– Por supuesto -repliqué algo indignado-. Jugaba con mi padre.

– Ah. -El sonido fue amargo, y recordé demasiado tarde que ella no había gozado de lecciones semejantes en su infancia, y que jugaba su versión particular del ajedrez con su padre, con la imagen paterna, en cualquier caso. No obstante, parecía absorta en una reflexión de tipo histórico-. No es occidental, ¿sabes? Es un juego procedente de India.

Jaque mate, en persa, se dice: shahmat. Shah significa rey. Una batalla de reyes.

Vi que los dos hombres empezaban a jugar, y sus dedos deformes elegían los primeros guerreros. Intercambiaron bromas. Debían ser viejos amigos. Podría haberme quedado todo el día mirando, pero Helen se alejó y yo la seguí. Cuando pasamos a su lado, los hombres parecieron reparar en nosotros por primera vez y nos miraron con aire intrigado un momento. Debíamos parecer extranjeros, comprendí, si bien la cara de Helen se mezclaba de maravilla con los semblantes que nos rodeaban. Me pregunté cuánto se prolongaría su partida (tal vez toda la mañana) y cuál de los dos ganaría esa vez.

Estaban abriendo el puesto cerca del cual se habían sentado. En realidad, era una especie de cobertizo, alojado bajo una higuera venerable que se alzaba en el límite del bazar. Un joven de camisa blanca y pantalones oscuros estaba tirando con vigor de las puertas y cortinas del puesto, disponiendo mesas fuera y desplegando su mercancía: libros. Pilas de libros sobre los mostradores de madera, cajas de madera rebosantes en el suelo, estantes atestados en el interior.

Me acerqué ansioso y el joven propietario movió su cabeza a modo de saludo y sonrió, como si reconociera a un bibliófilo fuera cual fuera su nacionalidad. Helen me siguió con más parsimonia y nos dedicamos a hojear volúmenes en tal vez una docena de idiomas.

Muchos estaban escritos en árabe y en turco moderno. Algunos estaban en alfabeto cirílico o en griego, otros en inglés, francés, alemán, italiano. Encontré un tomo en hebreo y todo un estante repleto de clásicos en latín. La impresión y encuadernación de la mayoría eran de escasa calidad, y sus cubiertas de tela ya estaban gastadas de tanto manosearlas. Había libros de bolsillo nuevos con tapas espeluznantes y unos cuantos parecían muy viejos, en especial los que estaban en árabe.

– A los bizantinos también les gustaban los libros -murmuró Helen, mientras pasaba las páginas de lo que parecía una colección en dos volúmenes de poesía alemana-. Tal vez compraban libros en este mismo lugar.

El joven había terminado los preparativos y se acercó a saludarnos.

– ¿Hablan alemán? ¿Inglés?

– Inglés -me apresuré a decir, puesto que Helen no contestó.

– Tengo libros en inglés -me dijo con una plácida sonrisa-. Ningún problema. -Su rostro era delgado y expresivo, con grandes ojos verdes y nariz larga-. También periódicos de Londres, de Nueva York. -Le di las gracias y pregunté si tenía libros antiguos-. Sí, muy antiguos.

Me entregó una edición del siglo XIX de Mucho ruido y pocas nueces, de aspecto barato, encuadernada en tela raída. Me pregunté de qué librería habría salido y cómo había viajado (desde la burguesa Manchester, digamos) hasta esa encrucijada del viejo mundo. Pasé las páginas por educación y se lo devolví.

– ¿No es lo bastante antiguo? -preguntó sonriente el joven.

Helen había estado mirando por encima de mí hombro, y consultó su reloj sin el menor disimulo. Ni siquiera habíamos llegado a Santa Sofía.

– Sí, hemos de irnos -dije.

El joven librero nos hizo una reverencia, sin soltar el volumen. Le miré un segundo, casi como si le hubiera reconocido, pero ya había dado media vuelta y estaba atendiendo a un nuevo cliente, un anciano que habría podido acompañar a los jugadores de ajedrez. Helen me dio un codazo, nos alejamos del puesto y recorrimos el perímetro del bazar, de vuelta hacia nuestra pensión.

El pequeño restaurante estaba desierto cuando entramos, pero Turgut apareció en el umbral al cabo de pocos minutos, nos saludó inclinando la cabeza y sonrió. Nos preguntó cómo habíamos dormido. Esa mañana vestía un traje de lana color aceituna, pese al calor, y parecía contener su entusiasmo. Sus zapatos relucían, y se apresuró a sacarnos del restaurante. Observé una vez más que era una persona muy enérgica y me sentí aliviado de contar con un guía semejante. Yo también empezaba a entusiasmarme. Los papeles de Rossi iban seguros en mi maletín y tal vez las horas siguientes me acercarían un poco más a su paradero. Pronto, al menos, podría comparar las copias de sus documentos con los originales que Rossi había examinado tantos años antes.

Mientras seguíamos a Turgut por las calles, nos explicó que el archivo del sultán Mehmet no se hallaba en el edificio principal de la Biblioteca Nacional, aunque todavía seguía bajo la protección del Estado. Se encontraba ahora en una biblioteca anexa a lo que había sido una madraza, una escuela coránica tradicional. Ataturk había cerrado estas escuelas cuando secularizó el país, y ésta albergaba los libros raros y antiguos de la Biblioteca Nacional sobre la historia del imperio.

Encontraríamos la colección del sultán Mehmet entre otras sobre los siglos de la expansión otomana.

