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El señor Chong, al que llamaba en secreto el abuelo Chong, era un hombre muy raro, que siempre estaba tamborileando los dedos, como si siguiera la música silenciosa de una orquesta invisible. Me parecía muy viejo, pues había perdido la mayor parte del pelo, usaba gafas de cristales gruesos y sus ojos daban siempre una impresión de fatiga y somnolencia, pero debía de ser más joven de lo que me figuraba, ya que vivía con su madre y aún no se había casado.

Vi a la vieja Chong una vez y fue suficiente. Despedía un olor peculiar, como el de un bebé que se ha hecho encima sus necesidades, y tenía los dedos como los de un muerto, como un viejo melocotón que encontré un día en el fondo del frigorífico, cuya piel se separaba de la carne al cogerlo.

Pronto descubrí que el abuelo Chong se había retirado de la enseñanza musical. Era sordo.

– ¡Como Beethoven! -me dijo alzando mucho la voz-. ¡Ambos escuchamos sólo dentro de la cabeza!

Y dicho esto empezó a dirigir sus frenéticas sonatas silenciosas.

Daba comienzo a las clases abriendo el libro y señalando distintas cosas, cuya finalidad me explicaba.

– ¡Tono! ¡Tiple! ¡Bajo! ¡Ni sostenido ni bemol! ¡Esto es do mayor! ¡Ahora escucha y haz como yo!

Entonces tocaba varias veces la escala de do, un acorde simple y, a continuación, como si le inspirase una antigua e inalcanzable comenzón, añadía gradualmente más notas, trinos consecutivos y un bajo martilleante, hasta que la música era en verdad magnífica.

Yo procuraba imitarle, tocando la escala simple, el acorde simple y luego alguna tontería, algo parecido a un gato correteando arriba y abajo sobre una hilera de cubos de basura. El abuelo Chong aplaudía sonriente.

– ¡Muy bien! -exclamaba-. Pero ahora has de aprender a mantener el compás.

Así descubrí que la vista del abuelo Chong era demasiado lenta para seguir las notas erróneas que yo tocaba. Él ejecutaba los movimientos en la mitad del tiempo. Para ayudarme a mantener el ritmo, se colocaba detrás de mí y me apretaba el hombro derecho con cada compás. Colocaba monedas sobre mis muñecas y yo debía tenerlas en equilibrio mientras tocaba lentamente escalas y arpegios. Me hacía curvar la mano alrededor de una manzana y mantener esa forma cuando tocaba acordes. Desfilaba rígidamente para enseñarme a mover cada dedo arriba y abajo, en staccato, como soldaditos obedientes. Me enseñó todas estas cosas, y así fue como aprendí también que podía ser perezosa y cometer impunemente muchos errores. Si tocaba mallas notas porque no había practicado bastante, nunca me corregía. Me limitaba a seguir el ritmo, mientras el abuelo Chong seguía dirigiendo su ensoñación particular.

Así pues, es posible que nunca me diera a mí misma una buena oportunidad. Comprendí los aspectos básicos con bastante rapidez, y podría haberme convertido en una buena pianista a edad temprana. Pero estaba tan decidida a no intentarlo, a no ser una persona distinta a la que era que sólo aprendí a tocar los preludios más ensordecedores, los himnos más discordantes.

En el transcurso del año siguiente practiqué de ese modo, obediente a mi manera. Entonces, cierto día, oí que mi madre y su amiga Lindo Jong hablaban en un tono alto y jactancioso, para que las demás pudieran oírlas. Era a la salida de la iglesia, y yo estaba apoyada en la pared de ladrillo, con unas rígidas enaguas blancas debajo del vestido. Waverly, la hija de tía Lindo, que tenía más o menos mi edad, también estaba junto a la pared, un par de metros más abajo. Habíamos crecido juntas y teníamos la intimidad de unas hermanas que se pelean por los lápices de colores y las muñecas. En otras palabras, nos teníamos un odio considerable, Waverly Jong, una presumida a mi modo de ver, había conseguido cierta fama como «la campeona china de ajedrez más pequeña de Chinatown».

– Trae a casa demasiados trofeos -se lamentaba aquel domingo tía Lindo-. Día entero jugando ajedrez. No tengo tiempo para nada, siempre limpiando sus trofeos. -Miró cejijunta a Waverly, la cual fingió no verla-. Tú estás de suerte sin ese problema -le dijo a mi madre, suspirando.

Entonces mi madre cuadró los hombros y se jactó:

– Nuestro problema es peor que el tuyo. Si le pedimos a Jing-mei que lave los platos, no hace caso, no oye más que la música. Es como si no pudieras detener ese talento natural.

En aquel momento decidí poner punto final a su estúpido orgullo.

Unas semanas después, el abuelo Chong y mi madre conspiraron para que tocara en una exhibición de niños dotados que tendría lugar en el salón de la iglesia. Por entonces mis padres habían ahorrado el dinero suficiente para comprarme un piano de segunda mano, una espineta Wurlitzer negra con un banco lleno de magulladuras. Era el mueble principal de nuestra sala de estar.

En aquella exhibición tenía que tocar «Niño que suplica», de las Escenas de la infancia de Schumann. Era una melodía sencilla y triste que parecía más difícil de lo que era en realidad. Tenía que memorizarla toda y tocar las repeticiones dos veces, para aumentar la duración de la pieza. Pero desperdicié el tiempo durante los ensayos: tocaba unos compases y en seguida hacía trampa, alzando la vista para ver qué notas seguían. No escuchaba en serio lo que estaba tocando y me sumía en una ensoñación, imaginando que estaba en otro lugar y era otra persona.

