Me sonrojé. Harriet tenía razón. Siempre había fisgoneado en las pertenencias ajenas. Incluso he llegado a abrir cartas de otros y, tras haberlas leído, he vuelto a pegar el sobre. Mi madre tenía una colección de cartas cuando era joven, en las que se confiaba a una amiga. Decía que, cuando muriese, debíamos quemar esas cartas juntas, atadas con un lazo, como ella las dejó. Y lo hice, pero después de haberlas leído. Fisgaba en los diarios de mis novias y en sus cajones, y era capaz de trastear en los escritorios de mis colegas. Hubo pacientes en cuyas carteras indagué a conciencia. Nunca me llevé dinero. Eso no me interesaba. Tan sólo los secretos. Los puntos débiles de las personas. Saber lo que nadie más sabía.

Harriet fue la única que me descubrió.

Fue un día en casa de su madre. Me dejaron solo un instante y empecé a revisar un escritorio, cuando Harriet entró en la habitación sin hacer ruido y me preguntó qué estaba haciendo. Ella ya se había dado cuenta de que yo le registraba el bolso. Fue uno de los peores momentos de mi vida. No recuerdo qué contesté. Jamás volvimos a hablar del asunto. Pero tampoco volví a husmear en sus cosas. Sin embargo, sí seguí investigando las vidas de amigos y colegas. Y ahora, ella me hizo recordar qué tipo de persona era yo.

Alisó la colcha y me invitó con un gesto a sentarme a su lado. La idea de que estuviese desnuda bajo las sábanas me excitó de repente. Obedecí y posé la mano sobre su brazo. Harriet tenía una serie de lunares. Los recordaba. «Todo es lo mismo», me dije. «Tras todo el tiempo pasado somos, en realidad, los mismos que en el punto de partida.»

– No quería contártelo -admitió ella-. Podías creer que ésa era la razón por la que había venido a verte, en busca de una ayuda que no existe.

– No hay que perder nunca la esperanza.

– Ni tú ni yo creemos en los milagros. Si suceden, suceden. Pero creer en ellos, esperarlos, no es más que un modo de perder el tiempo que nos toca. Puede que viva un año, puede que medio. De todos modos, creo que me arreglaré unos meses más con el andador y los analgésicos. Pero no me digas que no hay que perder la esperanza.

– Se hacen progresos continuamente. A veces ocurre con una rapidez sorprendente.

Harriet se incorporó un poco más, apoyada en los almohadones.

– ¿Tú crees lo que me estás diciendo?

No respondí. Recordé que alguien me había dicho en una ocasión que la vida era como la relación que tienen las personas con sus zapatos. Uno no podía esperar ni creer que se adaptaban al pie. El que los zapatos apretasen era algo que pertenecía a la realidad.

– Quisiera pedirte algo -declaró Harriet de repente, rompiendo a reír-. ¿No podrías quitarte esas bolitas de papel de la nariz?

– ¿Era eso lo que querías pedirme?

– No.

Fui al cuarto de baño y retiré el papel empapado. Había dejado de sangrar. Me dolía la nariz y vi que se me inflamaría y que me saldría un moretón. Fuera seguía oyéndose el mismo ladrido solitario e inopinado del perro.

Volví y me senté de nuevo en el borde de la cama.

– Quiero que te acuestes aquí a mi lado, sólo eso.

Hice lo que me pedía. Despedía un olor intenso. A través de las sábanas sentía el contorno de su cuerpo. Yo estaba tumbado a su izquierda, como siempre. Harriet extendió el brazo y apagó la lámpara. Eran entre las cuatro y las cinco. A través de la cortina se filtraba la débil luz de una farola solitaria que se alzaba junto a una fuente del jardín.

– Tengo verdaderos deseos de ver la laguna que me -confesó-. Nunca me regalaste ningún anillo. Y tampoco creo que lo hubiese querido. Pero me diste la laguna. Y quiero verla antes de morir.

– Tú no vas a morir.

– Por supuesto que voy a morir. Llega un momento en que a uno ya no le quedan fuerzas para negar lo que se avecina. El hombre es un ser que tiene la muerte como único acompañante seguro durante toda la vida. Incluso los locos suelen presentir cuándo ha llegado la hora. -Harriet guardó silencio. El dolor cedía y se intensificaba continuamente-. A menudo me he preguntado por qué nunca me dijiste nada -prosiguió al cabo de un rato-. Comprendo que encontrases a otra o, simplemente, que ya no quisieras más. Pero ¿por qué no me lo dijiste?

– No lo sé.

– Claro que lo sabes. Tú siempre sabías lo que hacías, incluso cuando asegurabas lo contrario. ¿Por qué te escondiste? ¿Dónde estabas mientras yo te esperaba en el aeropuerto? Permanecí allí durante horas. Aunque al final, el único avión que quedaba era un chárter que partía con retraso a Tenerife. Después pensé que tal vez te hubieses escondido detrás de una columna, que me estarías observando desde allí. Y riéndote.

– ¿Por qué crees que iba a reírme? Yo ya me había marchado.

Ella reflexionó un instante antes de responder.

– ¿Que ya te habías marchado?

– A la misma hora, en el mismo avión, pero el día anterior.

– ¿Lo tenías planeado?

– No sabía si podría tomar el avión. Pero me fui al aeropuerto. Y resultó que un pasajero no se presentó, así que pude cambiar mi vuelo.

– No te creo.

– Te aseguro que así pasó.