El edificio anexo a la biblioteca era bellísimo. Entramos desde la calle a través de puertas de madera tachonadas de clavos de latón. Las ventanas estaban cubiertas de una tracería de mármol. La luz del sol se filtraba a través de ellas dibujando delicadas formas geométricas, que decoraban el suelo de la entrada con estrellas y octágonos caídos. Turgut nos enseñó dónde debíamos firmar el registro, en un mostrador de la entrada (observé que Helen garrapateaba algo ilegible), y él mismo firmó con una rúbrica espectacular.

Después entramos en la sala de la colección, un espacio amplio y silencioso bajo una cúpula adornada con mosaicos verdes y blancos. Había mesas bruñidas que abarcaban toda la longitud de la sala, y ya había tres o cuatro investigadores sentados a ellas. Las paredes no sólo estaban revestidas de libros, sino también de cajones y cajas de madera, y delicadas lámparas eléctricas de latón colgaban del techo. El bibliotecario, un hombre delgado de unos cincuenta años, de cuya muñeca colgaba una ristra de cuentas de orar, dejó su trabajo y se acercó para estrechar las manos de Turgut entre las suyas. Hablaron un momento (cuando Turgut habló reconocí el nombre de nuestra universidad) y después el bibliotecario

nos habló en turco, al tiempo que hacía reverencias y sonreía.

– Les presento al señor Erozan. Les da la bienvenida a la colección -explicó Turgut con expresión satisfecha-. Le gustaría serles de futilidad. -Me encogí, bien a mi pesar, y Helen esbozó una sonrisa afectada-. Les traerá de inmediato los documentos del sultán Mehmet sobre la Orden del Dragón. Pero antes hemos de acomodarnos y esperarle.

Nos sentamos a una mesa, bastante lejos de los demás estudiosos. Nos miraron con fugaz curiosidad y después volvieron a su trabajo. Al cabo de un momento, el señor Erozan regresó cargado con una caja de madera de buen tamaño, con un candado delante y letras árabes talladas en la tapa.

– ¿Qué pone ahí? -pregunté al profesor.

– Ah. -Tocó la tapa con las yemas de los dedos-. Dice: «Esto contiene…» o, mmm…: «Esto aloja el mal. Enciérralo con las llaves del sagrado Corán».

El corazón me dio un vuelco. Las frases eran demasiado similares a las que Rossi había leído en los márgenes del misterioso mapa y pronunciado en voz alta en los viejos archivos donde una vez había estado almacenado. No había hablado de esa caja en sus cartas, pero quizá nunca la había visto, si un bibliotecario le había prestado tan sólo los documentos. O tal vez los habían guardado en la caja después de la estancia de Rossi.

– ¿Qué antigüedad tiene la caja? -pregunté a Turgut. Meneó la cabeza.

– No lo sé, ni tampoco mi amigo. Como es de madera, no creo que sea de la época de Mehmet. Mi amigo me dijo una vez -sonrió en dirección al señor Erozan, y el hombre sonrió a su vez sin entender nada- que guardaron estos documentos en la caja alrededor de 1930 para que no se estropearan. Lo sabe porque habló de ello con el anterior bibliotecario.

Mi amigo es muy meticuloso.

;Mil novecientos treinta! Helen y yo intercambiamos una mirada. Era muy probable que en la época en que Rossi había escrito sus cartas (diciembre de 1930) a quienquiera que fuese a recibirlas los documentos que había examinado ya estuvieran guardados en esa caja. Un receptáculo de madera normal habría mantenido a raya la humedad y los ratones, pero ¿qué había impulsado al bibliotecario de aquella época a guardar bajo llave los documentos de la Orden del Dragón dentro de una caja adornada con una sagrada advertencia?

El amigo de Turgut sacó un llavero e introdujo una llave en la cerradura. Estuve a punto de reír cuando recordé nuestros modernos ficheros, el poder acceder a miles de libros raros gracias al sistema de clasificación de la universidad. Jamás me había imaginado enfrascado en una investigación que requiriera una vieja llave. La llave chasqueó en la cerradura.

– Ya está -murmuró Turgut, y el bibliotecario se retiró. Turgut nos sonrió a ambos, con cierta tristeza, pensé, y levantó la tapa.

En el tren, Barley había acabado de leer las dos primeras cartas de mi padre. Sentí una punzada de dolor al verlas abiertas en sus manos, pero sabía que Barley confiaría en la voz autoritaria de mi padre, mientras que sólo confiaría a medias en la mía, más débil.

– ¿Has estado ya en París? -pregunté, en parte para disimular mi emoción.

– Por supuesto que sí -dijo Barley indignado-. Estudié allí un año antes de ir a la universidad. Mi madre quería que mejorara mi francés. -Me habría gustado preguntarle,por qué su madre había insistido en ese delicioso deber y también qué se sentía al tener una madre, pero Barley estaba absorto de nuevo en la carta-. Tu padre ha de ser un conferenciante muy bueno -musitó-. Esto es mucho más entretenido que lo que tenemos en Oxford.

Esto me abrió otro reino de posibilidades. ¿Había clases en Oxford que fueran aburridas?

¿Era eso posible? Barley era un saco sin fondo de cosas que yo deseaba saber, un

mensajero de un mundo tan amplio que ni siquiera era capaz de empezar a imaginarlo. Esa vez me interrumpió un revisor que pasó a nuestro lado como una exhalación.

– ¡Bruselas! -anunció.

El tren ya estaba aminorando la velocidad, y al cabo de pocos minutos estábamos viendo por la ventanilla la estación de Bruselas. Los agentes de aduanas subieron al tren. En el andén, la gente corría hacia sus trenes y las palomas buscaban restos de comida.