Extendió la mano y le devolví el libro de buen grado, pues era muy antiguo y frágil.

– ¿Lo compraste en algún sitio?

– Lo encontré sobre mi escritorio cuando aún era estudiante.

Un escalofrío me recorrió, y lo reprimí, avergonzado.

– ¿En tu escritorio?

– En el cubículo de mi biblioteca. Nosotros también teníamos. La costumbre se remonta a los monasterios del siglo séptimo.

– ¿De dónde…? ¿De dónde salió? ¿Fue un regalo?

– Quizá. -Rossi sonrió de una manera extraña. Daba la impresión de estar controlando alguna emoción oculta-. ¿Te apetece otra taza?

– Pues sí, la verdad -dije con la garganta seca.

– Mis esfuerzos por localizar a su propietario fueron en vano, y la biblioteca fue incapaz de identificarlo. Ni siquiera la biblioteca del Museo Británico lo había visto antes, y me ofreció una suma considerable por él.

– Pero no quisiste venderlo.

– No. Me gustan los rompecabezas. Eso le pasa a todos los estudiosos de verdad. Es la recompensa de la profesión, mirar a la bonita cara de la historia y decir: «Sé quién eres. No puedes engañarme».

– Entonces, ¿qué es? ¿Piensas que este ejemplar más grande fue hecho por el mismo impresor al mismo tiempo?

Sus dedos tamborilearon sobre el antepecho de la ventana.

– Hace años que no he pensado en él, al menos lo he intentado, aunque siempre lo noto… allí, sobre mi hombro. -Indicó el hueco oscuro que había entre los compañeros del libro-. Ese estante de arriba del todo es mi fila de fracasos. Y de cosas en las que prefiero no pensar.

– Bien, tal vez ahora que te he encontrado un compañero para él, podrás encajar mejor las piezas. Tienen que estar relacionados.

– Tienen que estar relacionados.

Era un eco vacío, aunque viniera acompañado por el olor a café recién hecho.

La impaciencia, y una sensación algo febril que solía asaltarme en aquellos días de falta de

sueño y agotamiento mental, me impelió a insistir para saber más sobre el libro.

– ¿Y tu investigación? No me refiero a los análisis químicos. ¿Intentaste averiguar más…?

– Intenté averiguar más. -Volvió a sentarse y extendió a ambos lados de su taza de café las menudas manos-. Temo que te debo algo más que una historia -dijo en voz baja-.

Tal vez te debo una especie de disculpa, ya verás por qué, aunque jamás desearía de manera consciente que uno de mis estudiantes cargara con ese legado. La mayoría de mis estudiantes, al menos. -Sonrió con afecto, pero también con tristeza, pensé-. ¿Has oído hablar de Vlad Tepes, el Empalador?

– Sí, Drácula. Un señor feudal de los Cárpatos, también conocido como Bela Lugosi.

– Ése es…, o uno de ellos. Ya eran una familia antigua antes de que su miembro más desagradable accediera al poder. ¿Le buscaste en las enciclopedias antes de salir de la biblioteca? ¿Sí? Mala señal. Cuando mi libro apareció de una forma tan rara, aquella misma tarde busqué la palabra, el nombre, así como Transilvania, Valaquia y los Cárpatos.

Obsesión instantánea.

Me pregunté si sería un cumplido velado (a Rossi le gustaba que sus estudiantes trabajaran a pleno rendimiento), pero lo dejé correr, temeroso de interrumpir su relato con un comentario fuera de lugar.

– Bien, los Cárpatos. Siempre ha sido un lugar místico para los historiadores. Un estudiante de Occam viajó allí, a lomos de un asno, supongo, y como resultado de sus experiencias escribió una obrita llamada Filosofía del horror. La historia básica de Drácula ha sido explotada hasta la saciedad, y no queda gran cosa por explorar. Tenemos al príncipe valaco, un gobernante del siglo quince, odiado por el imperio otomano y por su propio pueblo al mismo tiempo. Se cuenta entre los tiranos medievales europeos más detestables.

Se calcula que mató como mínimo a veinte mil de sus compatriotas valacos y transilvanos.

Drácula significa «hijo de Dracul», hijo del dragón, más o menos. El emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Segismundo introdujo a su padre en la Orden del Dragón, una organización destinada a defender el imperio de los turcos otomanos. De hecho, existen pruebas de que el padre de Drácula cedió su hijo a los turcos como rehén durante un tiempo tras un pacto político, y Drácula adquirió el gusto por la crueldad observando los métodos de tortura otomanos.

Rossi meneó la cabeza.

– En cualquier caso, Vlad murió en el curso de una batalla contra los turcos, o tal vez por accidente a manos de sus propios soldados, y fue enterrado en un monasterio de una isla del lago Snagov, ahora en posesión de nuestra amiga socialista Rumanía. Su memoria se convirtió en leyenda, pasó de generación en generación de campesinos supersticiosos. Y a finales del siglo diecinueve, un escritor perturbado y melodramático, Abraham Stoker, se apodera del nombre de Drácula y lo vincula con un ser de su invención, un vampiro. Vlad Tepes era horriblemente cruel, pero no era un vampiro, por supuesto. No encontrarás ninguna mención a Vlad en el libro de Stoker, pero éste reunió información útil sobre leyendas relacionadas con los vampiros, y también sobre Transilvania, sin haberla pisado nunca, aunque Vlad Drácula gobernó Valaquia, que tiene frontera con Transilvania. En el siglo veinte, Hollywood toma las riendas y el mito continúa viviendo, resucitado. Ahí termina mi frivolidad, por cierto.

