– Carl Foster -dijo Baedecker, y le pidió otra ronda al camarero.

Más tarde, cuando se alargaban las sombras, salieron a orinar y a matar ratas.

– Galen -dijo Foster-, trae la veintidós de la camioneta.

Se pararon en el borde del barracón y orinaron sobre cinco décadas de chatarra. Resortes oxidados, viejas lavadoras, miles de latas y el cadáver oxidado de un Hudson 38. Reliquias más recientes cubrían los treinta metros de sombría ladera mezclándose con basura. Foster se cerró la bragueta y cogió el rifle que le ofrecía el yerno.

– No veo ratas -dijo Baedecker. Dejó el vaso de whisky vacío y abrió otra cerveza.

– Hay que despertar a esas alimañas -dijo Foster, y disparó contra un bañera acribillada de agujeros a veinte metros barranco abajo. Echaron a correr formas oscuras. El granjero metió otro cartucho en la cámara y disparó de nuevo. Algo saltó en el aire con un chillido. Foster le entregó el rifle a Baedecker.

– Gracias -dijo Baedecker. Apuntó cuidadosamente hacia una sombra, bajo un radio de consola Philco, y disparó. No se movió nada.

Foster encendió un cigarrillo, que dejó colgando del labio mientras hablaba.

– Leí en alguna parte que usted estuvo con los marines . -Le disparó a una caja de cereales colina abajo. Hubo un chillido estridente y formas oscuras corretearon entre los desechos.

– Hace mucho tiempo -dijo Baedecker-. Corea. Volé con la Armada por un tiempo. -El rifle casi no tenía retroceso.

– Yo nunca he servido en las fuerzas armadas -dijo Foster. El cigarrillo se agitaba-. Hernia. No me aceptaron. ¿Ha disparado a un hombre alguna vez?

Baedecker titubeó, la cerveza en la mano. La dejó en el suelo mientras Foster le devolvía el rifle.

– No tiene por qué contestar -dijo el granjero-. No es cosa mía.

Baedecker se concentró en la mira y disparó. El 22 le pegó en el hombro y una vieja tabla de fregar se derrumbó.

– No se veía mucho desde la cabina de esos viejos Panthers -dijo Baedecker-. Uno soltaba las bombas y volvía a casa. Derribé tres aviones enemigos en batallas aéreas, pero tampoco fue muy personal. Vi que los pilotos saltaban de dos de ellos. En el último mi visor estaba rajado y manchado de aceite, así que no vi demasiado. Las cámaras del avión no mostraron a nadie saliendo. Pero usted no se refiere a eso. No es lo mismo que dispararle a un hombre. -Baedecker cargó el 22 y se lo pasó a Foster.

– Supongo que no -dijo el granjero, y disparó deprisa. Una rata saltó en el aire y cayó contorsionándose.

Baedecker arrojó la lata vacía al barranco. Cogió el rifle y lo acunó en el brazo. Habló con voz monótona.

– Aunque casi le disparé a alguien aquí, en Glen Oak.

– ¿De veras? ¿A quién?

– Chuck Compton. ¿Lo recuerda?

– ¿Ese imbécil? Sí. ¿Cómo olvidar a un tío de quince años que todavía estaba en sexto grado? Fumaba Pall Malls en el cuarto de baño. Compton era un hijo de puta.

– Sí -asintió Baedecker-. Yo no le presté atención hasta que llegué a sexto grado. Entonces decidió que me molería a golpes cada dos días. Me esperaba después de la escuela. Ese tipo de cosas. Traté de sobornarlo con monedas, comida, incluso chocolate Hershey cuando lo tenía. Hasta le pasaba las respuestas de las pruebas de geografía y esas cosas. Compton aceptaba todo, pero no servía de nada. Compton no quería nada de mí. Disfrutaba lastimando a la gente.

– ¿Qué pasó?

