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Recuerdo estos objetos porque, cuando éramos niños, tía An-mei no nos dejaba tocar sus muebles nuevos excepto a través de las cubiertas de plástico transparente. Las noches en que había reunión del club, mis padres me llevaban a casa de los Hsu. Como yo era la invitada, tenía que cuidar de todos los niños más pequeños. Eran demasiados, y siempre había un bebé que lloraba por haberse golpeado la cabeza contra una pata de la mesa.

Mi madre me decía que yo era responsable, lo cual significaba que me vería en un aprieto si algo si derramaba, quemaba, perdía, rompía o ensuciaba. Yo era la responsable, al margen de quién lo hiciera. Ella y tía An-mei se ponían unos curiosos vestidos chinos con rígidos cuellos alzados y ramas floridas de seda bordada y cosida sobre el pecho. Me parecía que esas ropas eran demasiado vistosas para que las usaran los chinos verdaderos, y demasiado extrañas para las fiestas en Norteamérica. En aquella época, antes de que mi madre me contara su historia de Kweilin, imaginaba que las reuniones del club eran una vergonzosa costumbre china, como las reuniones secretas del Ku Klux Klan o las danzas al son del tamtam de los pieles rojas que se preparaban para la guerra, en las películas de la televisión.

Pero esta noche no hay ningún misterio. Todas las tías reunidas aquí visten pantalones, blusas con estampados de vivos colores y diferentes modelos de macizos zapatos de paseo. Todos estamos sentados alrededor de la mesa del comedor, bajo una lámpara que parece un candelabro español. El tío George se pone sus gafas bifocales e inicia la reunión dando lectura al acta.

– Nuestro capital asciende a 24.825 dólares, o sea 6.026 por pareja o 3.103 por persona. Hemos vendido Subaru con pérdida, a seis y tres cuartos, y comprado cien acciones de Smith International a siete. Damos las gracias a Lindo y Tin Jong por sus golosinas. La sopa de habichuelas rojas, sobre todo, estaba deliciosa. La reunión de marzo ha tenido que ser cancelada hasta nuevo aviso. Lamentamos profundamente la pérdida de nuestra querida amiga Suyuan y extendemos nuestras condolencias a la familia Canning Woo. Respetuosamente presentado, George Hsu, presidente y secretario.

Eso es todo. Estoy segura de que los demás empezarán a hablar de mi madre, de la maravillosa amistad que les unía y del motivo por el que ahora ocupo su lugar: ser la cuarta jugadora de mah jong y llevar a cabo la idea que ella concibió un caluroso día en Kweilin. Pero todo el mundo se limita a aprobar el acta con un movimiento de cabeza. Incluso la de mi padre oscila de arriba abajo con un gesto rutinario, y parece como si hubieran arrinconado la vida de mi madre a fin de hacer sitio para otras actividades.

Tía An-mei se levanta con esfuerzo de la mesa y se dirige lentamente a la cocina para preparar la comida, y tía Lin, la mejor amiga de mi madre, se sienta en el sofá turquesa, se cruza de brazos y observa a los hombres todavía sentados a la mesa. Tía Ying, que parece más encogida cada vez que la veo, saca de su bolsa de hacer punto el inicio de un diminuto suéter azul.

Los tíos del club empiezan a hablar de acciones que les interesa comprar. Tío Jack, que es el hermano menor de tía Ping, está muy entusiasmado con una compañía minera que extrae oro en Canadá.

– Es un seguro contra la inflación -dice con conocimiento de causa. Es el que habla mejor inglés, casi sin acento. Creo que el inglés de mi madre era el peor, pero ella siempre pensó que su chino era el mejor. Hablaba mandarín algo enturbiado con un dialecto de Shanghai.

– ¿No íbamos a jugar al mah jong esta noche? -pregunto alzando la voz a tía Ying, que es un poco sorda.

– Luego, pasada la medianoche.

– A ver, señoras -dice tío George-, ¿participan ustedes en esta reunión o no?

Cuando todos hemos votado unánimemente por las acciones del oro canadiense, voy a la cocina para preguntarle a tía An-mei por qué motivo el club empezó a invertir en acciones.

– Jugábamos al mah jong, donde quien gana se lo lleva todo, pero siempre ganaban y perdían los mismos. -Está rellenando wonton: con un palillo extiende la carne sazonada con jengibre sobre la fina membrana y luego un único y diestro giro de su mano cierra esa membrana y le da la forma de una minúscula cofia de enfermera-. No puedes tener suerte cuando otra persona tiene habilidad, y por eso hace tiempo que decidimos invertir en el mercado de valores. Ahí no sirve la habilidad. Incluso tu madre estuvo de acuerdo en eso.

Tía An-Mei cuenta las piezas en la bandeja que tiene delante. Ya ha hecho cinco hileras con ocho wonton en cada una.

– Cuarenta wonton, ocho personas, diez por cabeza, cinco hileras más -se dice a sí misma en voz alta, y sigue rellenando-. Ahora somos listos y todos podemos ganar y perder por igual. Podemos tener la suerte del jugador de bolsa y jugar al mah jong por diversión, sólo por unos pocos dólares, que se lleva el ganador. ¡Los perdedores se llevan a casa las sobras! Así todo el mundo puede disfrutar un poco. Está bien pensado, ¿eh?

Observo cómo tía An-mei prepara más wonton, con dedos rápidos y expertos. No tiene que pensar en lo que está haciendo. De eso se quejaba mi madre, de que tía An-mei nunca pensaba en lo que estaba haciendo.

