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– Pues yo no diría eso -replicó Michael por lo bajo.

– Aquí ocurren muchas cosas de las que no estamos enterados. Maldita sea, ella sabe algo por lo que nos podrían matar a todos. Seguro que se trata de un puñetero asunto de seguridad del FBI, y, maldita sea, no dejaré que ni tú ni Tess corráis un riesgo sólo porque el jodido FBI no quiere compartir su información. -John se giró y encaró a su hermano-. Y si ella no es consciente de ello, te aseguro que lo tiene guardado en su cabeza, y con tu acaramelada compasión no conseguirás sonsacarle la verdad.

– He sido poli quince años, por si lo has olvidado -dijo Michael, y dio unos pasos en dirección a John-. Puede que no haya llegado a ser un gran comando Delta, pero te aseguro que sé muy bien cómo protegerme y proteger a los que están a mi cargo.

– ¡No puedes ver más allá de su cara bonita!

Michael apretó los puños, temblando de ira.

– Nunca olvidarás mi jodido fracaso con Jessica.

John estaba enfadado consigo mismo. No quería herir los sentimientos de su hermano.

– Lo siento, Mickey. No era mi intención confundir las dos situaciones. Pero, Dios mío, ¿no ves que aquí hay gato encerrado? No dejaré que arriesgues tu vida por una mujer, por cualquiera, que no nos lo cuente todo. Es evidente que el asesinato de los Franklin tiene algo que ver, sobre todo si ella tiene pesadillas. Creo que tenemos que averiguar algo más acerca de Rowan Smith. Ella tiene la clave.

Al final, Michael le devolvió la mirada.

– Tienes razón, John. Mañana por la mañana, cuando todos hayamos tenido tiempo para pensar en ello, nos sentaremos con Rowan y escarbaremos en su cerebro.

– Me parece un buen plan -dijo John, y se acercó a su hermano. Alargó el brazo y le dio un apretón en el hombro-. Somos un equipo en este asunto, Mickey, como siempre.

– ¿Lo somos?

John apenas lo escuchó, aunque estaban uno al lado del otro.

– Sí, Mickey, lo somos -respondió, también con un hilo de voz.

Pero no creía que su hermano lo escuchara.

John dejó escapar un suspiro, sacó su teléfono móvil y marcó un número de Washington.

– Soy Flynn. Necesito una información.

Se les veía tan encantadores, sentados juntos en el sofá comiendo palomitas de maíz y mirando una estúpida película romántica en la tele. Habían preparado las palomitas con una antigua olla para palomitas, no con las nuevas bolsas para microondas que se cocinaban en cuatro minutos. No, éstas eran de las que se hacían poniendo aceite en el fondo y mantequilla encima. Las palomitas saltaban hasta que llenaran la olla. Como solía hacerlas su madre.

Retrato de una familia perfecta , decía el libro. ¿Perfecta? ¡Vaya broma!

Pensó en su patética familia. Su padre podía ser fuerte, pero la mayoría de las veces se portaba como un tonto, un débil. Dejaba que su madre se encargara de la casa cuando esa perra no hacía otra cosa que rezongar. Siempre pidiendo esto o exigiendo lo otro. Su padre trabajaba duro para alimentar a la familia y les había dado una bonita casa en las afueras, pero su madre no hacía más que rezongar y rezongar y siempre pedir más.

Dinero. Sólo pensaba en eso, la muy perra.

Oía la voz de su madre como si fuera ayer.

Estaba hurgando en el bolso de su madre en busca de dinero cuando la oyó venir por el pasillo. Así que se escondió en el armario y dejó la puerta corredera entreabierta para verla si se acercaba. Era de noche y ella pensaba que él estaba en la cama.

Sólo tenía ocho años, pero hacía mucho que robaba dinero. Hoy necesitaba más balines para la pistola de aire comprimido. Recordaba cuándo se la había comprado su padre, el gesto más maravilloso que jamás había tenido con él. Y cuando a esa perra le dio por protestar él sólo le dijo que si le daba la gana de comprarle una pistola de aire comprimido a su hijo, lo haría sin dudarlo un instante.

Sonrió, pensando en por qué necesitaba los balines. Había gastado treinta y seis balines para matar por fin al estúpido gato de la señora Crenshaw.

Para su próximo cumpleaños, pediría una pistola calibre veintidós.

Su madre se puso a hacer esas cosas que hacen las chicas frente al tocador: quitarse el maquillaje y cepillarse el pelo, cuando entró su padre.

– Hola, cariño -dijo su madre -. Llegas tarde a casa.

– Tengo que alimentar y vestir a toda una familia -dijo su padre, que parecía irritado con algo.

– Ya lo sé. Sólo que te echaba de menos.

Se incorporó, se le acercó y lo besó. Ecs. Siempre que se daban esos besos, a él le venían ganas de vomitar.

Su padre suspiró y le tocó el vientre. Comenzaba a crecer. Otro bebé. ¿Por qué tenían que tener otro? ¿Acaso no había suficientes mocosos en esa casa?

Su padre se aflojó la corbata y su madre dijo:

– Hoy he ido a mirar camas para las chicas. Ya que tienen que compartir una habitación, creo que sería bonito comprarles camas idénticas.

