmero. Drenaje y sutura de los bordes de la piel sin tensión. Oclusión con vendaje».

Pensé que Agnes Klarström debía de haber leído aquel texto muchas veces y que habría pedido que se lo explicaran. Y que seguramente reaccionó ante el hecho de que, entre todos los términos técnicos, apareciese, de repente, una palabra bastante común. La habían operado en posición de «tumbona», como si hubiese estado en la playa o en un porche, con el brazo desnudo, y las lámparas del quirófano habrían sido lo último que vio antes de sucumbir a los efectos de la anestesia. Yo la había expuesto a una agresión terrible mientras ella descansaba como en una tumbona.

¿Habría más de una Agnes Klarström? En aquel entonces era joven. ¿Se habría casado y se habría cambiado el apellido? Según el servicio de información, no aparecía bajo ninguna profesión.

Fue una noche aterradora pero también decisiva. Ya no podía seguir escabulléndome. Tenía que hablar con ella, explicarle lo que pudiera explicarse y decirle que, en muchos sentidos, yo también me había amputado a mí mismo.

Me eché encima de la cama y me quedé allí un buen rato despierto antes de dormirme. Cuando abrí los ojos, ya era de día. Jansson no vendría hoy con el correo. Así que podría cavar mi hoyo en el hielo tranquilamente.

Me vi obligado a utilizar una palanca para abrir una brecha en la gruesa capa de hielo. El perro estaba sentado en el embarcadero y observaba mis esforzados movimientos. El gato se había metido en el cobertizo para buscar ratones. Al final logré abrir el agujero y bajé al frío abrasador del agua. Pensé en Harriet y en Louise mientras me preguntaba si hoy sería capaz de llamar a Agnes Klarström para preguntarle si ella era la mujer que yo buscaba.

No llamé ese día. En un arrebato de ira limpié la casa de arriba abajo, pues estaba llena de polvo por todas partes. Logré poner en marcha mi vieja lavadora y lavé las sábanas, tan sucias que parecían las de un pordiosero. Después fui a dar una vuelta por la isla a contemplar con los prismáticos el vacío de la banquisa y pensé que debía tomar una decisión.

Una vieja que apareció sobre el hielo con su andador, una hija desconocida que vivía en una caravana. A los sesenta y seis años de edad, todo aquello que yo daba por resuelto y decidido empezaba a cambiar.

Por la tarde, me senté a la mesa de la cocina y escribí dos cartas. Una para Harriet y Louise, la otra para Agnes Klarström. Jansson se quedaría muy sorprendido cuando le entregase las dos cartas para que las echase al correo. Por si acaso, pensaba sellarlas con cinta adhesiva. No me fiaba de él. Tal vez fuese capaz de, con una resolución que yo no le conocía, abrir las cartas que le daba.

¿Qué escribí? A Harriet y a Louise que ya se me había pasado el enfado. Que las comprendía, pero que no podía verlas, por el momento. Que había regresado a mi isla para encargarme de los animales que había dejado abandonados. Pero que daba por hecho que nos volveríamos a ver pronto. Nuestras conversaciones y nuestra relación debían continuar, por supuesto.

Me llevó largo rato escribir aquellas líneas. El suelo de la cocina estaba lleno de bolas de papel cuando, por fin, me di por satisfecho. Lo que había escrito no era cierto. No se me había pasado el enfado. Mis animales podían arreglárselas con Jansson algo más de tiempo. Tampoco sabía si volveríamos a vernos pronto. Necesitaba tiempo para pensar. Sobre todo, en lo que le diría a Agnes Klarström, si es que la encontraba.

La carta que escribí para Agnes Klarström no me costó lo más mínimo. Comprendí que la había llevado escrita dentro de mí durante años. Sólo quería verla, nada más. Le daba mi dirección y firmaba con mi nombre, el mismo que ella no habría podido olvidar con el paso del tiempo. Esperaba habérsela escrito a la persona adecuada.

Cuando Jansson llegó al día siguiente, había empezado a soplar el viento. Anoté en mi diario que la temperatura había descendido durante la noche y que el viento racheado oscilaba entre el oeste y el suroeste.

Jansson llegó puntual. Le di trescientas coronas por haberme recogido y me negué a aceptar el dinero cuando quiso devolvérmelo.

– Quiero que eches estas cartas al correo -le dije tendiéndole los dos sobres.

Había sellado con cinta adhesiva los cuatro lados. Jansson no ocultó su asombro cuando las vio.

– Sólo escribo cuando es necesario. De lo contrario, no lo hago.

– La postal que me enviaste era muy bonita.