Fingiendo que quería lo mejor para Jade, hablaba con otras mujeres de Tongkou que también estaban vendando los pies a sus hijas. «Todas vivimos aquí -decía-. Todas somos de buenas familias. ¿No deberían nuestras hijas ser hermanas de juramento?»

Mi hija consiguió tener unos pies casi tan pequeños como los míos. Pero antes de que yo viera el resultado definitivo la señora Wang me visitó, el quinto mes del nuevo año lunar. Para mí, la casamentera no había cambiado. Siempre había sido una anciana, pero ese día la observé con ojo crítico. La señora Wang era entonces mucho más joven de lo que yo soy ahora; eso significa que cuando la conocí ella sólo tenía cuarenta años a lo sumo. Pero mi madre y la madre de Flor de Nieve habían muerto más o menos a esa edad y se consideraba que habían sido longevas. Al recordar aquella época pienso que la señora Wang, que era viuda, no quería morir ni irse a vivir con otro hombre. Decidió valerse por sí misma. No lo habría conseguido si no hubiera sido extremadamente hábil y astuta. Sin embargo, tenía que lidiar con su cuerpo. Daba a entender a la gente que era invulnerable cubriendo con polvos la belleza que podía quedar en su rostro y vistiéndose con ropa chabacana para desmarcarse de las mujeres casadas de nuestro condado. Ahora que contaba casi setenta años, ya no necesitaba esconderse detrás de los polvos ni de las ropas de seda llamativa. Era una anciana; todavía era astuta y hábil, pero tenía una debilidad que yo conocía muy bien: adoraba a su sobrina.

– Cuánto tiempo sin vernos, señora Lu -dijo, al tiempo que se sentaba en una silla de la sala principal. Como no le ofrecí té, miró alrededor con nerviosismo-. ¿Está tu esposo en la casa?

– El señor Lu vendrá más tarde, pero puedes empezar. Mi hija es demasiado joven para que vengas a negociar su unión matrimonial.

La señora Wang se dio una palmada en el muslo y soltó una carcajada. Como yo no me reí, se puso seria y dijo:

– Ya sabes que no he venido para eso. He venido a hablar de una unión de laotong. Estos asuntos atañen sólo a las mujeres.

Empecé a tamborilear con la uña del dedo índice en el reposabrazos de teca de mi silla. El sonido resultaba demasiado fuerte e inquietante incluso para mí, pero no dejé de hacerlo.

La casamentera metió una mano en la manga y sacó un abanico.

– He traído esto para tu hija. Me gustaría dárselo.

– Mi hija está arriba, pero el señor Lu no consideraría apropiado que se lo enseñases antes de que él lo haya examinado.

– Verás, señora Lu, esto contiene un mensaje escrito en nuestra escritura secreta -explicó la señora Wang.

– Entonces dámelo a mí -dije tendiendo la mano.

La anciana casamentera vio cómo me temblaba y vaciló.

– Flor de Nieve…

– ¡No! -exclamé con más brusquedad de la deseada, porque no soportaba oír el nombre de mi laotong. Me serené y añadí-: El abanico, por favor.

Me lo entregó de mala gana. Dentro de mi cabeza un ejército de pinceles mojados en tinta negra tachaba los pensamientos y los recuerdos que surgían a borbotones. Evoqué la dureza de los bronces del templo de los antepasados, la dureza del hielo en invierno y la dureza de los huesos resecos bajo un sol implacable para que me dieran fuerza. Abrí el abanico con un rápido movimiento.

«Me han dicho que en vuestra casa hay una niña de buen carácter y hábil en las tareas domésticas.» Era la misma frase que Flor de Nieve me había escrito años atrás. Levanté la cabeza y vi que la señora Wang me miraba de hito en hito aguardando mi reacción, pero mantuve las facciones plácidas como la superficie de un estanque en una noche sin brisa. «Nuestras dos familias plantan jardines. Se abren dos flores. Están a punto de encontrarse. Tú y yo nacimos en el mismo año. ¿No podemos ser almas gemelas? Juntas volaremos más alto que las nubes.»

Me parecía oír la voz de Flor de Nieve en cada uno de los caracteres, primorosamente trazados. Cerré el abanico con un golpe seco y se lo tendí a la casamentera, pero ella no lo cogió.

– Señora Wang, creo que ha habido un error. Los ocho caracteres de las dos niñas no encajan. Nacieron en días diferentes de meses diferentes. Además, sus pies no se parecían antes de que empezaran a vendárselos y dudo que se parezcan cuando termine el proceso de vendado. Además -añadí haciendo con la mano un amplio gesto que abarcaba toda la sala principal-, las circunstancias familiares tampoco se parecen. Eso salta a la vista.

Entornó los ojos.

– ¿Crees que no conozco la verdad? -me espetó-. Déjame decirte lo que sé. Has roto tu lazo sin dar ninguna explicación. Una mujer, tu laotong, llora desconcertada…

– ¿Desconcertada? ¿Sabes qué me hizo?

– Habla con ella. No desbarates el plan que idearon dos buenas madres. Hay dos niñas con un brillante futuro. Podrían ser tan felices como lo fueron sus madres.

Era impensable que yo aceptara el trato que me proponía la casamentera. La pena me había debilitado, y en el pasado yo había dejado en varias ocasiones que Flor de Nieve me engañara: que me distrajera, que influyera en mí, que me convenciera. Además, no podía arriesgarme a ver a Flor de Nieve con sus hermanas de juramento. Ya me atormentaba bastante imaginarlas susurrándose secretos al oído y haciéndose caricias.

– Señora Wang -dije-, jamás permitiría que mi hija cayera tan bajo como para unirse a la hija de un carnicero.

