Nota de la autora y agradecimientos

Un día, en la década de los años sesenta, una anciana se desmayó en una estación rural de ferrocarril de China. Cuando la policía registró sus pertenencias con objeto de identificarla, encontraron unos papeles con textos escritos en lo que parecía un código secreto. Como estaban en plena Revolución Cultural, detuvieron a la mujer y la acusaron de ser una espía. Los expertos que descifraron el código se dieron cuenta casi de inmediato de que aquellos textos no tenían nada que ver con las intrigas internacionales. Se trataba de una escritura utilizada únicamente por mujeres desde hacía mil años y que los hombres desconocían. Inmediatamente enviaron a esos expertos a un campo de trabajo.

La primera vez que oí hablar del nu shu fue mientras escribía una reseña de Aching for beauty, de Wang Ping, para Los Angeles Times. El nu shu y la cultura que había detrás me intrigaron y me obsesionaron. Descubrí que se habían conservado muy pocos documentos de nu shu -cartas, historias, telas y bordados-, pues la mayoría se quemaban en la tumba por motivos prácticos y metafísicos. En los años treinta, los soldados japoneses destruyeron muchas piezas que se habían conservado como reliquias de familia. Durante la Revolución Cultural, la ferviente Guardia Roja quemó más textos y luego prohibió a las mujeres que asistieran a celebraciones religiosas y realizaran el peregrinaje anual al templo de Gupo. En los años posteriores, el rigor de la Oficina de Seguridad Pública redujo aún más el interés por aprender o conservar esa escritura. Durante la segunda mitad del siglo XX el nu shu estuvo a punto de extinguirse al desaparecer las razones básicas por las que lo empleaban las mujeres.

Después de comunicarme con Michelle Yang, una admiradora de mi obra, por correo electrónico y hablar con ella del nu shu, tuvo la amabilidad de encargarse de investigar y luego transmitirme sus hallazgos en Internet. Eso fue suficiente para que yo empezara a planear un viaje al condado de Jiangyong (antes Yongming), adonde fui en otoño de 2002 gracias a la ayuda que me prestó Paul Moore, de Crown Travel. Cuando llegué, me aseguraron que era la segunda extranjera que visitaba la región, pese a que yo sabía que otros dos habían estado allí, aunque no los hubieran detectado. De todos modos, puedo afirmar que sigue siendo una región de difícil acceso. Por ese motivo debo dar las gracias al señor Li, que no sólo es un estupendo conductor (algo difícil de encontrar en China), sino que además demostró ser muy paciente cuando su coche quedaba encallado en un enfangado camino tras otro mientras íbamos de pueblo en pueblo. Tuve la suerte de contar con Chen Yi Zhong como intérprete. Su simpatía, su disposición para entrar sin avisar en las casas, su dominio del dialecto local, su conocimiento de la historia y la lengua clásicas y su entusiasta interés por el nu shu -cuya existencia ignoraba- contribuyeron a que mi viaje resultara tan fructífero. Él me tradujo conversaciones que oíamos en callejones y cocinas, así como historias escritas en nu shu que se conservaban en el museo del nu shu. (Aprovecho para dar las gracias al director de dicho museo, que no tuvo reparo en abrirme vitrinas y dejarme examinar la colección.) He confiado en la traducción coloquial que hizo Chen de algunos textos, entre ellos el poema de la dinastía Tang que Lirio Blanco y Flor de Nieve se escribían sobre la piel. Como esa región sigue vedada a los extranjeros, teníamos que viajar acompañados de un funcionario del condado, que también se llamaba Chen. Él me abrió muchas puertas y su relación con su querida hija, una criatura inteligente y hermosa, me demostró mejor que cualquier discurso o artículo que la situación de las niñas ha cambiado mucho en China.

Juntos, los señores Li, Chen y Chen me llevaron a pie, en coche, en carros tirados por ponis y en sampán a ver y hacer todo cuanto yo quería. Fuimos a Tong Shan a conocer a Yang Huanyi, que entonces tenía noventa y seis años y era la mujer más anciana que conocía el nu shu. Le habían vendado los pies cuando era niña y me relató su experiencia, así como los ritos nupciales. (Aunque el vendado empezó a prohibirse a finales del siglo XIX, continuó realizándose en las zonas rurales hasta bien entrado el siglo XX. En 1951, cuando el ejército de Mao Zedong liberó el condado de Jiangyong, dejó de practicarse.)

Hace relativamente poco tiempo la República Popular China rectificó su postura respecto al nu shu y ahora lo considera un importante elemento de la lucha revolucionaria del pueblo chino contra la opresión. El gobierno intenta mantener viva la escritura, para lo cual ha abierto una escuela de nu shu en Puwei. Fue allí donde conocí y hablé con Hu Mei Yue, la nueva maestra, y con su familia. Ella me contó historias de sus abuelas y me explicó cómo le habían enseñado el nu shu.

