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Sí, dijo Mr. Bankes, mirando cómo se alejaba. Qué pena tan grande le daba. (Lily había dicho algo acerca de que la asustaba, porque cambiaba de humor muy bruscamente.) Sí, dijo Mr. Bankes, que pena tan grande que Mr. Ramsay no se comporte como los demás. (Porque a él le gustaba Lily Briscoe, hablaba con ella de Mr. Ramsay con toda franqueza.) Por esa razón, dijo él, es por la que los jóvenes no leían a Carlyle. Un abuelo gruñón que se enfadaba si el porridge del desayuno estaba frío, ¿a cuento de qué se atrevía a sermonearnos?, eso es lo que Mr. Bankes creía que pensaban los jóvenes de hoy. Era una grandísima pena que creyeras, como él, que Carlyle era uno de los grandes maestros de la humanidad. A Lily le daba vergüenza reconocer que no había leído a Carlyle desde los tiempos de la escuela. Pero en su opinión a una le gustaba Mr. Ramsay todavía más porque pensaba que si a él le dolía el dedo meñique, eso significaba, según él, que estaba a punto de llegar el fin del mundo. No, no era precisamente eso lo que a ella le preocupaba. ¿A quién engañaba? Pedía sin subterfugios que lo alabaras, que lo admiraras, y a nadie engañaban sus trucos. Lo que no le gustaba a ella era la estrechez de miras, la ceguera, decía, dirigiendo la mirada hacia él.

«¿Algo hipócrita?», sugirió Mr. Bankes, mirando, también, hacia la espalda de Mr. Ramsay, porque pensaba ahora en la amistad que los unía, en Cam cuando se negó a darle una flor, en todos esos niños y niñas, en su propia casa, llena de comodidades, pero, desde la muerte de su esposa, ¿demasiado tranquila? Sí, claro que tenía el trabajo… Daba igual, lo único que quería era que Lily se mostrara de acuerdo en eso de que era «algo hipócrita».

Lily todavía estaba guardando los pinceles, levantaba los ojos, los bajaba. Los levantaba, y allí estaba Mr. Ramsay, se acercaba a ellos, sin preocuparse, olvidadizo, remoto. ¿Algo hipócrita?, repetía ella. Ah, no… el más sincero, el más fiel (aquí estaba), el mejor; pero, bajaba los ojos, y, pensaba, era un hombre absorto en sí mismo, tiránico, injusto; y no levantaba la mirada, intencionadamente, porque, estando con los Ramsay, sólo así podía conservar la calma. En cuanto una levantaba la vista, y los veía, los envolvía lo que ella llamaba «el amor». Se convertían en parte de ese universo irreal, pero punzante y excitante, que es el mundo cuando se contempla a través de los ojos del amor. El cielo se desplegaba para ellos, los pájaros trinaban por ellos. Y, lo que aún era mas interesante, también ella sentía, al ver a Mr. Ramsay acercarse amenazador, y retirarse, y a Mrs. Ramsay sentada con James en la ventana, y el paso de la nube, y el movimiento del árbol, cómo la vida, de ser una cosa compuesta de muchos incidentes separados que se vivían uno tras otro, se recogía y se hacía una, como si fuera una ola que la arrastrara a una con ella, y la arrojara, de golpe, sobre la playa.

Mr. Bankes esperaba a que ella respondiera. Y ella estaba a punto de decir algo, de expresar alguna censura hacia Mrs. Ramsay: cómo le gustaba impresionar, a su manera; qué arbitraria era; o algo parecido; pero entonces el éxtasis de Mr. Bankes hizo que fuera completamente innecesario que ella hablara. Así eran las cosas: había que pensar en la edad de él, que pasaba de los sesenta, y en su aspecto atildado, y en la impersonalidad, y en la científica bata blanca que se imaginaba una que lo envolvía. Para él, quedarse mirando fijamente a alguien, como había visto que miraba ella a Mrs. Ramsay, era un éxtasis; algo equivalente, pensaba Lily, a los amores de docenas de jóvenes (y quizá Mrs. Ramsay no hubiera despertado el amor de docenas de jóvenes). Era amor, pensaba ella, fingiendo que colocaba el lienzo, destilado y quintaesenciado; un amor que nunca intentaba asir el objeto amado; es igual al que los matemáticos profesan hacia sus símbolos, o los poetas a sus frases, se había concebido para extenderse por el mundo, y para convertirse en propiedad de toda la humanidad. Y así era. Todo el mundo, en efecto, debería haberlo compartido; si así fuera, Mr. Bankes hubiera sido capaz de explicar por qué aquella mujer le gustaba tanto, por qué verla leer un cuento de hadas a su hijo le producía el mismo efecto que el hallar la solución de un problema científico; por qué sentía, como lo había sentido cuando había demostrado algo definitivo acerca del sistema digestivo de las plantas, que lo bárbaro se volvía dócil, que el caos adquiría orden.

