En una ocasión había entrado en una sala, durante la guerra, y él daba una conferencia. Denunciaba algo, condenaba a alguien. Predicaba el amor fraternal. Le sorprendió que hablara de amor a los semejantes quien no sabía distinguir un cuadro de otro, quien había fumado junto a ella picadura de tabaco («a cinco peniques la onza, Miss Briscoe»), quien se dedicaba a decirle que las mujeres no saben escribir, no saben pintar, ¿quizá no tanto porque lo creyera sino porque, por alguna rara razón, deseara creerlo? Ahí estaba, flaco, rojo y tosco, predicando el amor desde un estrado (había hormigas entre los llantenes a las que molestaba con el pincel: hormigas rojas, enérgicas, bastante parecidas a Charles Tansley). Se había quedado mirándolo de forma irónica, en la sala medio vacía, llenando de amor todo aquel espacio helado, y, de repente, apareció de nuevo el viejo barril o lo que fuera rodando por las olas, y Mrs. Ramsay que buscaba la funda de las gafas entre las piedras. «¡Vaya!, otra vez las he perdido, ¡qué fastidio! No se moleste, Mr. Tansley, las pierdo a millares todos los veranos», ante lo cual, él apretaba la barbilla contra el cuello, como si temiera que tuviera que dar por buena semejante exageración, pero la aceptara en aquella persona que le gustaba, y le dirigió una sonrisa llena de encanto. Debía de haberse sincerado con ella en alguna de aquellas largas excursiones en las que luego se desperdigaban y regresaban a casa separados. Pagaba la educación de su hermana menor, le había dicho a Lily Mrs. Ramsay. Lo cual hablaba muy elocuentemente en favor de él. La idea que ella tenía de él era grotesca, Lily lo sabía muy bien; movía los llantenes con el pincel. Después de todo, la mitad de las ideas que tenía cualquiera sobre los demás eran grotescas. Servían para fines particulares de cada uno. A ella le servían de chivo expiatorio. Se hallaba a sí misma flagelando sus flacos costillares cuando estaba de mal humor. Cuando quería tomárselo en serio, tenía que servirse de las frases de Mrs. Ramsay, para verlo con los ojos de ella.
Levantó un montoncito de arena para que se subieran a ella las hormigas. Las redujo a un frenesí de indecisiones al interferir en su cosmogonía. Unas corrían en una dirección; otras, en otra.
Necesitaba una cincuenta pares de ojos para ver, reflexionó. Cincuenta pares de ojos no bastaban para completar el retrato de esa mujer, pensó. Entre ellos, debería de haber un par que fuera completamente ciego ante su belleza. Lo que una verdaderamente necesitaba era alguna clase de sentido secreto, fino como el aire, con el cual introducirse por los ojos de las cerraduras, y rodearla cuando estuviera sentada tejiendo, hablando, sentada en silencio, sola, en la ventana; que tomara y atesorara -como el aire que contenía el penacho de humo del vapor- sus pensamientos, su imaginación, sus deseos. ¿Qué significaba el seto para ella?, ¿qué significaba el jardín para ella?, ¿qué significaba para ella que rompiera una ola? (Lily levantó la mirada, de la misma forma en que Mrs. Ramsay la levantaba; también ella oyó cómo una ola rompía en la playa.) Entonces, ¿qué era lo que se agitaba y temblaba en su mente cuando los niños decían: «árbitro, árbitro», cuando jugaban al críquet? Dejaba de tejer durante un segundo. Miraba con atención. Luego volvía a su estado anterior, y de repente los pasos de Mr. Ramsay se detenían frente a ella, alguna curiosa conmoción parecía recorrerla, y parecía mecerse ella en el seno de alguna profunda agitación, cuando se quedaba allí, y la miraba desde arriba. Lily estaba viéndolo a él.
