– La exploración del espacio ha sido fructífera para los científicos en materia de conocimiento puro, y estimulante para los ingenieros por el desafío tecnológico que planteaba -comenzó Baedecker-, pero muchos ignoran cuan fructífera ha sido para el norteamericano medio, gracias a subproductos que han mejorado nuestra calidad de vida. -Baedecker se relajó. Después de la misión había sobrevivido a la gira de relaciones públicas de la NASA, cinco meses, memorizando sólo media docena de discursos prefabricados. El que iniciaba ahora, aunque actualizado, era una pieza escrita por la NASA que él siempre había denominado su Discurso Teflon-…Y no sólo por esos maravillosos materiales y aleaciones, sino que como resultado de los avances electrónicos patrocinados por la NASA podemos disfrutar de los beneficios de máquinas tales como calculadoras de bolsillo, ordenadores personales y videos relativamente baratos.

«Santo Dios -pensó Baedecker-, montamos el mayor esfuerzo colectivo de trabajo e imaginación desde que los faraones construyeron las pirámides para poder sentarnos en casa a mirar una película porno en nuestros aparatos de video.» Baedecker hizo una pausa, carraspeó y continuó. -Los satélites de comunicaciones, algunos de ellos lanzados por el transbordador espacial, enlazan nuestro mundo en una red de telecomunicaciones. Cuando Dave y yo caminamos por la Luna hace dieciséis años llevábamos una nueva cámara de video muy ligera que fue el prototipo de muchas unidades de aficionados actuales. Cuando Dave y yo condujimos el Lunar Rover durante nueve kilómetros y miramos un desfiladero que ningún ojo humano había visto antes con claridad, nuestras exploraciones se transmitieron en vivo a través de más de trescientos cincuenta mil kilómetros de espacio. «Y fueron rechazadas por las redes de televisión porque habrían interrumpido la programación diurna -pensó Baedecker-. El programa Apollo murió joven porque tenía bajos valores de producción y un guión trivial. Después de Apollo 11 parecían programas de televisión repetidos. No podíamos competir con Days of Our Lives. »

– …Y en esa época nadie habría previsto cuántas cosas se lanzarían gracias al proyecto. Nuestra meta era explorar el universo y expandir las fronteras del conocimiento. Nuestro efecto fue crear una revolución tecnológica que condujo a la vez al hallazgo de subproductos que han modificado la vida del consumidor norteamericano medio.

«Joan lanzándose a otra vida para abandonar un matrimonio que durante años había sido una ilusión. Scott lanzándose a la India, dedicando su vida a hallar verdades eternas en una cultura que no puede construir bien un inodoro.»

– Cuando Dave, Tom y yo pilotamos el Discovery rumbo a la Luna, un ordenador de empresa costaba doce mil dólares -dijo Baedecker-. Actualmente, gracias a los lanzamientos derivados de nuestro programa espacial, un ordenador personal de mil doscientos dólares puede realizar las mismas funciones o incluso mejores.

«Dave Muldorff lanzándose a la política para ser diputado por Oregon. -Baedecker recordó una figura blanca moviéndose en la llanura lunar, su traje radiante en una corona de luz, dejando huellas que todavía estarían frescas cuando él y Baedecker fueran polvo, Estados Unidos ni siquiera un recuerdo y la raza humana estuviera olvidada-. Campañas para obtener fondos. Dave, cuya carrera en la NASA fue interrumpida por el imperdonable pecado de jugar con un Frisbee en la superficie lunar y no arrepentirse.»

– …y hoy en día los hospitales utilizan este artilugio para monitorizar los signos vitales de un paciente…

«Tom Gavin lanzándose a sus nuevas realidades fundamentalistas. Si Dios te habló mientras estabas solo en el módulo de mando, Tom, ¿por qué no nos lo contaste a Dave y a mí durante el vuelo de regreso? ¿Por qué no lo mencionaste en tus informes? ¿Por qué esperar tantos años para anunciarlo en el PTL Club?»

– …los mosaicos térmicos y otros materiales desarrollados para el transbordador tendrían cientos de usos imprevisibles en la vida comercial y cotidiana. Otras posibilidades…

«El estallido del Challenger , los fragmentos lanzándose hacia el mar. El fulgor anaranjado de las llamas. Fragmentos cayendo, cayendo.»

– …los beneficios podrían incluir…

«La esposa y el hijo de Baedecker lanzándose hacia otras vidas, otras realidades.»

– …podrían incluir cosas tales…

«Richard E. Baedecker lanzándose…»

– …cosas tales como…

«Lanzándose a…»

– …tales como…

«¿A qué?»

Baedecker calló.

Un risueño grupo de granjeros que contaba chistes en el fondo del gimnasio dejó de hablar en el repentino silencio y se volvió hacia el escenario. El chico, Terry Ackroyd, todavía arrodillado en la silla, dejó de hablar con el amigo y se volvió hacia Baedecker.

Baedecker se agarró a ambos lados del podio para no caerse. La gran sala giraba y se curvaba. Un sudor frío le perló la frente y la espalda. Sintió un cosquilleo nervioso en el cuello.

– Todos ustedes vieron estallar el transbordador -dijo Baedecker-. Una y otra vez en la grabación. Era como un sueño recurrente, ¿verdad? Una pesadilla de la que no podíamos despertar. -Baedecker se asombró de oír esas palabras. No sabía qué iba a decir.

– Yo trabajaba en la NASA cuando diseñaron el transbordador. Cada paso era una concesión causada por el dinero, la política, la burocracia o la mera estupidez empresarial. Matamos a esas siete personas como si les hubiéramos puesto una pistola en la cabeza.