Incluso hoy día el pueblo de Tongkou es un lugar extraordinario. La arquitectura, los frescos pintados en las casas y lo que queda del templo de los antepasados dan fe del refinamiento que en otros tiempos tuvieron sus habitantes. Aunque ahora el pueblo es pobre y remoto, es curioso ver que en el templo se menciona a cuatro hombres de esa región que alcanzaron el rango más elevado de los funcionarios imperiales durante el reinado del emperador Daoguang. Además de todo lo que aprendí en los edificios públicos, quiero expresar mi gratitud a todos los habitantes de Tongkou que me dejaron entrar en sus casas y formularles numerosas preguntas. También estoy muy agradecida a los habitantes de Qianjiadong -considerado el Pueblo de las Mil Familias de las leyendas yao, redescubierto por los intelectuales chinos en los años ochenta-, que también me agasajaron generosamente.

El mismo día que regresé a mi casa, envié un correo electrónico a Cathy Silber, profesora del Williams College, que en 1988 había realizado un trabajo de campo sobre el nu shu para redactar su tesis, y le dije lo impresionada que estaba de que hubiera vivido seis meses en una región tan aislada y con tan pocas comodidades. A partir de entonces hablamos a menudo del nu shu, de la vida de las mujeres que lo practicaban y de Tongkou. También me ayudó muchísimo Hui Dawn Li, que contestó a numerosas preguntas acerca de las ceremonias, el idioma y la vida doméstica. Estoy inmensamente agradecida por sus conocimientos, su franqueza y su entusiasmo.

Asimismo estoy en deuda con la obra de varios intelectuales y periodistas que han escrito acerca del nu shu: William Chiang, Henry Chu, Hu Xiaoshen, Linlee Lee, Feiwen Liu, Liu Shouhua, Anne McLaren, Orie Endo, Norman Smith, Wei Liming y Liming Zhao.

El nu shu se basa en gran medida en frases e imágenes estandarizadas -como «el fénix grazna», «dos patos mandarines» o «los espíritus celestiales nos unieron»-, y yo, a mi vez, me he basado en las traducciones de esas frases. Sin embargo, dado que esto es una novela, no he utilizado los típicos metros pentasilábicos y heptasilábicos empleados en las cartas, canciones y relatos escritos en nu shu.

En cuanto a la información sobre China, el pueblo yao, las mujeres chinas y el vendado de los pies, debo destacar la obra de Patricia Buckley Ebrey, Benjamin A. Elman, Susan Greenhalgh, Beverly Jackson, Dorothy Ko, Ralph A. Litzinger y Susan Mann. Por último, el sugerente documental de Yueqing Yang, Nu-shu: A Hidden Language of Women in China, me ayudó a entender que muchas mujeres del condado de Jiangyong todavía viven con las secuelas de los matrimonios concertados. Todas esas personas tienen sus propias opiniones y conclusiones, pero recordad, por favor, que El abanico de seda es una obra de ficción, que no pretende explicarlo todo acerca del nu shu. Es una historia que ha pasado por el filtro de mi corazón, mi experiencia y mis investigaciones. Dicho de otro modo, cualquier error hay que atribuírmelo a mí.

Bob Loomis, mi editor de Random House, hizo gala una vez más de su paciencia, agudeza y meticulosidad. Benjamin Dreyer, excelente revisor, me ofreció muy buenos consejos, por los que le estoy profundamente agradecida. Gracias también a Vincent La Scala, que guió la novela, y a Janet Baker, que leyó con atención el manuscrito. Ninguna de mis obras habría visto la luz de no ser por mi agente, Sandy Dijkstra. Su fe en mí ha sido inquebrantable, y ha sido un placer trabajar con sus colaboradores, sobre todo con Babette Sparr, que se encarga de los derechos para el extranjero y que fue la primera persona que leyó el manuscrito.

Mi esposo, Richard Kendall, siempre me animó a continuar. En esta ocasión tuvo además que sortear las preguntas de mucha gente que, mientras yo estaba fuera, le decía: «¿Y dejas que se vaya allí sola?» Él no dudó ni un momento en dejar que yo siguiera lo que me marcaba el corazón. Mis hijos, Christopher y Alexander, me inspiraron más de lo que cualquier madre podría desear, pese a que estuvimos físicamente separados mientras escribía este libro.

Por último, gracias a Leslee Leong, Pam Maloney, Amelia Saltsman, Wendy Strick y Alicia Tamayac, que me cuidaron cuando sufrí una conmoción cerebral grave y me llevaron por Los Angeles a las citas con los médicos y a hacer otros recados durante los tres meses que no pude conducir. Ellas son un ejemplo viviente de una hermandad, y sin ellas no habría podido terminar este libro.