El tren ha disminuido la velocidad porque nos estamos acercando a una ciudad, con la posibilidad de desayunar. Desistiré de momento y volveré con esto después.
Por la tarde, Bucarest Me apetecería hacer una siesta, si mi mente no se hallara en tal estado de inquietud y nerviosismo. Aquí hace un calor sofocante. Pensaba que éste era un país de montañas heladas, pero, si las hay, aún no me he encontrado con ninguna todavía. Hotel agradable, Bucarest es una especie de París del Este diminuta, majestuosa, pequeña y un poco decadente, todo al mismo tiempo. Debió de.ser muy elegante en los ochenta y noventa del siglo pasado. Me costó Dios y ayuda encontrar un taxi, y después un hotel. Pero mi habitación es muy cómoda, y podré descansar, lavarme y pensar en lo que debo hacer. Me siento casi inclinado a no poner por escrito lo que me propongo, pero te quedarás tan perplejo por mis chifladuras si no lo hago que me creo en la obligación. Para abreviar, estoy metido en una especie de investigación, voy a la caza de Drácula como historiador, pero no del conde Drácula del teatro romántico, sino de un Drácula real, Drakulya, Vlad III, un tirano del siglo XV que vivió en Transilvania y Valaquia, y se dedicó a mantener alejado de sus tierras al Imperio otomano lo máximo posible. Estuve en Estambul casi toda una
semana para consultar un archivo que contiene algunos documentos sobre él recogidos por los turcos, y durante mi estancia descubrí una colección de mapas que considero las claves del paradero de su tumba. Cuando vuelva, te explicaré con todo lujo de detalles lo que me impulsó a emprender esta búsqueda, y sólo te suplico indulgencia en el ínterin. Esta decisión de interesarme por esta búsqueda puedes achacarla a la juventud, amigo prudente.
En cualquier caso, mi estancia en Estambul derivó al final hacia lo siniestro y me ha asustado bastante, aunque supongo que eso sonará como una chiquillada desde lejos. Pero no es fácil disuadirme de algo una vez me he metido en ello, y no pude evitar la tentación de venir aquí con las copias que hice de esos mapas, en busca de más información sobre la tumba de Drakulya. Debería explicarte, como mínimo, que se supone que fue enterrado en el monasterio erigido en la isla del lago Snagov, en la parte occidental de Rumania. La región se llama Valaquia. Los mapas que descubrí en Estambul, con la tumba muy bien señalada en ellos, no muestran ninguna isla, ningún lago, ni nada que se parezca a la parte occidental de Rumania, por lo que yo sé. Siempre me pareció una buena idea comprobar lo evidente primero, puesto que lo evidente es a veces la respuesta correcta. Por lo tanto, he resuelto (pero ahora estoy seguro de que sacudirás la cabeza por lo que calificarás de testarudez estúpida) dirigirme al lago Snagov con los mapas y comprobar por mí mismo que la tumba no está allí. Aún no sé cómo lo haré, pero no puedo empezar a buscar en otro.sitio hasta que no haya descartado esa posibilidad. Y tal vez, al fin y al cabo, mis mapas son una especie de broma pesada antigua y encontraré abundantes pruebas de que el tirano duerme allí desde que fue sepultado.
Debo estar en Grecia el 5, de modo que me queda muy poco tiempo para esta excursión.
Sólo quiero saber si los mapas coinciden con el emplazamiento de la tumba. Por qué he de saberlo, esto no te lo puedo decir ni a ti, querido amigo. Ojalá lo supiera yo. Tengo la intención de concluir mi gira rumana visitando Valaquia y Transilvania. ¿Qué acude a tu mente cuando piensas en la palabra «Transilvania», si te paras un momento a ello? Sí, lo que yo pensaba. Sabiamente, no lo haces. Pero lo que acude a mi mente son montañas de salvaje belleza, castillos antiguos, licántropos, brujas… Un país de oscuridad mágica. En
suma, ¿cómo voy a creer que aún estoy en Europa cuando entre en ese reino?
Te informaré de si es Europa o el País de las Hadas cuando llegue. Primero, Snagov. Parto mañana.
Tu devoto amigo,
Bartholomew Rossi
22 de junio
Lago Snagov
Mi querido amigo:
Aún no he visto ningún lugar desde el que enviar por correo mi primera carta, para mandarla con la confianza de que llegará a tus manos, quiero decir, pero seguiré escribiendo pese a eso, pues han sucedido muchas cosas. Ayer pasé todo el día en Bucarest intentando localizar buenos mapas (ahora ya tengo mapas de carreteras de Valaquia y Transilvania) y hablando con todo el mundo que pude encontrar en la universidad interesado en la historia de Vlad Tepes. Nadie parecía tener ganas de hablar del tema, y tengo la sensación de que por dentro, cuando no por fuera, se persignan cuando menciono el nombre de Drácula. Después de mis experiencias en Estambul, esto me pone un poco nervioso, pero continuaré adelante.
En cualquier caso, ayer conocí a un joven profesor de arqueología en la universidad, lo bastante amable para informarme de que uno de sus colegas, un tal señor Georgescu, se ha especializado en la historia de Snagov y está excavando en la isla este verano. Me entusiasmó saber esto y he decidido poner los mapas, las bolsas y a mí mismo en manos de un conductor que me llevará allí hoy. Está a unas pocas horas en coche de Bucarest, dice, y nos iremos a la una. Ahora debo ir a comer a algún sitio (los pequeños restaurantes de la ciudad son muy agradables, con destellos de lujo oriental en su cocina) antes de partir.
