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JING-MEI WOO

El Club de la Buena Estrella

Mi padre me ha pedido que ocupe la cuarta esquina en el Club de la Buena Estrella, sustituyendo a mi madre, cuyo puesto ante la mesa de mah jong está vacío desde que falleció, hace un par de meses. Mi padre cree que la mataron sus propios pensamientos.

– Tenía una nueva idea en su cabeza -dijo mi padre-, pero antes de que pudiera expresado, el pensamiento se hizo demasiado grande y reventó. Debe de haber sido una idea muy mala.

Según el médico, la causa de su muerte fue un aneurisma cerebral, y sus amigas del club dijeron que había muerto como un conejo: rápidamente y dejando atrás asuntos sin concluir. Mi madre tendría que haber sido la anfitriona de la siguiente reunión del Club de la Buena Estrella.

Una semana antes de morir me llamó, llena de orgullo y de vida:

– Tía Lin ha hecho sopa de habichuelas rojas para el club. Yo vaya preparar sopa negra de semillas de sésamo. -No te pavonees -le dije.

– Claro que no.

Me explicó que las dos sopas eran casi lo mismo, chabudwo, o quizá dijo butong, lo cual significaría que no eran lo mismo en absoluto. Se trataba de una de esas expresiones chinas con las que se indica la mejor parte de unas intenciones confusas. Nunca puedo recordar cosas que no he comprendido de entrada.

***

En 1949, dos años antes de que yo naciera, mi madre creó en San Francisco una versión del Club de la Buena Estrella. Fue el año en que mis padres abandonaron China con un baúl de cuero rígido que sólo contenía lujosos vestidos de seda. Una vez a bordo del barco, mi madre explicó a mi padre que no había tenido tiempo de recoger nada más. Aun así, él siguió hurgando entre la seda resbaladiza, en busca de sus camisas de algodón y sus pantalones de lana.

Cuando llegaron a San Francisco, mi padre la obligó a esconder aquellas ropas chillonas, y ella llevó el mismo vestido chino a cuadros marrones hasta que la Sociedad de Acogida a los Refugiados le regaló dos vestidos de segunda mano, demasiado grandes incluso para las mujeres norteamericanas. La sociedad estaba formada por un grupo de ancianas misioneras pertenecientes a la Primera Iglesia Bautista China y, debido a sus regalos, mis padres no pudieron rechazar su invitación para que se afilias en a la iglesia, como tampoco pudieron hacer caso omiso del consejo práctico que les dieron aquellas señoras, a saber, que mejorasen su inglés mediante la clase de estudios bíblicos los miércoles y, más adelante, gracias a sus prácticas en el coro los sábados por la mañana. Así fue como mis padres conocieron a los Hsu, los Jong y los St. Clair. Mi madre percibió que las mujeres de estas familias también dejaron atrás tragedias inenarrables, en China, así como esperanzas que ni siquiera sabían empezar a expresar en su frágil inglés; o, por lo menos, mi madre reconoció el aturdimiento en el semblante de aquellas mujeres y vio con qué rapidez se movían los ojos cuando ella les explicaba su idea del Club de la Buena Estrella.

Mi madre atesoraba la idea de ese club desde la época de su primer matrimonio en Kweilin, antes de que llegaran los japoneses, y por ello considero el club como su historia de Kweilin, la historia que siempre me contaba cuando estaba aburrida, cuando no tenía nada que hacer, cuando había fregado todos los cuencas y restregado dos veces la mesa de formica, cuando mi padre se dedicaba a leer el periódico y fumar un Pall Mall tras advertimos que no le molestáramos. En esas ocasiones mi madre sacaba una caja de viejos suéteres de esquiar, enviados por unos parientes de Vancouver a quienes nunca habíamos visto. Cortaba de un tijeretazo el borde de un suéter y extraía un crespo cabo de hilo, que ataba a un trozo de cartón, y mientras empezaba a enrollar rítmicamente la lana, me contaba su historia. En el transcurso de los años me contó siempre la misma historia, con excepción del final, cada vez más oscuro, que arrojaba largas sombras sobre su vida y, finalmente, también sobre la mía.

***

– Soñaba con Kweilin antes de haberla visto -empezaba a contar mi madre, hablando en chino-. Soñaba con los picos recortados que se alzaban a lo largo de un río curvilíneo, sus orillas cubiertas de un mágico musgo verde. Las cumbres de aquellos picos estaban envueltas en blancas brumas, y si fueras capaz de deslizarte por aquel río y alimentarte con el musgo, serías lo bastante fuerte para escalar la cima. Si resbalaras, caerías en un mullido lecho de musgo y te echarías a reír. Y una vez llegaras a la cima, podrías verlo todo y sentirías tal felicidad que te bastaría para no volver a preocuparte en toda tu vida.

»En China, todo el mundo soñaba con Kweilin, y cuando llegué allí comprendí cuán míseros eran mis sueños, cuán pobres mis pensamientos. Al ver las colinas me reí y estremecí al mismo tiempo. Los picos parecían gigantescas cabezas de pescado frito que trataran de saltar fuera de una tina de aceite. Detrás de cada colina veía las sombras de otro pescado, y luego otro y otro. Entonces las nubes se movieron un poco y las colinas se convirtieron de repente en elefantes monstruosos que avanzaban en silencio hacia mí. ¿Te lo imaginas? Y al pie de la colina había cuevas ocultas, en cuyo interior colgaban jardines rocosos con las formas y colores de coles, melones, nabos y cebollas. Estas cosas eran tan extrañas y hermosas que jamás podrías imaginarlas.