– Sé que no. Tú no eras así. Tú no hacías nada sin haberte preparado antes. Solías decir que un cirujano no podía permitirse aprovechar una ocasión. Solías decir que eras cirujano hasta la médula. Sé que lo habías planeado. ¿Cómo osas pedirme que crea algo que no es más que una mentira? Eres el mismo de entonces. Te pasas la vida mintiendo. Me di cuenta demasiado tarde.

Harriet había empezado a hablar con voz chillona, a gritar. Intenté calmarla, le pedí que pensara en las personas que dormían en la habitación contigua.

– No me importan lo más mínimo. Dime cómo es posible que alguien actúe igual que tú en aquella ocasión.

– Ya te he dicho que no lo sé.

– ¿Les has hecho lo mismo a otras mujeres? ¿Las has atrapado en tus redes para luego dejarlas sin más?

– No te entiendo.

– ¿No tienes nada más que decir?

– Estoy intentando ser honrado.

– Mientes. No hay ni una palabra de verdad en lo que dices. ¿Cómo te soportas a ti mismo?

– No tengo nada más que decir.

– Me pregunto qué estará pasándote por la cabeza.

De improviso, me dio un golpecito en la frente con el dedo.

– ¿Qué tienes ahí dentro? ¿Nada? ¿Sólo sombras? -Después se tumbó dándome la espalda. Yo tenía la esperanza de que se le hubiese pasado-. ¿De verdad que no tienes nada que decir? ¿Ni siquiera «perdón»?

– Perdón.

– Si no estuviese tan enferma, te golpearía. Y no volvería a dejarte en paz nunca más. Casi conseguiste arruinarme la vida. Y lo único que quisiera es que pudieses decir algo que me ayudase a comprender.

No respondí. Tal vez algo la hubiese aliviado. Las mentiras siempre son como lastres, aunque al principio parezcan ingrávidas. Harriet se tapó hasta la barbilla.

– ¿Tienes frío? -pregunté tímidamente.

Ella contestó con calma manifiesta.

– Yo no he tenido frío en toda mi vida. He buscado el calor en los desiertos y en los países tropicales. Pero siempre he llevado dentro de mí un pequeño témpano de hielo. La gente siempre arrastra algo. Dolor los unos, desasosiego otros. Yo arrastro un témpano. Tú ese hormiguero que tienes en la sala de estar de tu vieja casa de pescadores.

– Nunca utilizo esa habitación. En invierno allí no pongo la calefacción. En verano la aireo un poco, nada más. Tanto mi abuelo como mi abuela murieron en esa habitación. En cuanto entro en ella casi puedo oír la respiración y sentir el olor de ambos. En una ocasión descubrí que había hormigas dentro. Cuando abrí la puerta varios meses después, vi que habían empezado a construir un hormiguero. Y las dejé hacer.

Harriet se dio la vuelta.

– ¿Qué fue lo que pasó? Te pregunto con toda sinceridad. ¿Por qué te mudaste allí? Por lo que me dijo el hombre que me llevó hasta tu casa, llevas viviendo en esa casa cerca de veinte años.

– Jansson es un canalla. Siempre exagera. Llevo doce años en la isla.

– ¿Un médico que se jubila a los cincuenta y cuatro?

– No quiero hablar de eso. Pasó algo…

– A mí me lo puedes contar.

– No quiero.

– Si me voy a morir muy pronto.

Entonces fui yo quien le dio la espalda pensando que no debía haber accedido. No era la laguna lo que le interesaba. Era yo.

No logré concluir aquel razonamiento.

Sentí que se me acercaba y se apretaba contra mí. El calor de su cuerpo me envolvió al punto y llenó lo que yo llevaba años sufriendo como un absurdo recipiente. Así dormíamos siempre. Yo la transportaba hasta el sueño sobre mi espalda. Durante un instante, pensé que siempre habíamos estado así, durante casi cuarenta años, un extraño sueño del que ambos empezábamos a despertar en aquel momento.

– ¿Qué te ocurrió, dime? Ahora ya puedes contármelo -me animó Harriet.

– Cometí un error fatal durante una operación. Después insistí en que yo no tenía ninguna responsabilidad en lo ocurrido. Me condenaron. No en un juicio, pero sí las autoridades sanitarias. Me dieron un aviso que no pude sobrellevar. No soporto la idea de contarte más, por ahora. Deja de preguntar.

– Pues mejor háblame de la laguna -susurró ella.

– Es negra, dicen que no tiene fondo, sin playa. Un insignificante pariente pobre de todos los hermosos lagos de aguas claras. Al verla, cuesta creer que exista, que no sea sólo una gota de tinta de la naturaleza que se haya derramado por error. En una ocasión, cuando yo era pequeño, vi a mi padre nadar en ella. Ya te lo conté. Pero nunca te dije que, en aquella ocasión, comprendí lo que era la vida. La gente se une para separarse, nada más.

– ¿Hay peces en esa laguna?

– No lo sé. Pero si los hay, deben de ser completamente negros. Incluso invisibles, porque tampoco se los podrá distinguir de las aguas. Peces negros, ranas negras, arañas negras. Y en el fondo, si es que lo hay, una anguila solitaria que se mueve despacio entre dunas.

Harriet se pegó a mí con más fuerza. Pensé que estaba moribunda, que su calor no tardaría en empezar a transformarse en un frío incipiente. ¿Qué era lo que me había dicho? ¿Que llevaba un témpano en su corazón? De modo que para ella la muerte era hielo y sólo eso. La muerte nunca es igual para todos, la sombra que nos sigue se nos presenta a cada uno de modo distinto. Yo quería darme la vuelta y abrazarla tan fuerte como pudiese. Pero algo me lo impedía. Tal vez aún temía lo que en su día me hizo abandonarla. Demasiada cercanía, sentimientos a los que no era capaz de enfrentarme.