Por la noche Mi querido amigo: No puedo evitar continuar esta unilateral correspondencia (ojalá llegue algún día a tus manos), porque ha sido un día de lo más extraordinario y necesito hablar con alguien. Me fui de Bucarest en una especie de taxi pequeñito y pulcro, conducido por un hombrecillo igualmente pulcro con el que apenas pude intercambiar dos palabras (Snagov gire una de ellas). Tras una breve sesión con mis mapas de carreteras y muchas palmadas
tranquilizadoras en el hombro (es decir, en el mío), nos marchamos. Nos llevó toda la tarde. Recorrimos muchas carreteras, la mayoría pavimentadas pero polvorientas, atravesando un paisaje encantador, en su mayor parte agrícola, aunque en ocasiones boscoso, hasta llegar al lago Snagov.
La primera insinuación que tuve del lugar fue la mano nerviosa del chófer, que señalaba algo. Miré por la ventanilla, pero sólo vi bosque. Esto únicamente fue una introducción, sin embargo. No sé muy bien qué esperaba. Supongo que estaba tan dominado por mi curiosidad de historiador que no esperaba nada en particular. La primera visión del lago me expulsó de mi obsesión. Era un lugar de un encanto excepcional, amigo lino, bucólico y sobrenatural. Imagina, si quieres, una extensión de agua larga y centelleante, la cual vislumbras desde la carretera entre densas arboledas. Diseminadas por el bosque se ven hermosas villas (a veces sólo se vislumbra una elegante chimenea, un muro que se curva), muchas de las cuales parecen datar de principios del siglo pasado o antes.
Cuando llegas a un claro del bosque (aparcamos cerca de un pequeño restaurante, con tres barcas amarradas detrás), miras hacia la isla donde se halla el monasterio, y allí, por fin, contemplar un panorama que sin duda ha cambiado poco a lo largo de los siglos. La isla se encuentra a escasa distancia en harca de la orilla y es boscosa como las riberas del lago.
Sobre los árboles se alzan las espléndidas cúpulas bizantinas de la iglesia del monasterio, y desde donde estamos se ove el tañido de las campanas, golpeadas (como averigüé más tarde) por el mazo de madera de un monje. Me dio un vuelco el corazón al oír ese sonido de campanas que flotaba sobre el agua. Se me antojó, con toda exactitud, uno de esos mensajes del pasado que piden a gritos ser interpretados, aunque no estés seguro de qué dicen. Mi conductor y yo, de pie bajo la luz del atardecer que se reflejaba en el agua, habríamos podido ser espías del ejército turco, inspeccionando ese bastión de una fe ajena, en lugar de dos hombres modernos bastante cubiertos de polvo apoyados contra un automóvil.
Habría podido seguir mirando y escuchando mucho más tiempo sin impacientarme, pero la determinación de localizar al arqueólogo antes del anochecer me espoleó hacia el restaurante. Utilicé el lenguaje de los signos y mi mejor latín para conseguir una barca que nos llevara a la isla. Sí, sí, había un hombre de Bucarest excavando con una pala allí, consiguió comunicarme el propietario, y veinte minutos después desembarcábamos en la orilla de la isla. El monasterio era todavía más encantador de cerca, y algo inabordable, con sus muros antiguos y altas cúpulas, todas coronadas con cruces muy trabajadas de siete puntas. El barquero subió los escalones delante de nosotros, y yo ya iba a entrar por las grandes puertas de madera cuando el individuo nos indicó la parte posterior.
Mientras rodeábamos aquellos bellos muros antiguos, me di cuenta de que por primera vez estaba pisando los talones a Drácula. Hasta entonces había estado siguiendo su pista a través de un laberinto de documentos, pero ahora me hallaba en una tierra que sus pies (¿con qué irían calzados?, ¿botas de piel con una cruel espuela sujeta a ellas?) tal vez habían hollado. Si hubiera sido de los que se persignan, lo habría hecho en aquel momento.
Siendo como soy, experimenté el repentino impulso de dar una palmada en el hombro cubierto de tosca lana del barquero y pedirle que nos devolviera a tierra de nuevo. Pero no lo hice, como puedes imaginar, y espero que no me arrepentiré al final de haber contenido mi mano.
Detrás de la iglesia, en medio de unas extensas ruinas, encontramos en efecto a un hombre con una pala. Era de aspecto robusto y edad madura, con pelo negro rizado, los faldones de la camisa blanca fuera de los pantalones y las mangas subidas hasta los codos. Dos muchachos trabajaban a su lado, removían la tierra con las manos cautelosamente, y de vez en cuando el hombre dejaba la pala y hacía lo mismo. Estaban concentrados en un área muy pequeña, como si hubieran encontrado algo de interés en ella, y sólo cuando nuestro barquero les saludó a gritos levantaron la vista.
El hombre de la camisa blanca se adelantó y nos examinó de arriba abajo con sus penetrantes ojos oscuros. El barquero improvisó entonces las presentaciones con la colaboración del taxista. Extendí la mano y probé una de las pocas frases que sabía en rumano antes de volver al inglés.
– Ma numesc Bartholomew Rossi. Nu va suparati…
Había aprendido esta deliciosa frase, con la cual interrumpes a un desconocido para solicitarle información, gracias al conserje de mi hotel de Bucarest. Significa literalmente «No te enfades». ¿Te imaginas una frase cotidiana más cargada de historia? «No saques tu puñal, amigo. Sólo estoy perdido en este bosque y necesito que alguien me oriente para salir.» No sé si fue la utilización de la frase o probablemente mi acento atroz, pero el arqueólogo estalló en carcajadas mientras estrechaba mi mano.