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¿Estaría equivocada?, se preguntaba, repasando su conducta durante la semana pasada o la anterior, y se preguntaba si no habría coaccionado a Minta para que se decidiera; Minta, después de todo, sólo tenía veinticuatro años. Estaba intranquila. ¿No se había reído de ello? ¿No había vuelto a olvidar cuán hondamente impresionaba a la gente? El matrimonio exigía…, ah, sí, toda suerte de buenas cualidades (la factura del invernadero sumaría cincuenta libras); había una -no necesitaba mencionarla-, ¡la verdaderamente esencial!, la que ella tenía con su marido. ¿La tenían?

«Entonces se puso los pantalones, y echó a correr -siguió leyendo-. Pero afuera había una gran tempestad, y el viento soplaba con tal fuerza que apenas se sostenía sobre los pies; se derribaban las casas y los árboles, temblaban las montañas, se despeñaban las rocas en el mar, el cielo estaba negro como la pez, y había truenos y relámpagos, y el mar se aproximaba con negras olas altas como campanarios o montañas, y coronadas de espuma.»

Volvió la hoja; unos renglones más, y acababa el cuento; aunque ya había pasado la hora de ir a la cama. Se hacía tarde. Se lo decía la luz del jardín; y el blanco de las flores y algo gris en las hojas conspiraban para despertar en ella una sensación de ansiedad. Al principio no sabía de qué se trataba. Luego lo recordó: Paul y Minta y Andrew no habían regresado. Recordó al grupito cuando estaba ante ella en la terraza, ante la puerta del recibidor, en pie, mirando hacia el cielo. Andrew llevaba el retel y la cesta. Eso quería decir que pensaba coger cangrejos de mar y cosas así; y que tendría que subir a una roca, quizá se había quedado aislado. Tal vez, al regresar en fila india por uno de esos senderos de los acantilados, uno de ellos se hubiera resbalado, se hubiera despeñado. Estaba oscureciendo.

Pero mientras terminaba de leer el cuento no se permitió que se le alterase la voz ni un poco, y, tras cerrar el libro, añadió unas palabras que parecía que acabara de inventarse, mientras miraba a James a los ojos: «Y ahí es donde siguen hasta hoy.»

«Y así termina», dijo, y vio cómo en los ojos de él se apagaba el interés por el cuento, desplazado por algo diferente; una interrogación, algo pálido, como el reflejo de una luz, algo que le hacía mirar con atención y le hacía admirarse. Se volvió, y vio, al otro lado de la bahía, imperturbable, sobre las olas, primero los dos destellos, después el haz de luz más intenso y prolongado, la luz del Faro. Ya lo habían encendido.

No tardaría en preguntar: «¿Iremos al Faro?» Y ella tendría que contestar: «No, mañana, no; tu padre ha dicho que no.» Afortunadamente, Mildred vino a buscarlos, y la llegada los distrajo. Pero él no dejaba de mirar por encima del hombro mientras Mildred se lo llevaba, y estaba segura de que pensaba, mañana no iremos al Faro, y estaba segura de que lo recordaría durante toda la vida.