– ¿Por qué no me lo has preguntado antes? Supongo que no habrás comprado nada.

– No, no, sólo estuve mirando. Pensaba que… ya que te han dado esa paga extra, podríamos comprar unas cuantas cosas para la casa que necesitamos desde hace tiempo. Ya sabes, nada extravagante, pero…

– ¿Eso es lo único que te preocupa? ¿El dinero? -Su padre dio un golpe con tanta fuerza en el tocador que las botellas de perfume y otras cosas de chicas cayeron al suelo y se quebraron.

– No, cariño, tú sabes que no… Pero ahora que viene el bebé, pensé que…

¡Zas! ¡Cachetazo!

– Calla de una vez con lo del maldito bebé.

Su madre se puso a sollozar.

– Me dijiste que te alegrabas.

Fue como si el tiempo se detuviera, y su pequeño corazón se puso a latir con tanta fuerza, lleno de miedo y de una especie de excitación que no acababa de entender. ¿Qué iba a hacer su padre?

Al cabo de unos minutos, su padre se pasó la mano por el pelo, que llevaba muy corto.

– Lo siento, cariño, no quería… sólo que estoy con mucha tensión en el trabajo. -Se inclinó para besarla en la mejilla enrojecida.

– Lo sé, lo sé. -Su madre lloraba y lo abrazaba -. Todo irá bien. Yo puedo volver al trabajo y…

Él la apartó bruscamente.

– ¿Al trabajo? Nunca. Hicimos un trato. Tú cuidas de los niños y te ocupas de la casa, y yo gano el dinero necesario para vivir.

– Lo sé, y me encanta ser tu esposa, de verdad. Pero si nos cuesta llegar a fin de mes, si vamos a perder la casa, si…

¡Zas! ¡Cachetazo!

– ¿Por qué quieres volver al trabajo? ¿Tiene algo que ver la visita de George Claussen la semana pasada?

– George, yo… me dijo que podía recuperar mi trabajo de antes, si lo quería. Media jornada, mientras los niños están en el colegio. Y cuando llegue el bebé…

¡Zas! ¡Cachetazo!

– Tú y George andáis haciendo cosas cuando yo no estoy, ¿eh?

– ¡No!

¡Cachetazo!

– ¡A mí no me mientas!

– No te miento. -Sollozos. Más sollozos. Las chicas sólo sabían llorar. Sobre todo su madre. Siempre llorando y su padre siempre cedía. ¡Qué estúpido!

Odiaba a su madre.

– NO volverás a trabajar. No lo necesitamos. Yo me encargaré. Siempre te daré lo que necesitas. Me crees, ¿no? ¿Me crees o no?

– S… sí. Lo… lo siento mucho. No quiero volver al trabajo. Eres un marido y un padre estupendo. Te quiero mucho. -Se quedó lloriqueando en el suelo, diciendo tonterías sin parar.

– Ay, cariño.

Mientras observaba desde el armario, vio que la rabia de su padre desaparecía mientras levantaba a su madre del suelo y la abrazaba.

– Lo siento, lo siento mucho. No quería… Ya sé que no me engañarías. Sé que me quieres.

– Claro que te quiero, te quiero -dijo ella entre sollozos, aferrándose a él.

Hicieron el amor en la cama mientras él miraba desde el armario. Había oído hablar del sexo, pero no sabía de qué se trataba.

Ahora lo sabía.

Al comienzo, pensó que su padre iba a matar a su madre. Ella gruñía y gritaba y el timbre de su voz era muy agudo. Por un momento, quedó desconcertado y pensó que su madre estaría muerta, que se iría, junto con ese estúpido bebé que llevaba en el vientre.

Pero no murió. Y su padre se disculpaba una y otra vez. Le dijo que la amaba, que amaba al bebé, que amaba a todo el mundo.

¡Pringado!

Un pringado.

Tuvo un estremecimiento en la noche. El aire húmedo de Portland le recordaba su infancia, y eso le recordaba lo mucho que odiaba a su familia.

Miró por la puerta del patio y sonrió. La familia perfecta para la foto, sentados en el sofá, sonriendo. Soltó una risilla. No había familias perfectas. La gente creía que su familia era perfecta. Al menos durante un tiempo. ¡Vaya chiste!

En el interior de la casa, la madre, la señora Gina Harper, divorciada, se incorporó y se desperezó.

Es hora de acostarse , murmuró.

La niña mayor, una adolescente, bostezó y se incorporó lentamente del sofá. La niña más pequeña, de unos cinco o seis años, protestó. Llevaba el pelo negro y rizado recogido en coletas. Gina Harper la cogió, le hizo cosquillas y se la llevó de la sala. La chica mayor miró hacia donde estaba él con un gesto extraño, luego juntó los platos de palomitas y las latas de refresco, apagó las luces y siguió a su madre y su hermana.

A él se le aceleró el corazón con sólo pensar que quizás ella lo había intuido. Que de alguna manera conocía su destino.

Que ella sería la próxima en morir.

Pero, por supuesto, ella ni siquiera lo había visto, ni siquiera sabía que estaba en el patio de ladrillos, en el exterior del salón familiar. Se había preparado con mucho cuidado.

Esta vez habría una pequeña discordancia menor con el libro, pero estaba seguro de que la autora lo agradecería.