»Pero no fui a Kweilin para ver lo hermosa que era. El hombre que era mi marido nos llevó, a mí y a nuestros dos pequeños, porque creyó que allí estaríamos a salvo. Era funcionario del Kuomintang, y tras alojamos en una pequeña habitación de una casa de dos plantas se marchó al noroeste, a Chungking.

»Sabíamos que los japoneses estaban ganando, aunque los periódicos decían lo contrario. Cada día, a cada hora, millares de personas llegaban a la ciudad y atestaban las aceras, en busca de un sitio donde vivir. Procedían de todos los puntos cardinales, eran ricos y pobres, de Shanghai, de Cantón, del norte, y no sólo chinos, sino también extranjeros y misioneros de todas las religiones. Y no faltaban, por supuesto, el Kuomintang y sus funcionarios militares, los cuales se consideraban por encima de todo el mundo.

»Formábamos una población de sobras mezcladas. De no haber sido por los japoneses, habrían existido muchos motivos para que aquellas gentes diferentes lucharan entre sí. ¿Te das cuenta? Gente de Shanghai con campesinos norteños, banqueros con barberos, conductores de jinrikisha con refugiados birmanos. Todo el mundo miraba con desprecio a alguien. No importaba que compartieran la misma acera para escupir y padecieran la misma diarrea galopante. Todos despedíamos el mismo hedor, pero cada uno se quejaba de que otro olía peor. En cuanto a mí, detestaba a los oficiales de las fuerzas aéreas norteamericanas, los que hablaban con aquellos sonidos incomprensibles que me hacían enrojecer. Pero los peores eran los campesinos del norte, que se sonaban con las manos y luego manoseaban a la gente y transmitían a todo el mundo sus sucias enfermedades.

»Así pues, comprenderás con qué rapidez Kweilin perdió su belleza para mí. Ya no subía a las cumbres para exclamar: ¡Qué hermosas son estas colinas!, y sólo me interesaba saber a cuáles de ellas habían llegado los japoneses. Me sentaba en los rincones oscuros de mi casa, con un bebé en cada brazo, llena de nerviosismo, esperando. Cuando las sirenas anunciaban un bombardeo, mis vecinos y yo nos poníamos en pie de un salto y corríamos a las cuevas profundas para ocultamos como animales salvajes. Pero no puedes permanecer en la oscuridad durante mucho tiempo. Algo dentro de ti empieza a desvanecerse y entonces te vuelves como una persona hambrienta, desesperadamente ansiosa de luz. Hasta allí llegaba el estruendo de las explosiones, y luego el sonido de la lluvia de piedras. Ya no deseaba las coles ni los nabos del jardín rocoso colgante, y sólo veía las entrañas goteantes de una antigua colina que podría derrumbarse sobre mí. ¿Puedes imaginar lo que se siente cuando uno no quiere estar dentro ni fuera, cuando desea estar en ninguna parte y desaparecer?

»Cuando los ruidos del bombardeo se alejaban, salíamos de las cuevas como gatitos recién nacidos que se abrieran paso con las garras, de regreso a la ciudad, y siempre nos asombraba ver de nuevo las colinas alzadas contra el cielo ardiente, incólumes, en vez de haber sido arrasadas.

»La idea del Club de la Buena Estrella se me ocurrió una noche de verano tan calurosa que incluso las mariposas nocturnas caían al suelo desmayadas, sus alas demasiado pesadas a causa del calor húmedo. Todo estaba tan lleno de gente que no había espacio para que circulara el aire fresco. Desde las cloacas se alzaban olores insoportables hasta mi ventana en el segundo piso, y el hedor no tenía más sitio adonde ir que mis narices. Oía gritos durante todas las horas del día y de la noche. No sabía si se trataba de un campesino que degollaba a un cerdo prófugo o de un oficial que azotaba a un campesino medio muerto por yacer en la acera, impidiéndole el paso. Ni siquiera me asomaba a la ventana para averiguarlo, pues, ¿de qué me habría servido? Y fue entonces cuando pensé que necesitaba alguna cosa que me ayudara a moverme.

»Mi idea consistía en una reunión de cuatro mujeres, una para cada esquina de la mesa de mah jong. Sabía a qué mujeres quería proponérselo, todas ellas jóvenes como yo, con semblantes en los que se expresaba su anhelo. Una de ellas era la esposa de un oficial del ejército, como yo, otra una muchacha de modales muy refinados, pertenecientes a una familia rica de Shanghai, de donde había huido con muy poco dinero, y finalmente una chica de Nanking con el cabello más negro que he visto jamás. Su familia era de clase baja, pero ella era bonita y agradable y se había casado bien, con un viejo que murió y le dejó los medios para una vida mejor.

»Cada semana una de nosotras daba una fiesta a fin de recaudar dinero y levantamos el ánimo. La anfitriona tenía que servir comida dyansyin especial para invocar la buena suerte en todos los aspectos de la vida: buñuelos en forma de lingotes de plata, largos fideos de arroz para tener larga vida, cacahuetes hervidos para concebir hijos y, por supuesto, muchas naranjas de la buena suerte para gozar de una vida plena y dulce.

»¡Con qué buenos alimentos nos regalábamos a pesar de nuestras parcas asignaciones! No reparábamos en que el relleno de los buñuelos era sobre todo de calabaza filamentosa y que las naranjas estaban muy agujereadas por los gusanos. Comíamos frugalmente, no como si la comida fuera escasa, sino para afirmar que no podíamos engullir un bocado más porque ya nos habíamos atracado antes. Nos sabíamos en posesión de lujos que poca gente podía permitirse. Éramos privilegiadas.