– Mi madre me dijo que le hiciera frente. Sostenía que todos los matones eran cobardes, que si uno los enfrentaba, se echaban atrás. Gracias, Galen. -Baedecker aceptó otra cerveza y bebió un largo sorbo-. Así que un viernes lo desafié a pelear. Me rompió la nariz por dos sitios, me sacó un diente y casi me astilló las costillas a patadas. Frente a los demás niños.

– En efecto. Ése es Compton.

– Así que lo pensé durante una semana. Un sábado por la mañana lo vi en el campo de juegos, frente a mi casa. Subí y saqué mi escopeta del armario de mi madre.

– ¿Tenía escopeta propia? -preguntó Foster.

– Mi padre me la dio cuando cumplí ocho años -respondió Baedecker-. Perdigones 4-10 abajo. Calibre 22 arriba.

– Una Savage -dijo Foster-. Mi hermano tenía una de ésas. -Arrojó la colilla-. ¿Y qué sucedió?

– Esperé a que Compton se acercara -dijo Baedecker-. Primero saqué la mosquitera de la ventana del dormitorio de mi madre y esperé a que cruzara la calle. No podía verme detrás de las cortinas de encaje. Cargué los dos cañones de perdigones. A diez metros no podía errar. Compton se hallaba a esa distancia.

– Una 4-10 es tremenda a esa distancia -dijo Foster.

– La cargué con perdigones para perdices número 6 -dijo Baedecker.

– Cielos.

– Sí, quería ver las entrañas de Compton derramándose en el suelo como las de ese conejo que mi padre había tumbado con cartuchos número 6 un par de meses antes. Recuerdo que estaba calmado mientras apuntaba el cañón a la cara de Compton. Bajé la mira hacia el cinturón porque siempre me desviaba un poco hacia arriba y a la izquierda. Traté de pensar en alguna razón para dejar con vida a ese hijo de perra. No se me ocurrió ninguna. Apreté el gatillo como me había enseñado mi padre: conteniendo el aliento pero sin tensión, despacio y suavemente, sin brusquedad. Apreté. El seguro estaba puesto. Lo bajé para liberar el cartucho y tuve que apuntar de nuevo porque Compton se había movido. Se detuvo para decirle algo a una niña vecina que jugaba a la rayuela, y le apunté a la espalda. Estaba a sólo veinte metros.

– ¿Y? -preguntó Foster encendiendo otro cigarrillo.

– Y mi madre me llamó para almorzar -siguió Baedecker-. Descargué los dos cañones y guardé la escopeta. En las próximas semanas traté de mantenerme alejado de Compton. Al cabo de un tiempo se cansó de golpearme. En mayo nos mudamos.

Foster bebió un sorbo de cerveza.

– Sí, Chuck Compton siempre fue un idiota.

– ¿Qué le pasó? -preguntó Baedecker, apoyando la cerveza en el suelo. Alzó la 22 y apuntó hacia el barranco.

– Se casó con Sharon Cahill en Princeville -dijo Foster-. Renació. Por un tiempo fue muy religioso. Estaba trabajando para la carretera estatal en el 66 cuando se cayó del tractor podador y las cuchillas le pasaron por encima. Vivió una semana, hasta que una neumonía lo liquidó.

– Vaya -dijo Baedecker, y apretó el gatillo. Una silueta escurridiza saltó a un lado y gimió de dolor. Baedecker se apoyó el rifle en el brazo y movió tres veces el cargador para asegurarse de que la recámara estuviera vacía. Se lo entregó a Foster-. Tengo que regresar. A las ocho debo dar un discurso.

– Así es -dijo Carl Foster, dándole el arma a Galen.

– ¿Está seguro de que no quiere café? -preguntó nervioso Bill Ackroyd.

– Seguro -dijo Baedecker. Estaba ante el espejo de la sala de los Ackroyd e intentaba anudarse la corbata por segunda vez.

– ¿No quiere comer nada?

– He desayunado muy bien -respondió Baedecker-. Dos veces.

– Jackie puede calentar la carne asada.

– No hay tiempo -dijo Baedecker-. Son casi las ocho.