Las caras vueltas hacia Baedecker eran transparentes como el agua, inestables como la llama de una vela.

– ¡Pero así es como funciona la evolución! -exclamó Baedecker, acercando la boca al micrófono-. El vehículo orbital, el tanque externo y los cohetes impulsores son hermosos, avanzados, tecnológicamente perfectos… pero son como nosotros, una concesión evolutiva. Al lado del milagro del corazón o la maravilla de los ojos, siempre hay un artilugio de la estupidez, como el apéndice vermiforme que espera para matarnos.

Baedecker se apoyó sobre los talones mirando al público. No lograba comunicar la idea, y de pronto le pareció muy importante hacerlo.

El silencio se expandía. Los sonidos de Old Settlers se desvanecían. Alguien tosió en el fondo del gimnasio y el ruido retumbó como un cañonazo. Baedecker ya no podía concentrar la visión en las caras. Cerró los ojos y se aferró al podio.

– ¿Qué ocurrió con los peces?

Abrió los ojos.

– ¿Qué ocurrió con los peces? -repitió con tono apremiante, elevando la voz-. Nuestros ancestros lejanos. Los primeros que salieron del mar. ¿Qué ocurrió con ellos?

El silencio de la multitud se alteró. La sala se llenó de tensión. Desde una de las atracciones una muchacha gritó en un remedo de pánico. El grito se disipó mientras el público esperaba.

– Dejaron huellas en el barro, ¿y después qué? -preguntó Baedecker. Su voz le sonaba extraña incluso a él. Trató de aclararse la garganta y continuó hablando-. Los primeros. Sé que tal vez jadearon en la playa un rato y luego regresaron al mar. Cuando murieron, sus huesos se juntaron con todos los demás en esa viscosidad. Lo sé. No quiero decir eso. -Baedecker se volvió un instante hacia Ackroyd y los demás como pidiendo ayuda, y luego miró de nuevo a la multitud. No reconocía a nadie. No podía fijar la vista. Temía tener la cara empapada en lágrimas pero era incapaz de hacer algo para evitarlo.

– ¿Soñaban? -preguntó Baedecker. Esperó pero no hubo respuesta-. ¿Comprenden ustedes? Ellos vieron las estrellas. Mientras estaban tendidos en la playa, boqueando para respirar, deseando únicamente volver al mar, vieron las estrellas.

Baedecker se aclaró de nuevo la garganta.

– Lo que quiero saber es si… antes de morir… antes de que sus huesos se juntaran con el resto… ¿soñaban? Es decir, claro que soñaban, pero ¿eran diferentes? Los sueños. Lo que trato de decir…

Se interrumpió.

– Creo… -empezó, y calló de nuevo. Giró deprisa y su mano chocó contra el micrófono-. Gracias por asistir hoy -dijo Baedecker, pero miraba hacia otro lado y el micrófono estaba torcido. Nadie oyó esas palabras.

Poco antes de las tres de la mañana, Baedecker se descompuso. Agradeció que hubiera un cuarto de baño frente al dormitorio de invitados. Después de vomitar se cepilló los dientes, se enjuagó la boca y enfiló hacia el cuarto vacío de Terry.

Los Ackroyd se habían acostado horas antes. La casa estaba en silencio, Baedecker cerró la puerta para que no se filtrara la luz y esperó a que despuntaran las estrellas.

Despuntaron. Surgieron una por una de la oscuridad. Había cientos de ellas. El hemisferio soleado de la Tierra, tres diámetros por encima de los picos lunares, también se hallaba salpicado de pintura fluorescente. La superficie lunar fulguraba en un tenue baño de luz terrestre. Las estrellas ardían. Los cráteres arrojaban sombras impenetrables. El silencio era absoluto.

Baedecker se acostó en la cama del chico, tratando de no arrugar el cubrecama. Pensó en el día siguiente. Cuando llegara a Chicago y se registrara, buscaría a Borman y Seretti. Con suerte podrían reunirse esa noche para una cena informal y tratar el asunto del Air Bus antes del comienzo de la convención.

Después de la cena, Baedecker llamaría a Cole Prescott a su casa de St. Louis. Le diría que renunciaba y buscaría la manera más rápida de mudarse. Baedecker quería estar fuera de St. Louis a principios de septiembre, de ser posible el Día del Trabajo.

¿Y después qué? Baedecker miró la Tierra que brillaba en un cielo cuajado de estrellas. Los remolinos de las masas nubosas eran brillantes. Cambiaría su Chrysler Le Barón de cuatro años por un coche deportivo. Un Corvette. No, algo tan elegante y potente como un Corvette pero con una verdadera caja de cambios. Una máquina veloz y agradable de conducir. Baedecker sonrió ante la profunda simplicidad de todo.

¿Y después qué? Más estrellas se volvían visibles a medida que se le adaptaban los ojos. «El chico debe de haber trabajado horas», pensó Baedecker mirando el cielo raso, viendo galaxias distantes que se resolvían en grandes y relucientes manojos de estrellas. Se dirigiría al oeste. Hacía muchos años que Baedecker no atravesaba el continente en automóvil. Visitaría a Dave en Salem, pasaría un tiempo con Tom Gavin en Colorado.

«¿Y después qué?» Baedecker se apoyó la muñeca en la frente. Oía voces, pero la interferencia de fondo las volvía ininteligibles. Pensó en lápidas grises en la hierba y en formas oscuras escurriéndose entre los amortiguadores oxidados de un Hudson 38. Pensó en la luz del sol reflejada en la torre de agua de Glen Oak y en la terrible belleza de su hijo recién nacido. Pensó en la oscuridad. Pensó en las luces de la noria girando silenciosamente en la noche.