Изменить стиль страницы

28

Pasé la mañana del domingo cuidando a Sam, que lloró, durmió y balbuceó como un personaje de cómic de Foghorn Leghorn en una historia de nunca acabar. Quise leer los periódicos para saber lo que la policía estaba diciendo de mí, pero hacía tiempo que habían dejado de enviarlos por falta de pago. Traté de no pensar en Grady, lo que no me resultó muy difícil, ya que estaba atareada con Sam, que me juraba que quería curarse.

– ¿De verdad? -le pregunté mientras le hacía una tostada, el único alimento que pude encontrar en el apartamento.

– -Estoy preparado para dejarlo. Se acabó.

– -Aún estás a medio camino, Sam.

– Lo sé. «Tal vez, digo, tal vez haya sido un solterón demasiado tiempo.»

– Basta ya de cómics. -Coloqué la tostada en un plato reluciente y se lo puse delante mientras él se apoyaba en un codo sobre la mesa-. No volveré a repetírtelo.

– Bueno, bueno -refunfuñó Sam agitando una mano temblorosa en el aire. Tenía los ojos enrojecidos tras las gafas, la piel con un tono amarillento y estaba en los huesos, ahora que no se cubría con un traje hecho a medida-. Pensé que te gustaban, Bennie. ¿Por qué te irritan tanto y tan de repente?

– Me he dado cuenta de que los usas como fachada! Te escondes detrás de ellos, no quieres enfrentarte con la realidad. Lo he visto y comprobado.

Puso los ojos en blanco.

– Neurasténica -musitó.

– Sam, ya me has oído. Ahora, come.

Cogió la tostada y volvió a dejarla.

– ¿Ha llamado Ramón?

– Olvídate de él. Es una mala influencia para ti.

– Por supuesto que sí. Por eso me gusta. «Solo me gustan si son altos, morenos y siniestros.»

Lo miré con suspicacia.

– Es de algún cómic, ¿no?

– -De ninguna manera. De modo que llamó, ¿verdad?

– No tiene importancia. No permitiré que vuelvas jugar con él.

– -¿Te haces cargo de mi alimentación y de todo?

– -Bingo.

– -Espero que lo hagas mejor conmigo que con Jammie 17. Está demasiado flaco. --Siguió al gato con los ojos mientras este caminaba de un lado a otro y se frotaba contra el taburete de la cocina.

– Ayer le di unas galletas.

– Necesita comida de verdad.

– Cuando anochezca, saldré a buscar comida para le dos. -Me sacudí de las manos las migas de tostada en moderna cocina. Estaba reluciente tras mi limpieza da la noche anterior y tan vacía que nadie diría que allí vivía alguien.

Sam guardó silencio un momento.

– -Muchas gracias por lo de anoche, por todo lo que hiciste.

– -Olvídalo.

– -No, sé que estás en peligro. Esto es lo último que te faltaba.

– -No me importa ayudarte, pero no soy una experta. El hombre del servicio telefónico de ayuda me dijo que tendrías que ingresar en un centro de rehabilitación.

– No, jamás -gruñó Sam-. De ninguna manera.

– Me dijo que Eagleville está bien y además no está lejos de aquí.

– No lo necesito. Puedo hacerlo solo. Estoy a mitad de camino. Tú misma lo dijiste.

– Me dijo que es lo mejor. Se trata de adquirir una nueva forma de comportamiento.

Se le subieron los colores.

– -No asistiré a ninguna rehabilitación de mierda. No estoy dispuesto a perder todo lo que he conseguido en Grun. No. Aprecio todo lo que estás haciendo por mí. Sé que ha sido duro para ti, pero no insistas con esto de la rehabilitación. Eso es todo, amiga mía.

– Pero necesitas una terapia…

– ¿Una terapia de electroshock? ¿Como tu madre?

Fue un golpe bajo. No supe qué decir. Se me hizo un nudo en la garganta.

– Mierda -dijo frotándose irritado la frente-. Mierda. Lo siento.

«¿Una terapia de electroshock?» No pude aguantar esas palabras. Me hacían demasiado daño; dejaron en el ambiente un desagradable malestar. Porque era cierto. Yo había enviado a mi madre al electroshock. Había apretado un gigantesco botón rojo en su cerebro. La había hecho saltar por los aires. ¿Cómo estaba ahora, a menos de diez minutos de aquí? ¿Me animaba a ir a plena luz del día?

– Bennie, no era mi intención decirte eso. Estaba furioso. -Sam quiso cogerme de la mano, pero yo ya me dirigía a la puerta del apartamento. Quería irme. Quizá a buscar comida, quizá a ver si mi madre estaba bien.