Él alargaba la mano, y la ayudaba a levantarse. Parecía, en cierta forma, como si ya lo hubiera hecho anteriormente, como si ya se hubiera inclinado anteriormente, y la hubiera ayudado a descender de una barca que, a unas pocas pulgadas de alguna isla, hubiera requerido que a las damas las ayudaran los caballeros de esta forma. Una escena anticuada era ésta, que requería, sin duda, miriñaques y pantalones de etiqueta. Al dejar que él la ayudara, Mrs. Ramsay había pensado (suponía Lily) que había llegado el momento; sí, se lo diría ahora. Sí, se casaría con él. Bajó lenta, tranquilamente a la orilla. Quizá sólo dijo una palabra, dejando su mano en la de él. Nos casaremos, quizá había dicho, con la mano en la de él, pero nada más. Una vez tras otra pasaba entre ambos la misma emoción: era obvio que sí, pensó Lily, mientras disponía un camino para las hormigas. No se lo inventaba, estaba arreglando algo bastante liado que le había entregado hacía unos años, algo que había visto. Porque en el desorden de la vida diaria, con todos aquellos niños por allí, todos aquellos visitantes, una tenía constantemente un sentido de que todo se repetía, de que algo caía donde anteriormente hubiera caído otra cosa, despertando un eco que resonara en el aire, y lo llenara de vibraciones.
Pero sería un error, pensaba, reflexionando en cómo habían salido a pasear juntos, ella con el chal verde, él con la corbata al viento, del brazo, más allá del invernadero, para simplificar sus relaciones. No era la monotonía de la felicidad: ella con sus impulsos y su rapidez; él con sus estremecimientos y sus depresiones. Ah, no. La puerta de la habitación bien podía dar un portazo de madrugada. Él quizá lanzaba zumbando el plato por la ventana. A continuación la casa se llenaba de portazos y de cortinas que volasen como si soplara el viento de repente, y la gente volase a echar los cierres para que todo estuviese en orden. Así se había encontrado un día a Paul Rayley en la escalera. Se habían reído sin cesar, como una pareja de niños, y todo porque Mr. Ramsay se había encontrado una tijereta en la leche al desayunar, y había tirado todo hacia la terraza. «Una tijereta -murmuraba Prue, sorprendida-, en la leche.» Los demás quizá se encontraran un ciempiés. Pero él había levantado tal muralla de santidad, y ocupaba el espacio con una solemnidad tan majestuosa, que una tijereta en su leche era un monstruo.
Pero asustaba a Mrs. Ramsay, la intimidaba un poco esto de que los platos salieran zumbando por el aire, que las puertas dieran portazos. Se interponían entre ellos largos y embarazosos silencios, cuando, en un estado mental que no le gustaba a Lily ver en ella, medio quejumbrosa, medio enfadada, parecía incapaz de sufrir la tempestad con calma, o de reírse cuando los demás se reían; aunque tal vez el cansancio ocultase algo. Se quedaba pensativa, callada. Al rato, él se acercaba de forma furtiva a donde ella solía estar, paseaba junto a la ventana donde ella solía sentarse a escribir cartas o a charlar, porque ella se cuidaba mucho de parecer muy ocupada cuando él aparecía, para evitarlo, para fingir que no lo veía. Luego él volvía a ser suave como la seda, afable, cortés, e intentaba congraciarse con ella. A pesar de todo, ella mantenía las distancias, y ahora le tocaba a ella durante un periodo breve exhibir algunos de esos orgullos y aires que eran la consecuencia de su belleza, de los que, en general, prescindía por completo; volvía la cabeza, miraba por encima del hombro; siempre con alguna Minta, Paul o William Bankes junto a ella. Al cabo del tiempo, siempre él fuera del grupo, la viva
imagen de un lobo hambriento (Lily salió del jardín, se acercó a mirar los escalones de la sala, se acercó a la ventana, donde lo vio en aquella ocasión), él pronunciaba el nombre de ella, sólo una vez, en todo parecido a un lobo que aullase en medio de la nieve, pero ella seguía resistiéndose; lo repetía, y esta vez algo en el tono la afectaba a ella, y se acercaba a él, dejándolos a todos de repente, y desaparecían entre los perales, los repollos y las frambuesas. Y lo solucionaban juntos. Pero ¿con qué gestos?, ¿con qué palabras? Tal era la dignidad que caracterizaba su relación que, desentendiéndose, Paul, Minta y ella escondían su curiosidad y su malestar, y comenzaban a cortar flores, a jugar con el balón, o a charlar, hasta que llegara la hora de la cena; y entonces volvían los dos como si nada hubiera pasado, él en un extremo de la mesa, ella en el otro.
