– Salgamos un momento -propuso.

Acepté encantado. El dolor de cabeza me atormentaba.

Nos quedamos ante la caravana, respirando hondo el aire hiriente. Pensé que, durante varios días, había descuidado mi costumbre de escribir en el diario. No me gusto a mí mismo cuando incumplo mis hábitos.

– Tienes el coche muy abandonado -afirmó Louise-. Los frenos funcionan mal.

– A mí me vale como está. ¿Adónde vamos?

– Vamos a visitar a un buen amigo. Quiero hacerte un regalo.

Hice girar el coche en el aguanieve. Cuando salimos a la carretera principal, me pidió que continuase por la izquierda. Varios camiones que iban cargados de troncos de madera levantaron nubes de nieve a su paso. Después de recorridos varios kilómetros me señaló a la derecha; una señal informaba de que íbamos camino de Motjärvsbyn. Los densos abetos poblaban los bordes de la carretera, que no estaba bien limpia de nieve. Louise miraba por la ventanilla. Iba tarareando una melodía que reconocí, aunque no sabía cómo se llamaba.

El camino se bifurcó y Louise señaló a la izquierda. Un kilómetro más adelante, el bosque se abrió y dio paso a un espacio poblado de granjas, una tras otra, cuyas casas estaban vacías, muertas, las chimeneas sin humo. Tan sólo la casa que había al final del camino, una vivienda de dos plantas construida de maderos, con el porche pintado de un verde ya descolorido, mostraba indicios de vida. Había un gato sentado en la escalera de la entrada y una delgada columna de humo surgía de la chimenea.

– Via Salandra, en Roma -dijo Louise-. Es una calle que tengo que visitar algún día. ¿Tú has estado en Roma?

– Sí, he estado allí en varias ocasiones. Pero no conozco esa calle.

Louise salió del coche y yo la seguí. Desde el interior de la casa, que debía de tener más de cien años, se oía una ópera.

– Aquí vive un genio -aseguró Louise-. Giaconelli Mateotti. Ahora ya es un anciano. Hace tiempo trabajó para la famosa familia de fabricantes de zapatos Gatto. Siendo un niño, le enseñó el propio Angelo Gatto, que puso en marcha su taller a principios del siglo veinte. Y ahora se ha venido a vivir al bosque, con todo el conocimiento acumulado a lo largo de los años. Se cansó del tráfico, de la gente importante que tenía por clientes, siempre impacientes y nada respetuosos con el hecho de que fabricar unos buenos zapatos exige paciencia y tiempo. -Louise me miró a los ojos y sonrió-. Quiero hacerte un regalo -reiteró-. Quiero que Giaconelli fabrique un par de zapatos para ti. Los que llevas son un insulto para tus pies. Giaconelli me ha hablado de la cantidad de huesecillos y músculos maravillosos que son condición indispensable para que podamos caminar y correr, ponernos de puntillas, bailar ballet o simplemente estirarnos para alcanzar algo que se halla en la parte más alta de una estantería. Sé que las cantantes de ópera no prestan atención ni a los directores de escena ni a los de orquesta, ni se preocupan de los trajes ni de los altísimos tonos que han de alcanzar, con tal de llevar un par de zapatos adecuados con los que poder cantar.

Me resultó extraño imaginar que mi padre y mi hija hubiesen podido tener tanto de lo que hablar.

Pero ¿y esos zapatos que me ofrecía? Quise protestar, pero ella alzó la mano, subió la escalinata, apartó al gato y abrió la puerta. La música nos recibió. Procedía de una de las habitaciones interiores. Atravesamos aquellas salas en las que vivía Mateotti y en las que guardaba las pieles y hormas para sus zapatos. En una pared se leía un lema pintado a mano, supongo que del puño de Giaconelli. Alguien llamado Zhuang Zhou había dicho que «Cuando el zapato se ajusta bien, nadie piensa en el pie».

Había una habitación repleta de hormas de madera, colocadas en estanterías que iban del suelo al techo. Cada par tenía una etiqueta con un nombre. Louise iba sacando las hormas de distintos lugares y no pude ocultar mi asombro al leer los nombres. Giaconelli había confeccionado zapatos para presidentes norteamericanos ya muertos, pero aún conservaba sus hormas. Había nombres de dirigentes políticos y actores, de personas que habían sido ejecutadas o beatificadas. Resultaba una experiencia alucinante la de ir paseándose entre pies tan célebres. Era como si las hormas hubiesen llegado caminando sobre la nieve y las ciénagas para que aquel maestro al que yo aún no había conocido tuviese la posibilidad de fabricar sus maravillosos zapatos.

– Un proceso de doscientos pasos -explicó Louise-. Se necesita mucho para fabricar un solo zapato.

– Debe de ser muy caro -observé yo-. Cuando los zapatos se convierten en joyas.

Louise sonrió.

– Giaconelli me debe un favor. Se alegrará de poder resarcirme.

«Resarcir.»

¿Cuándo había sido la última vez que había oído aquella palabra tan inusual? No lo recordaba. Tal vez en los bosques el idioma sobrevivía de forma distinta, mientras que en las grandes ciudades las palabras eran perseguidas como proscritos.

Continuamos caminando por la vieja casa. Por todas partes se veían hormas y herramientas; una de las habitaciones despedía un intenso olor a las pieles curtidas que aparecían amontonadas sobre sencillas mesas de madera.

La música había cesado, la ópera había llegado a su fin. Los viejos listones de madera del suelo crujían a nuestro paso.

– Espero que te hayas lavado los pies -dijo Louise cuando llegamos a la última puerta cerrada.

– ¿Y qué pasa si no lo he hecho?

– Giaconelli no dirá nada. Pero se entristecerá, aunque no te lo haga ver.