– Volveré -le dije.

– -Bennie, lo siento. No te vayas.

– Tú y el gato necesitáis alimentaros. Espera aquí y no contestes el teléfono.

– No era mi intención. -Se puso de pie haciendo un esfuerzo y casi se cae al intentar seguirme hasta la puerta-. Bennie…

– Cuida del gato -dije, y cerré la puerta.

Al salir del edificio, me puse las gafas oscuras bajo el sol brillante. Estaba nerviosa, expuesta a cualquier peligro. Había demasiada gente en Rittenhouse Square. Un chico que hacía jogging casi me atropella y tuve que esquivarle de un salto.

– -¡A ver si mira por dónde va! --gritó un portero--. ¿Está bien, señorita? -Se me acercó. Era un hombre mayor con una gorra marrón y una chaqueta con hombreras.

– -Estoy bien.

– -¿Está segura? -Sus ojos acuosos mostraban preocupación-. Pensé que se la llevaba por delante.

– -Estoy bien, no se preocupe.

– -No está permitido correr así, ¿sabe? Esto es propiedad privada, no pública, ya me entiende.

– Sí, gracias, pero he de irme.

– Si están corriendo, ¿para qué necesitan un atajo? Se supone que quieren hacer ejercicio, ¿verdad? -siguió diciendo incluso cuando yo ya me alejaba-. ¿Por qué lo hacen?

Pero yo ya estaba en marcha vigilando la calle tras mis gafas de sol. No había coches de policía con o sin matrícula a la vista y la plaza estaba llena de viandantes que disfrutaban del buen tiempo. Había deportistas que corrían, amantes abrazados leyendo periódicos en los bancos. Caminé rápidamente por la acera del edificio de Sam y pasé de largo por la tienda de comestibles de la esquina porque era una clienta habitual.

Me dirigí a la soleada calle Veintidós pasando por las boutiques exclusivas que abastecían este distrito residencial de gente rica. Procuraba no levantar la cabeza para no encontrarme con nadie conocido, y me encaminé al supermercado de la calle Spruce. Era inmenso, anónimo y jamás hacía mis compras allí.

Me faltaba una manzana para llegar, pero me sentía acalorada en mi ropa arrugada. Miraba a un lado y a otro, fijando la atención en los coches que había a ambos lados de la calle. Ningún Crown Vic a la vista, pero cuando giré en la esquina me tropecé con un coche patrulla.

Dios santo. Respiré hondo. Era un coche blanco con el emblema dorado y turquesa de la policía de Filadelfia. Tenía el motor en marcha, pero no había nadie en su interior. Estaba frente a un restaurante chino. Tal vez el policía estaba tomando un café, tal vez no. ¿Me buscaban en las inmediaciones de la casa de mi madre o por todo el centro de la ciudad? La zona era pequeña.

Me apresuré al pasar por la tienda Great Scot y me olvidé de mis compras. El instinto me ordenaba salir corriendo, esconderme. Mantuve el ritmo en las piernas y giré en la esquina, saliendo de la calle Spruce y del área de visión del coche patrulla. Empecé a caminar más rápido mirando el reloj como si llegase tarde a algún sitio. Era una mujer con la ropa arrugada y con muchísima prisa un domingo por la mañana. ¿Llegaba tarde a misa? ¿O a una reunión de amigas?

Traté de correr sin mostrarme demasiado temerosa. No sabía adonde iba. Tampoco podía volver a casa de Sam. Era demasiado arriesgado. Estaba demasiado lejos de la casa de mi madre, si hubiera querido ir allí. No tenía adonde ir. Huía y tenía miedo.

Delante de mí, a pocas manzanas, estaba el Silver BuIlet. Un rascacielos impresionante. Grun. ¿Por qué no? Era un sitio tan bueno como cualquiera y yo todavía era Linda Frost. ¿Una abogada de Nueva York trabajando un domingo? Normal.

Mantuve el ritmo de mis pasos, adelanté a los domingueros de compras y a los turistas y me encaminé hacia el edificio. Estaba sudando, pero no jadeaba demasiado. Gracias a Dios por las gradas del estadio y por el remo. Gracias a Dios que aún estaba en libertad. Pensándolo bien, quizá creyera en Dios. Reduje el paso adoptando la parsimonia habitual en una abogada y empujé las puertas giratorias del edificio, donde de repente perdí toda compostura.

Frente al mostrador de recepción había dos policías de uniforme hablando con el guardia de seguridad.