«¿Cómo es que no os interesa a ninguno la botánica…? Con esos brazos y piernas, ¿por qué no…?» Así es como hablaban ordinariamente, riéndose, entre los niños. Todo volvía a ser como siempre, excepto por algún que otro mínimo temblor, como de una hoja al viento, que fuera y viniera entre ellos, como si la estampa de costumbre de los niños sentados en torno a los platos de sopa se hubiera remozado a sus ojos tras pasar aquella hora entre peras y repollos. Mrs. Ramsay, pensaba Lily, miraba de forma especial, aunque fugazmente, a Prue. Allí estaba sentada, una hermana más entre hermanos, siempre tan atareada; procurando, al parecer, que nada saliera mal, apenas hablaba. ¡Cómo se habrá enfadado consigo misma por lo de la tijereta en la leche! ¡Qué pálida se había quedado cuando Mr. Ramsay arrojó el plato zumbando a través de la ventana! ¡Cómo sufría en los intervalos de silencio que había entre ellos! En todo caso su madre parecía estar intentando consolarla ahora, le confirmaba que todo estaba bien, le prometía que cualquier día de éstos ella obtendría una felicidad idéntica. Sin embargo, menos de un año había disfrutado de esa clase de felicidad.
Había dejado caer las flores de la cesta, pensaba Lily, entrecerrando los ojos, retrocediendo como si fuera a mirar el cuadro, al que no tocaba, sin embargo, con todas sus facultades como en trance, helada la superficie, pero moviéndose algo por debajo con gran velocidad.
Había dejado caer las flores de la cesta, las arrojó y esparció por el jardín, y, con desgana y titubeante, pero sin preguntas ni quejas -¿no poseía la facultad de obedecer los dictados de la perfección?-, se fue. Campo abajo, cruzando los valles, blanca, adornada con flores, así es como le habría gustado pintarla. Las olas sonaban con agrio ruido en las rocas bajo ella. Se fueron, los tres juntos, Mrs. Ramsay iba a la cabeza, caminando más aprisa que los demás, como si confiara en ver a alguien a la vuelta de la esquina.
De repente, la ventana a la que miraba se iluminó con alguna luz que se había encendido en el interior. Por fin había entrado alguien en la sala, alguien se había sentado en el sillón. Por el amor de Dios, rogaba, que se quede ahí en el sillón, y que no se sienta obligado a venir a hablar conmigo. Misericordiosamente, quienquiera que fuese se había quedado en el interior, y se había acomodado de forma que por una verdadera suerte proyectaba una sombra en forma de triángulo irregular sobre el escalón. Alteraba un tanto la composición del cuadro. Era interesante. Podría ser útil. Estaba volviéndole la inspiración. Tenía que seguir mirando, sin relajar ni un segundo la intensidad de la emoción, la determinación de no dejarse desanimar, de no dejarse engañar. Había que sujetar la escena, así, como si estuviera en un tomo de ebanista, y no podía consentir que nada lo estropeara. Lo que quería una, pensaba, cogiendo intencionadamente pintura con el pincel, era mantenerse a la altura de las experiencias ordinarias de la vida, sentir sencillamente que esto es una silla, que eso es una mesa, y, sin embargo, a la vez, quería sentir: Esto es un milagro, es un éxtasis. Quizá después de todo podría resolverse el problema. Ay, pero ¿qué es lo que había sucedido? Una sombra blanca había pasado por el cristal de la ventana. El viento debió de haberse movido en el interior de la habitación. Le dio un salto el corazón, y se apoderaron de ella los nervios, se sintió mal.