Semejante éxtasis -¿qué otro nombre podría dársele?hizo que Lily olvidara por completo lo que había estado a punto de decir. No era nada importante, se trataba de algo acerca de Mrs. Ramsay. Había palidecido ante el «éxtasis», ante la mirada fija, cosas hacia las que ella sólo tenía gratitud; porque no había nada que le agradara tanto, que suavizara las dificultades de la vida, y que le quitara milagrosamente todas las cargas, como este poder sublime, este don de los cielos; y una no debería interrumpirlo, mientras durara; como tampoco una estorbaba un rayo de sol que descansara sobre el suelo.

Que la gente amase así, que Mr. Bankes tuviese esos sentimientos hacia Mrs. Ramsay (le echó una mirada mientras él estaba distraído) era útil, era una forma de exaltación. Limpió los pinceles, uno tras otro, con un trapo viejo, con humildad, esmerándose. Evitaba ella la reverencia que descendía sobre las mujeres; se sentía alabada. Que se quede mirando él si quiere; así ella podría echar una mirada de reojo al cuadro.

Le daban ganas de llorar. ¡Era malo, era horrible, era pésimo! Podía haberlo hecho de otra forma, por supuesto; el color debería haber estado más diluido, más difuminado; las formas deberían haber sido más etéreas; así es como lo habría visto Mr. Paunceforte. Pero es que ella no lo veía así. Veía cómo el color ardía dentro de un marco de acero; la luz del ala de una mariposa sobre los arcos de una catedral. De todo eso sólo quedaban sobre el lienzo unas pocas huellas distribuidas por el lienzo. Nadie lo vería nunca; nunca colgaría en una pared; y Mr. Tansley le susurraba al oído: «Las mujeres no saben pintar, las mujeres no saben escribir…»

Recordó lo que había estado a punto de decir sobre Mrs. Ramsay. No sabía de qué forma habría podido expresarlo, pero se trataba de algo crítico. La noche anterior le había fastidiado cierta arbitrariedad. Siguiendo la dirección de la mirada de Mr. Bankes, pensó en que no había mujer que adorase a otra mujer de la forma en que él adoraba; lo único que podían hacer era buscar refugio bajo la sombra protectora que Mr. Bankes extendía sobre ambas. Siguiendo el curso de este rayo de luz, ella agregó su propia luz diferente: pensaba que sin duda era la persona más adorable (inclinada sobre el libro); acaso la mejor; pero, a la vez, algo diferente de la perfecta figura que allí se dejaba ver. Pero ¿por qué?, ¿cómo de diferente?, se preguntaba, limpiando la paleta de los montoncitos de color azul y verde que le parecían inanimados ahora; pero se prometió que al día siguiente ella los animaría, los obligaría a moverse, a moldearse, a obedecerla. ¿En qué era diferente? ¿Cuál era esa esencia de su espíritu que en cuanto veías un guante en un rincón de un sofá tenías la certeza, sólo con ver un dedo torcido, de que era de ella? Era veloz como un ave, directa como una flecha. Tenía su fuerza de voluntad, tenía talento para mandar (claro, se recordó a sí misma Lily, pienso en las relaciones con las mujeres, y yo soy mucho más joven, soy una persona insignificante, soy una que vive cerca de Brompton Road). Abría las ventanas de los dormitorios. Cerraba puertas. (Así intentaba recordar la melodía de Mrs. Ramsay mentalmente.) Llegaba tarde por la noche, y daba un golpe muy suave en la puerta del dormitorio, envuelta en un viejo abrigo de pieles (porque su belleza siempre era igual: apresurada pero convincente), siempre dispuesta a hacer algo una vez más, fuera lo que fuera: que Charles Tansley hubiera perdido el paraguas, que Mr. Carmichael estuviera estornudando e inhalando algo por la nariz, que Mr. Bankes dijera: «¿Dónde están las sales de frutas?» Todo esto lo enderezaba al momento; o lo torcía maliciosamente; y, dirigiéndose hacia la ventana, fingiendo que tenía que irse -amanecía, veía cómo salía el sol-, de lado, más íntimamente, pero siempre riéndose, insistía en que ella, Minta, todas, todas tenían que casarse, porque en todo el mundo, por muchos laureles que pusieran a sus pies (pues a Mrs. Ramsay le importaba muy poco su pintura), o por muchos triunfos que obtuviera (quizá Mrs. Ramsay también los hubiera tenido), y al llegar aquí se entristecía, se ensombrecía, regresaba al sillón, esto no podía ni siquiera discutirse: una mujer que no se hubiera casado (le tomaba la mano con delicadeza un momento), una mujer que no se casa se pierde lo mejor de la vida. La casa parecía estar llena de niños durmiendo, y Mrs. Ramsay escuchaba; luces bajo las pantallas de las lámparas, respiraciones regulares.