Louise llamó a la puerta antes de abrirla.

Junto a una mesa sobre la que descansaban ordenadas filas de herramientas había un anciano inclinado sobre una horma parcialmente revestida de piel. Llevaba gafas y, salvo unos mechones de pelo que le cubrían la nuca, estaba calvo. Era menudo, uno de esos hombres que pueden dar la impresión de ser ingrávidos. La habitación sólo tenía una mesa. Las paredes estaban vacías, sin estanterías ni otras hormas, tan sólo las vigas desnudas de las paredes. La música surgía de la radio que había en una de las ventanas. Louise se inclinó y besó al viejo en la coronilla. El hombre pareció encantado de verla y dejó enseguida y con delicadeza el zapato marrón que estaba confeccionando.

– Éste es mi padre -anunció mi hija-. Al fin ha vuelto, después de tantos años.

– Un buen hombre siempre vuelve -repuso Giaconelli en sueco con acento extranjero.

Se levantó y me dio un fuerte apretón de manos.

– Tienes una hija muy hermosa -me dijo-. Y, además, a una excelente boxeadora. Ríe mucho y me ayuda cuando lo necesito. ¿Por qué has estado al margen tanto tiempo?

El hombre seguía sin soltar mi mano y cada vez me la agarraba con más fuerza.

– No he estado al margen. Simplemente, no sabía que tenía una hija.

– Un hombre siempre sabe, en el fondo, si tiene hijos o no. Pero has vuelto. Louise está contenta. Eso es cuanto necesito saber. Lleva demasiado tiempo esperando a que aparezcas a través del bosque. Tal vez, sin saberlo, has estado todos estos años de camino. Resulta tan fácil perderse dentro de uno mismo como perderse por el bosque o en las ciudades.

Fuimos a la cocina de Giaconelli. En contraste con el aspecto ascético de su taller, la cocina estaba invadida de cacerolas, hierbas secas, trenzas de ajos colgadas del techo, candiles e hileras de tarros de especias amontonados en estanterías bellamente trabajadas. En el centro había una enorme mesa de gran solidez. Giaconelli siguió mi mirada y pasó la mano por la lisa superficie.

– Haya -explicó-. La misma maravillosa madera con la que fabrico las hormas. Antes me traían la madera de Francia. Las hormas no pueden fabricarse con ninguna otra madera que la de las hayas que crecen en zonas escabrosas, árboles que soportan la sombra y que no se ven afectados por los inesperados cambios del clima. Siempre había elegido personalmente los árboles que quería que cortasen. Dos o tres años antes de que necesitara reponer mi almacén elegía esos árboles. Siempre los talaban en invierno, los cortaban en largueros de dos metros, nunca más, y los almacenaban a la intemperie durante mucho tiempo. Cuando me vine a vivir a Suecia, me procuré un proveedor de Escania. Ahora ya soy demasiado viejo para emprender cada año un viaje y elegir los árboles. Eso me causa una gran pesadumbre. Pero yo cada vez fabrico menos hormas. Me paseo por esta casa pensando que pronto no fabricaré más zapatos. El hombre que elige los árboles que se han de talar me dio esta mesa de haya cuando cumplí los noventa.

El viejo maestro nos invitó a sentarnos y sacó una botella de vino tinto protegida por un envoltorio de mimbre. Cuando llenó las copas, no le tembló el pulso.

– Un brindis por el padre retornado -dijo alzando su copa.

El vino era excelente. Comprendí que, durante toda mi solitaria estancia en la isla, había estado añorando algo sin saberlo. Compartir un vaso de vino con mis amigos.

Giaconelli empezó a contar extrañas historias acerca de todos los zapatos que había fabricado en su vida, sobre los clientes que siempre volvían y cuyos hijos aparecían un día ante la puerta de su taller, cuando sus padres ya habían pasado a mejor vida. Pero, ante todo, habló de todos los pies que había visto y medido para poder fabricarles después la horma. Acerca del pie sobre el que todo reposaba, la parte del cuerpo que, a lo largo de mi vida, ya me había llevado a cuestas a lo largo de ciento cincuenta mil kilómetros. Sobre la importancia de la cabeza del talón -caput tali- para la fortaleza del pie. Tampoco dejaba de despertar en mí gran interés ese pequeño e insignificante huesecillo en forma de dado, el os cuboideum. Aquel hombre parecía saberlo todo sobre los huesos y los músculos del pie. Yo conocía por mis estudios de medicina muchas de las cosas a las que se refería; por ejemplo, la genial e increíble construcción anatómica que consistía en que todos los músculos debían ser cortos, con el fin de proporcionar fuerza, resistencia y flexibilidad.

Louise dijo que quería que Giaconelli me hiciese un par de zapatos. Él asintió pensativo y observó un buen rato mi rostro antes de centrar su atención en mis pies. Apartó un cuenco de barro lleno de cacahuetes y almendras y me pidió que me subiese sobre la mesa.

– Sin zapatos y sin calcetines. Sé que hay zapateros modernos que consienten en tomar las medidas del pie con los calcetines puestos. Pero yo soy de la vieja escuela. Quiero ver el pie desnudo y nada más.

Jamás en mi vida me había imaginado que, un día, alguien fuese a medirme el pie para hacerme un par de zapatos. Los zapatos eran algo que uno se probaba en una zapatería. Vacilé un instante, pero al final me quité mis viejos zapatos, me quité los calcetines y me subí a la mesa. Giaconelli observó apesadumbrado mis zapatos. Al parecer, Louise ya había presenciado cómo le medían los pies a la gente, puesto que se fue hacia una de las otras habitaciones y volvió con varias hojas de papel, un cartapacio y un lápiz.