La parte que más me gustaba practicar era la extravagante reverencia: el pie adelantado, tocar la rosa de la alfombra con la punta del otro pie, inclinación al lado, pierna izquierda doblada, alzar la vista y sonreír.

Mis padres invitaron a todas las parejas del Club de la Buena Estrella a presenciar mi debut. Tía Lindo y tía Tin estaban presentes. Waverly y sus dos hermanos mayores también acudieron. Las dos primeras filas estaban ocupadas por niños menores y mayores que yo. Los más pequeños actuaron primero. Recitaron sencillos poemas infantiles, graznaron melodías con violines diminutos, hicieron girar aros de Hula Hoop, las niñas con falditas rosas de ballet realizaron cabriolas y cada vez que saludaban con inclinaciones de cabeza o reverencias, el público suspiraba al unísono y aplaudía con entusiasmo.

Cuando me tocó el turno, estaba rebosante de confianza. Recuerdo mi excitación infantil. Era como si supiera, sin sombra de duda, que mi faceta prodigiosa existía realmente. No sentía ningún temor ni nerviosismo. Recuerdo que me dije: «¡Por fin! ¡Por fin!». Miré al público, vi el rostro inexpresivo de mi madre, el bostezo de mi padre, la sonrisa tensa de tía Lindo, el semblante enfurruñado de Waverly. Yo llevaba un vestido blanco con hileras de encaje y un lazo rosa en el pelo cortado a lo Peter Pan. Al tomar asiento imaginé a la gente poniéndose en pie y a Ed Sullivan apresurándose a presentarme a todo el mundo en la televisión.

Empecé a tocar. Era una música muy bella, y estaba tan embelesada por el aspecto encantador que tenías sentada al piano que al principio no me preocupé por el sonido. Por eso me llevé una sorpresa cuando toqué la primera nota errónea y me di cuenta de que algo no sonaba del todo bien. Entonces fallé otra vez, y otra más… Un escalofrío se inició en lo alto de mi cabeza y empezó a recorrerme el cuerpo. Sin embargo, no podía dejar de tocar, como si tuviera las manos embrujadas. Pensaba que mis dedos volverían a adaptarse por sí solos, como un tren desviado que vuelve a la vía correcta. Toqué aquel extraño revoltijo a lo largo de dos repeticiones, y las ásperas notas me acompañaron hasta el final.

Cuando me puse en pie, me temblaban las piernas. A lo mejor sólo había estado nerviosa y el público, como el abuelo Chong, me había visto efectuar los movimientos apropiados sin oír nada erróneo. Adelanté el pie derecho, doblé la rodilla, alcé la vista y sonreí. La sala permanecía en silencio, con excepción del abuelo Chong, quien sonreía radiante y gritaba: ¡Bravo, bravo, muy bien!». Pero entonces vi el rostro de madre, su expresión compungida. El público aplaudió débilmente, y cuando regresaba a mi asiento, con el rostro congestionado por el esfuerzo para no llorar, oí que un niño le susurraba a su madre: «Ha sido horrible», y la mujer replicaba: «Bueno, por lo menos lo ha intentado».

Entonces me fijé en la cantidad de gente que había en la sala. Parecía como si el mundo entero se hubiese reunido allí, y tenía la sensación de que sus miradas se concentraban en mi espalda. Comprendí la vergüenza que debían de experimentar mis padres, sentados allí rígidamente durante el resto de la sesión.

Podríamos habernos marchado durante el intermedio, pero el orgullo y un extraño sentido del honor debieron de fijar a mis padres a sus asientos. Así pues, lo vimos todo: el chico de dieciocho años con un bigote postizo que hacía un número de magia y juegos malabares con aros llameantes montado en un monociclo, la muchacha pechugona con la cara embadurnada de maquillaje blanco que cantó unos fragmentos de Madama Butterfly y obtuvo una mención honorífica, y el muchacho de once años que se llevó el primer premio interpretando al violín una intrincada melodía que parecía el vuelo de una abeja bulliciosa.

Después del espectáculo, los Hsu, los Jong y los St. Clair, del Club de la Buena Estrella, se acercaron a mis padres.

– Cuántos chicos con talento -dijo vagamente tía Lindo, con una ancha sonrisa.

– Eso ha sido algo diferente -comentó mi padre, y me pregunté si se refería a mí de una manera humorística o si se acordaba siquiera de lo que había hecho.

Waverly me miró y se encogió de hombros.

– No eres un genio como yo -me dijo con naturalidad, y de no haberme sentido tan mal, le habría tirado de las trenzas y golpeado el estómago.

Pero el semblante de mi madre fue lo que me desvastó, la expresión sosegada y vacía de quien lo ha perdido todo. Yo sentía lo mismo, y ahora parecía que todo el mundo se nos acercaba, como mirones en el escenario de un accidente, para ver las mutilaciones. Cuando subimos al autobús para volver a casa, mi padre tarareaba la melodía de la abeja bulliciosa y mi madre guardaba silencio. Pensé que quería esperar a que estuviéramos en casa para gritarme, pero cuando mi padre abrió la puerta del piso, mi madre entró y se dirigió directamente al dormitorio, sin acusaciones, sin culparme, y, en cierto sentido, me sentí decepcionada. Había estado esperando que empezara a gritar, y así yo podría replicarle también a gritos, llorar y echarle la culpa de mi desgracia.

Supuse que tras mi fracaso en el espectáculo de niños con talento no me vería obligaba nunca más a tocar el piano, pero dos días después, al salir de la escuela, mi madre salió de la cocina y me vio mirando la televisión.