Fui intencionadamente desdeñosa, con la esperanza de que la casamentera abandonara el tema, pero fue como si no me hubiera oído, porque dijo:

– Os recuerdo juntas. Al cruzar un puente vuestra imagen se reflejaba en el agua que fluía abajo: la misma estatura, idénticos pies, el mismo valor. Prometisteis fidelidad. Prometisteis que nunca os alejaríais la una de la otra, que siempre estaríais juntas, que nunca os separaríais ni os distanciaríais…

Yo había cumplido todas mis promesas de buen grado, pero ¿qué había hecho Flor de Nieve?

– No sabes de qué hablas -repliqué-. El día que tu sobrina y yo firmamos el contrato, nos dijiste: «Nada de concubinas.» ¿No te acuerdas, anciana? Ahora ve y pregunta a tu sobrina qué ha hecho.

Le arrojé el abanico al regazo y miré hacia otro lado. Tenía el corazón tan frío como el agua del río que me refrescaba los pies cuando era niña. Notaba cómo la mirada de la anciana me atravesaba, me evaluaba, inquiría, indagaba, pero no quiso continuar. La oí levantarse con dificultad. Seguía mirándome, pero mi firmeza no flaqueó.

– Transmitiré tu mensaje -dijo por fin, y su voz traslucía bondad y una profunda comprensión que me inquietó-, pero quiero que sepas una cosa. Eres una mujer muy extraña. Me di cuenta hace mucho tiempo. En este condado todos envidian tu buena suerte. Todos te desean longevidad y prosperidad. Pero yo te veo romper dos corazones. Es muy triste. Te recuerdo cuando eras una cría. No tenías nada, sólo unos pies bonitos. Ahora hay abundancia en tu vida, señora Lu; abundancia de malicia, ingratitud y mala memoria.

Salió renqueando de la habitación. La oí subir al palanquín y ordenar a los porteadores que la llevaran a Jintian. No podía creer que le hubiera permitido decir las últimas palabras.

Pasó un año. Para la prima de Flor de Nieve, mi vecina, se acercaba el día de Sentarse y Cantar en la Habitación de Arriba. Yo todavía estaba deshecha de dolor y notaba un martilleo continuo en la cabeza, como los latidos del corazón o el canto de una mujer. Flor de Nieve y yo habíamos planeado acudir juntas a la celebración, pero ignoraba si ahora ella querría asistir. Si iba, confiaba en que pudiéramos evitar una confrontación. No quería pelearme con ella como me había peleado con mi madre.

Llegó el décimo día del décimo mes, una fecha propicia para que la hija de los vecinos iniciara las celebraciones de su boda. Fui a su casa y me dirigí a la habitación de arriba. La novia era una muchacha pálida y hermosa. Sus hermanas de juramento estaban sentadas alrededor de ella. Vi a la señora Wang y, a su lado, a Flor de Nieve. Mi laotong iba limpia, con el cabello recogido, como correspondía a una mujer casada, y vestía uno de los trajes que yo le había regalado. Noté que se contraía ese punto sensible donde se juntaban mis costillas, sobre el estómago. Me pareció que la sangre no me llegaba a la cabeza y temí desmayarme. No sabía si podría aguantar toda la celebración con Flor de Nieve en la misma habitación y mantener mi dignidad de mujer. Miré rápidamente a las demás mujeres. Flor de Nieve no había llevado consigo a Sauce, Loto ni Flor de Ciruelo para que le hicieran compañía. Solté un bufido de alivio. Si alguna de ellas hubiera estado allí, yo habría salido corriendo.

Me senté enfrente de ella y de su tía. La celebración incluyó los cantos, las quejas, las historias y las bromas de rigor. Luego la madre de la novia pidió a Flor de Nieve que nos contara su vida desde que se había marchado de Tongkou.

– Hoy voy a cantar una Carta de Vituperio -anunció Flor de Nieve.

No era lo que yo esperaba. ¿Cómo se atrevía a expresar públicamente el resentimiento que sentía hacia mí, si la víctima era yo? En todo caso, yo debería haber preparado una canción de acusación y represalia.

– Cuando el faisán grazna, el sonido llega hasta muy lejos -empezó. Las mujeres se volvieron hacia ella al oír la tradicional introducción de esa clase de mensajes. Entonces Flor de Nieve comenzó a cantar con el mismo ritmo que llevaba meses martilleando en mi cabeza-. Durante cinco días quemé incienso y recé hasta reunir el valor suficiente para venir aquí. Durante tres días herví agua perfumada para lavarme la piel y la ropa, porque quería estar presentable ante mis viejas amigas. He puesto mi alma en mi canción. De niña yo era muy valorada como hija, pero todas las que estáis aquí sabéis cuan dura ha sido mi vida. Perdí mi casa natal. Perdí a mi familia natal. Las mujeres de mi familia han sido desafortunadas desde hace dos generaciones. Mi esposo no es bueno. Mi suegra es cruel. Me he quedado encinta siete veces, pero sólo tres de mis retoños respiraron el aire de este mundo. Sólo han sobrevivido un hijo y una hija. Es como si mi destino estuviera maldito. Debí de cometer muy malas obras en mi vida anterior. Se me considera menos que a los demás.

Compadecidas de ella, las hermanas de juramento de la novia lloraban, como se esperaba que hicieran. Sus madres escuchaban atentamente; lanzaban exclamaciones en las partes más tristes de la historia, meneaban la cabeza ante lo inevitable del destino de las mujeres y en todo momento admiraban el modo en que Flor de Nieve empleaba nuestro lenguaje para expresar su desdicha.