– No es estúpida -me dijo mi madre en una ocasión-, pero no tiene temple. La semana pasada se me ocurrió una buena idea para ella. Le dije: «Vamos al consulado a pedir los papeles para tu hermano». Y ella casi quiso dejar su tarea e ir en aquel mismo momento, pero más tarde habló con alguien, vete a saber quién, y esa persona le dijo que podía causarle serios problemas a su hermano en China y que el FBI la pondría a ella en una lista y le causarían dificultades en Estados Unidos durante el resto de su vida. Esa persona le dijo: «Pides un préstamo para una casa y te lo niegan, porque tu hermano es comunista». «¡Si ya tienes una casa!», le dije. Pero ella seguía asustada. Tía An-mei corre por aquí y por allá, pero no sabe por qué.

Miro a tía An-mei y veo a una mujer baja y encorvada, de más de setenta años, el pecho abundante y las piernas delgadas e informes. Tiene las yemas de los dedos aplanadas y blandas de una anciana. Me pregunto qué haría tía An-mei para que mi madre la criticara tanto durante toda su vida. Sin embargo, parece ser que mi madre estaba siempre descontenta de todas sus amigas, de mí e incluso de mi padre. Siempre fallaba algo, o necesitaba mejora, o no estaba equilibrado. Esto o aquello tenía una cantidad excesiva de un elemento y no la suficiente de otro.

Los elementos procedían de la versión particular que tenía mi madre de la química orgánica. Según ella, cada persona se compone de cinco elementos.

Demasiado fuego y tienes mal carácter, como le sucedía mi padre, a quien mi madre siempre criticaba por su hábito de fumar, y él le replicaba invariablemente que se guardara sus pensamientos. Creo que ahora se siente culpable por no haberle dejado decir lo que pensaba.

Si tienes poca madera, estás demasiado presto a escuchar las ideas ajenas, incapaz de hacer valer las propias. Éste era el caso de tía An-mei.

Demasiada agua y fluyes en muchas direcciones, como yo misma, por haber estudiado media carrera de biología y otra media de arte sin terminar ninguna de las dos, para acabar trabajando como secretaria en una pequeña agencia de publicidad, convirtiéndome más tarde en redactora de textos publicitarios.

Yo solía descartar sus críticas, a las que consideraba como parte de sus supersticiones chinas, creencias que se adaptaban convenientemente a las circunstancias. Alrededor de los veinte años, cuando estudiaba Introducción a la psicología, intenté explicarle los motivos por los que ese hábito impedía un entorno saludable para el aprendizaje.

– Según ciertos pensadores, los padres no deberían criticar a los hijos, sino estimularlos -le dije-. Mira, una persona se pone a la altura de lo que los demás esperan de ella, y si la criticas das a entender que estás esperando su fracaso.

– Ese es el problema -respondió mi madre-. Tú no te pones a la altura de nada. Eres demasiado perezosa para hacer ese esfuerzo.

– A cenar -anuncia tía An-mei alegremente, trayendo un cazo humeante con el wonton que acaba de preparar.

Sobre la mesa hay montones de comida, servida al estilo buffet, igual que en los banquetes de Kweilin. Mi padre hurga en el chow mein, que todavía está en una sartén de aluminio demasiado grande, rodeado de paquetitos de plástico que contienen salsa de soja. Tía An-mei debe de haberlos comprado en Clement Street. La sopa de wonton, en la que flotan delicadas ramitas de cilantro, tiene un aroma delicioso. Lo primero que me atrae es una gran fuente de chaswei, carne de cerdo dulce a la parrilla, cortada en lonchas del tamaño de una moneda, y luego todo un surtido de lo que siempre he llamado golosinas digitales: empanadillas de fina membrana rellenas de carne picada de cerdo y de vaca, gambas y otros ingredientes desconocidos que mi madre describía siempre como «cosas nutritivas».

Aquí no se come precisamente con elegancia. Parece como si todos tuvieran hambre atrasada. Con la boca demasiado llena, siguen clavando sus tenedores en más trozos de cerdo, uno tras otro. No son como las señoras de Kweilin, a las que siempre imaginé saboreando su comida con cierta delicada indiferencia.

Entonces, casi tan rápidamente como habían empezado a comer, los hombres se levantan de la mesa. Como si esto fuese una señal, las mujeres engullen los últimos bocados, recogen platos y cuencas y los depositan en la pica de la cocina. Las mujeres se turnan para lavarse las manos, restregándolas vigorosamente. ¿Quién inició este ritual? También yo dejo mi plato en la pica y me lavo las manos. Las mujeres hablan del viaje a China de los Jong y luego se dirigen a una habitación en el fondo del piso. Pasamos ante Otra habitación, que fue el dormitorio compartido por los cuatro hijos de los Hsu. Ahí siguen las literas con sus escalas llenas de rasguños, astilladas. Los tíos ya se han sentado alrededor de la mesa de juego. Tío George distribuye las cartas con rapidez, como si hubiera aprendido esta técnica en un casino. Mi padre ofrece a los demás cigarrillos Pall Mall, con uno de ellos ya colgando de sus labios.

Llegamos a la habitación del fondo, que en otro tiempo fue compartida por las tres hijas de los Hsu. Fuimos amigas en la infancia, y ahora todas están casadas y yo he vuelto a su habitación para jugar de nuevo. Todo parece igual que antes, salvo ese olor a alcanfor, como si Rase, Ruth y Janice pudieran entrar de un momento a otro con grandes latas de zumo de naranja en la cabeza, a modo de rulos, y desplomarse en sus idénticas camas estrechas. Los cubrecamas de felpilla blanca están tan desgastados que son casi translúcidos. Rose y yo solíamos arrancar las nudosidades mientras hablábamos de nuestros problemas con los chicos. Todo es mismo, salvo esa mesa de mah jong de color caoba que ahora está en el centro, y a su lado hay una lámpara de pie, un largo palo negro al que están sujetos tres focos ovales, como las anchas hojas de una planta de caucho.