Salieron deprisa. El crepúsculo bañaba los maizales y el vehículo de Ackroyd en un fulgor Maxfield Parish. Ackroyd sacó el Bonneville y enfilaron hacia el pueblo.

Old Settlers era todo luces. Asomaba luz por el toldo de las grandes tiendas, colgaban bombillas amarillas entre los puestos de feria, lámparas fluorescentes bañaban de resplandor el campo de softbol y las atracciones estaban rodeadas de luces de colores. De pronto Baedecker recordó una noche de agosto en que Jimmy Haines se había quedado a dormir. Había sido la noche anterior a Old Settlers. Poco después de medianoche los dos chicos se despertaron como respondiendo a una convocación susurrada, se vistieron en silencio, saltaron la cerca de alambre del fondo de la propiedad y avanzaron por la hierba alta de atrás de la escuela secundaria hasta que oyeron las maldiciones y órdenes de los peones que montaban las atracciones. De pronto, las luces de la noria del tiovivo se encendieron, constelaciones brillantes contra la negra noche del Medio Oeste. Baedecker y su mejor amigo se quedaron inmóviles, paralizados de placer.

Baedecker recordó que en la Luna se había cubierto el oscuro visor con la mano enguantada escrutando el negro cielo en busca de una estrella. No había ninguna. Sólo el resplandor blanco de la superficie agujereada y la luz pálida de la medialuna que era la Tierra habían atravesado el visor teñido de oro.

Ackroyd aparcó detrás de un coche patrulla y los dos hombre se reunieron con la multitud que entraba en el gimnasio de la escuela. Baedecker reconoció de inmediato el olor a madera y barniz. Había jugado al baloncesto donde ahora se encontraban diversas hileras de sillas plegables. La plataforma a la que estaba subiendo había sido el escenario de su opereta de sexto grado. Le habían dado el papel de Billy, un huérfano que en el último acto resultaba ser el niño Jesús que volvía para comprobar la generosidad de una familia. El padre de Baedecker escribió desde Camp Pendleton para decir que había sido el peor papel adjudicado en toda la historia del teatro.

Se sentó con Ackroyd en sillas de metal gris mientras la alcaldesa Seaton aplacaba a la multitud. Baedecker estimó que había de trescientas a cuatrocientas personas en las sillas y las gradas de madera. Las puertas abiertas del fondo estaban abarrotadas. El sonido de la música del tiovivo llegaba nítidamente por el aire húmedo.

– …del programa Apollo . Nuestro viajero lunar. Uno de los verdaderos héroes de Estados Unidos, hijo de Glen Oak… ¡Richard M. Baedecker!

El aplauso llenó el gimnasio y ahogó momentáneamente la música. Mientras Baedecker se levantaba, Bill Ackroyd le dio una palmada en la espalda que casi lo tumbó. Se recobró, estrechó la mano de la alcaldesa y se enfrentó a la multitud.

– Gracias, alcaldesa Seaton y autoridades de la ciudad. Me alegra estar de vuelta en Glen Oak. -Hubo otra ronda de aplausos y en esos segundos Baedecker comprendió que estaba un poco ebrio. No tenía ni idea de lo que iba a decir a continuación.

Baedecker había aprendido a dominar su temor al público tratando de no fijar la mirada. Las multitudes eran menos temibles cuando se transformaban en un borroso mar de rostros. Pero esta noche no lo hizo. Baedecker miró intensamente la multitud. Vio a Apestosa Serrel, que lo saludaba con la mano desde la segunda fila. El esposo, todavía con uniforme de softbol, dormitaba en la silla de al lado. Phil Dixon y su familia estaban tres filas más atrás. Jackie Ackroyd se encontraba sentada en el pasillo de la primera fila. Al lado, Terry, arrodillado en una silla de espaldas a Baedecker, hablaba en voz alta con otro chico. No vio a Carl Foster ni a Galen, pero intuyó que se encontraban allí. En los segundos de silencio que siguieron al aplauso, Baedecker sintió un repentino borbotón de afecto por todos los presentes.