Rossi dejó la taza a un lado y enlazó las manos. Por un momento, pareció incapaz de continuar.

– Puedo ser frívolo en relación con la leyenda, que ha sido comercializada hasta extremos aberrantes, pero no sobre el resultado de mi investigación. Me sentí incapaz de publicarla, en parte por la existencia de esa leyenda. Pensé que nadie tomaría el tema en serio. Pero también había otro motivo.

Lo cual me dejó paralizado mentalmente. Rossi no dejaba piedra por publicar. Era parte de su productividad, su genio prolífico. Aconsejaba con severidad a sus estudiantes que hicieran lo mismo, que no desperdiciaran nada.

– Lo que descubrí en Estambul era demasiado grave para tomarlo a burla. Tal vez me equivoqué en mi decisión de mantener oculta esta información, pues así la considero, pero cada uno tiene sus supersticiones particulares. La mía es propia de historiadores. Tuve miedo.

Le miré y exhaló un suspiro, como si no se decidiera a continuar.

– Vlad Drácula siempre había sido estudiado en los grandes archivos de la Europa Central y del Este, o en su región natal. Pero empezó su carrera exterminando turcos, y descubrí que nadie había buscado material sobre la leyenda de Drácula en el mundo otomano. Eso fue lo que me llevó a Estambul, una desviación secreta de mi investigación sobre la economía de la antigua Grecia. Oh, sí, publiqué todo ese rollo griego, a modo de venganza.

Guardó silencio un momento y volvió la vista hacia la ventana.

– Supongo que debería contarte sin más lo que descubrí en la escapada a Estambul no volver a pensar en ello. A fin y al cabo, has heredado uno de esos bonitos libros. -Apoyó la mano con semblante grave sobre los dos volúmenes-. Si no te lo digo yo mismo, lo más probable es que sigas mis pasos, tal vez con algún riesgo añadido.

– Esbozó una sonrisa algo sombría-. Podría ahorrarte un montón de problemas.

No conseguí expulsar la risita seca de mi garganta. ¿Qué demonios quería decir? Se me ocurrió que tal vez había subestimado cierto peculiar sentido del humor de mi mentor. Tal vez se trataba de una broma pesada muy elaborada: guardaba dos versiones del libro amenazador en su biblioteca y había introducido una subrepticiamente en mi cubículo, convencido de que iría a verle, y yo, como un idiota, le había seguido la corriente. No obstante, le vi muy pálido a la luz de la lámpara de su escritorio, sin afeitar al final del día, con la mirada apagada y los ojos hundidos en las cuencas. Me incliné hacia delante.

– ¿Qué estás intentando decirme?

– Drácula… -Hizo una pausa-. Drácula, Vlad Tepes, aún vive.

– Santo Dios -dijo mi padre de repente, y consultó su reloj-. ¿Por qué no me has avisado? Son casi las siete.

Introduje las manos dentro de mi chaqueta azul marino.

– No me he dado cuenta -dije-, pero no interrumpas la historia, por favor. No te pares ahí.

Por un momento, el rostro de mi padre se me había antojado irreal. Jamás había

considerado la posibilidad de que estuviera… No sabía cómo decirlo. ¿Mentalmente desequilibrado? ¿Había perdido la cordura unos minutos, mientras contaba su historia?

– Es tarde para un relato tan largo.

Mi padre alzó su taza de té y la volvió a bajar. Observé que sus manos temblaban.

– Sigue, por favor -supliqué.

No me hizo caso.

– De todos modos, no sé si te he asustado o sólo te he aburrido. Supongo que habrías preferido un buen cuento de dragones.

– Había un dragón -dije. Yo también deseaba creer que se había inventado la historia-. Dos dragones. ¿Me contarás algo más mañana, al menos?

Mi padre se masajeó lo brazos, como para calentarse, y advertí que, de momento, estaba firmemente decidido a no decir nada más. Su cara se veía sombría, reservada.

– Vamos a cenar algo, pero antes dejaremos nuestro equipaje en el Hotel Turist.

– De acuerdo -dije.

– En cualquier caso, si no nos vamos, nos echarán de un momento a otro.

Vi a la camarera de pelo rubio apoyada en la barra. Daba la impresión de que le importaba un comino que nos fuéramos o nos quedáramos. Mi padre sacó la cartera, alisó algunos de aquellos grandes billetes descoloridos, siempre con un minero o un agricultor sonriendo heroicamente en el dorso, y los dejó en la bandeja de peltre. Sorteamos sillas y mesas de hierro forjado y salimos por la puerta vaporosa.

La noche había caído, una noche de la Europa del Este, fría, neblinosa, húmeda, y la calle estaba casi desierta.

– Ponte el sombrero -dijo mi padre, como siempre. Antes de salir bajo los plátanos empapados por la lluvia se detuvo de repente, me contuvo tras su mano extendida, un gesto protector, como si un coche hubiera pasado a toda velocidad. Pero no había ningún coche, y la calle goteaba silenciosa y tosca bajo las luces amarillas de las farolas. Mi padre miró a derecha e izquierda. No me pareció ver a nadie, aunque la capucha me impedía ver bien. Se quedó escuchando, con la cara vuelta, el cuerpo inmóvil.

Después dejó escapar el aliento y continuamos andando, hablando de lo que íbamos a pedir para cenar en el Turist cuando llegáramos.

No se habló más de Drácula en el curso de aquel viaje. Pronto aprendí la pauta de los temores de mi padre: sólo podía contarme su historia en breves andanadas, no para producir un efecto dramático, sino para proteger algo… ¿Su firmeza? ¿Su cordura?