Ah, pero decía Lily, tenía a su padre, el hogar, e incluso, si se hubiera atrevido a decirlo, la pintura. Pero todo esto parecía tan poca cosa, tan virginal, ante lo otro… Sí, pero al avanzar la noche, y al separar las cortinas la luz, e incluso cuando ya trinaba de vez en cuando algún pájaro en el jardín, juntando todas sus fuerzas con desesperación, le gustaría haberse presentado como excepción a la regla universal; una súplica; quería seguir soltera, le gustaba ser como era, no estaba hecha para lo otro; pero eso suponía que tendría que enfrentarse con esa mirada fija de desconocida profundidad, y tenía que aceptar la sencilla certidumbre de Mrs. Ramsay (y ahora volvía a la infancia) de que la querida Lily, su pequeña Brisk, era tonta. Y entonces recordaba que había reclinado la cabeza en el regazo de Mrs. Ramsay, y no había dejado de reírse, reírse, reírse, reírse hasta casi llegar a la histeria ante la idea de que Mrs. Ramsay decidiera con calma inmutable unos destinos que eran completamente incomprensibles para ella. Ahí estaba sentada, sencilla, seria. Había recobrado el sentido de sí misma: era el dedo torcido del guante. Pero ¿en qué santuario había entrado una? Finalmente Lily Briscoe levantó la mirada, y allí estaba Mrs. Ramsay, completamente ajena a lo que había ocasionado sus risas, que seguía tomando decisiones, pero había desaparecido toda huella de fuerza de voluntad, y en su lugar, había algo claro, como ese espacio que terminan por ocultar las nubes, el pedacito de cielo que duerme junto a la luna.

¿Era sabiduría? ¿Era conocimiento? ¿Se trataba, una vez más, del engaño de la belleza, de forma que todas las sensaciones de una, a medio camino de la verdad, terminasen por enredarse en una trampa dorada?, ¿o es que guardaba en su interior algún secreto de los que ciertamente Lily Briscoe creía que todo el mundo tenía que tener para que el mundo siguiera adelante? No todo el mundo podía ser tan atolondrado e irreflexivo como ella. Pero si lo sabían, ¿por qué no le decían lo que sabían? Sentada en el suelo, abrazada a las rodillas de Mrs. Ramsay, todo lo cerca que podía, sonriéndose al pensar que Mrs. Ramsay nunca sabría la razón de la intensidad del abrazo, se imaginaba cómo en las cámaras de la mente y del corazón de esta mujer que físicamente estaba en contacto con ella había, como en los tesoros de los reyes, tablillas con inscripciones sagradas, que si una pudiera leerlas, le enseñarían todo, pero que nunca se ofrecerían libremente, nunca llegarían al público. ¿Cuál era el arte, que el amor o la astucia conocían, con el que una podía entrar en esas cámaras ocultas? ¿Cuál era el resorte que te permitía convertirte, como el agua vertida en la jarra, en una sola cosa inextricablemente unida a la persona amada? ¿Podría lograrlo el cuerpo, o la mente, mezclándose sutilmente en los intrincados pasillos del cerebro?, ¿podría el corazón? ¿Podría el amor, como lo llamaba la gente, convertirlas en una a ella y a Mrs. Ramsay?, porque no era conocimiento, sino esa unidad lo que deseaba; no deseaba inscripciones en las tablillas, nada que pudiera escribirse en una lengua que conocieran los hombres, sino la propia intimidad, que es el conocimiento, pensaba, mientras reclinaba la cabeza sobre las rodillas de Mrs. Ramsay.