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Así era, pues, la isla, pensaba Cam, volviendo a meter los dedos en el agua. Nunca la había visto desde la mar. Así es como se veía desde la mar, sí, con un entrante en medio, y dos acantilados casi verticales, y la mar entraba por ahí, y luego se extendía durante millas y más millas a ambos lados de la isla. Era muy pequeña; con una forma que recordaba vagamente a una hoja sujeta por un extremo. Así que nos subimos a una barquita, pensaba, comenzando a contarse un cuento de aventuras en el que se escapaba de un barco que se hundía. Pero la mar discurra entre sus dedos, y se desvanecía tras ellos una colonia de algas; no quería contarse un cuento de verdad, lo que quería era la sensación de aventura, de huida de algo, porque pensaba, mientras avanzaba la barca, en cómo la irritación de su padre con lo de los puntos cardinales, la terquedad de James con su pacto, y su propia angustia, cómo todo había desaparecido, todo había quedado atrás, ahora ondeaba en el pasado. ¿Qué había, pues, a continuación? ¿Adónde iban? De su mano, hundida en la mar, procedía todo un surtidor de contento ante la idea del cambio, de la escapada, de la aventura (de estar viva, de estar ahí). Las gotas que procedían de esta repentina e impremeditada fuente de contento caían aquí y allá, en la oscuridad, en las formas dormidas de su propia mente; formas de un mundo nonato, pero que se movía en la oscuridad, cogiendo aquí y allá un chispa de luz: Grecia, Roma, Constantinopla. Con lo pequeña que era, con forma como de hoja sujeta por un extremo, y con el dorado rocío de las aguas que la rodeaban, ¿tenía, se preguntaba, su lugar en el universo también esta islita? Pensaba que los sabios ancianos podrían haberla informado. A veces hacía como si se hubiera extraviado en el jardín, para ver qué hacían. Y allí estaban (podría tratarse de Mr. Carmichael, o de Mr. Bankes, muy viejos, muy solemnes) sentados uno enfrente de otro en las tumbonas. Se oía el rumor de las páginas de The Times, que sostenían ante sí, cuando entró desde el jardín, y todo era confusión, acerca de algo que alguien había dicho acerca de Jesucristo; acerca de un mamut que habían encontrado en unas excavaciones en alguna calle de Londres, ¿cómo había sido Napoleón? Después cogían todo esto con sus manos limpias (llevaban ropas de color gris, olían a brezo), y se sacudían las migas a la vez, pasando hojas, cruzando las piernas, y diciendo algo, muy breve, de vez en cuando. En una suerte de éxtasis, ella cogía un libro de la estantería, y se quedaba allí, mirando cómo escribía su padre, tan regular; y lo pulcramente que llegaban los renglones de un extremo al otro de la página, con una tosecilla de vez en cuando; o decía algo, muy breve, al caballero que se sentaba enfrente. Pensaba, allí, en pie, con el libro abierto, que aquí podría dejar una que se abriera cualquier pensamiento como una planta bien regada, y si se abría bien, ante estos caballeros que fumaban, tras las sonoras hojas de The Times, entonces es que era un pensamiento correcto; y mientras veía cómo escribía su padre en el estudio, pensaba (sentada ahora en la barca) que era adorable, que era el más sabio; no era vanidoso, no era un tirano. A decir verdad, cuando la veía leyendo un libro, con mucha amabilidad, le preguntaba: ¿Qué más quieres leer?
Temiendo equivocarse, se quedó mirando a su padre que leía el librito de la cubierta reluciente, moteada como huevo de chorlito. No, estaba bien. Quería decirle a james: Míralo. (Pero James no quitaba ojo a la vela.) Es un animal dañino, contestaría james. Siempre acababa hablando de sí y de sus libros, diría James. Es egotista hasta extremos intolerables. Peor aún, es un tirano. Pero, ¡mira!, decía, mirándolo. Míralo ahora. Veía cómo leía el libro con las piernas recogidas; el libro cuyas hojas amarillentas conocía muy bien, pero no sabía de qué trataba. Era un volumen pequeño, la letra era muy pequeña; en una de las guardas, lo sabía, había escrito que se había gastado quince francos en un almuerzo: tanto el vino, tanto de propina; lo había sumado todo pulcramente al pie de la página. Pero de qué trataba este libro que tenía los cantos fatigados de llevarlo en el bolsillo, eso no lo sabía.
Tampoco sabía nadie en qué pensaba. Pero se quedaba absorto, de forma que cuando levantaba la mirada, como acababa de hacer fugazmente, no era para ver nada, era para fijar más adecuadamente algún pensamiento. Una vez hecho esto, su mente regresaba volando a zambullirse en la lectura. Leía, pensaba ella, como si llevara el rumbo de algo, o como si cuidara de un rebaño de ovejas, o como si ascendiera por un estrecho sendero; a veces iba aprisa y directo, y se abría camino por la maleza; otras veces parecía que una rama lo golpeaba, una zarza lo cegaba, pero no dejaba que eso lo intimidara; seguía avanzando, pasando una página tras otra. Ella seguía contándose un cuento acerca de huir de un barco que había naufragado, porque ella estaba a salvo, mientras que él seguía ahí sentado; a salvo, como se había sentido cuando entró sigilosa desde el jardín, y cogió un libro, y el anciano caballero, bajando el periódico de repente, dijo algo muy breve por encima del periódico acerca de la personalidad de Napoleón.
Miró de nuevo la mar, la isla. Pero la hoja había perdido su filo. Era muy pequeña, estaba muy lejos. La mar era más importante ahora que la costa. Las olas los rodeaban, subiendo y bajando, un tronco rodando en el seno de una ola, una gaviota cabalgando en la cresta de una ola. Por allí, pensó, mojando los dedos en el agua, se hundió un barco, y murmuró, soñolienta, medio dormida, cómo morimos, solos.