CAPITULO III. EL ENCAPUCHADO

Una educación como ésta, recibida en el dormitorio trasero de Wimpole Street, hubiera producido su efecto en cualquier perro. Pero Flush no era un perro cualquiera: animoso y, al mismo tiempo, reflexivo; canino, sí, pero a la vez extremadamente sensible a las emociones humanas. En un perro semejante tenía que actuar con poder especialísimo la influencia del dormitorio. Naturalmente, a fuerza de recostar la cabeza sobre un diccionario griego, llegó a hacérsele desagradable ladrar y morder; acabó prefiriendo el silencio del gato a la exuberancia del perro; y, por encima de todo, la simpatía humana. Además, miss Barrett hizo cuanto pudo por refinar y educar aún más las facultades de Flush. Una vez cogió el arpa que se apoyaba en la ventana y le preguntó, poniéndosela al lado, si creía que aquel instrumento – del cual salían sonidos musicales – era un ser vivo. Flush miró, escuchó, pareció dudar unos instantes y luego decidió que no lo era. Entonces lo cogía en brazos y, colocándose con él ante el espejo, le preguntaba: ¿No era aquel perrito castaño de enfrente él mismo? Pero ¿qué es eso de «uno mismo»? ¿Lo que ve la gente? ¿Lo que uno es? Flush reflexionó también sobre esto, e, incapaz de resolver el problema de la realidad, se estrechó más contra miss Barrett y la besó «expresivamente». Aquello , por lo menos, sí que era real.

Llevando frescas aún estas meditaciones y con el sistema nervioso agitado por tales dilemas, bajó la escalera. Y no puede sorprendernos que su continente reflejara cierta altanería, una convicción de superioridad que irritó a Catiline, el sabueso cubano, el cual se lanzó sobre él y le mordió. Flush volvió junto a miss Barrett en busca de consuelo. Y ésta llegó a la conclusión de que «Flush no es precisamente un héroe». Pero, si no era un héroe, ¿no se debía en parte a ella? Era demasiado justa para no comprender que Flush le había sacrificado su valor como prueba de estima, como le había sacrificado el sol y el aire. Esta sensibilidad nerviosa tenía, desde luego, sus inconvenientes; así, cuando mordió a mister Kenyon al tropezar éste con el cordón de la campanilla, tuvo ella que deshacerse en disculpas; y también era un fastidio cuando se ponía a gemir lamentablemente porque no le permitían dormir en el lecho de su ama; o cuando se negaba a comer si no lo alimentaba ella con sus propias manos. Miss Barrett se echaba a sí misma la culpa de todo ello y se resignaba a estos inconvenientes, porque lo indudable era que Flush la amaba. Por ella había renunciado al aire y al sol. «Merece que se le quiera, ¿no es verdad?», le preguntó una vez a mister Horne. Y, fuera cual fuese la respuesta de míster Horne, miss Barrett sabía muy bien a qué atenerse. Quería a Flush, y Flush era digno de su cariño.

Parecía como si nada pudiera romper aquel lazo, como si los años fueran sólo a irlo apretando y consolidando, y como si en sus vidas no pudiesen existir más años sino los que ambos pasaran en compañía. El mil ochocientos cuarenta y dos se convirtió en mil ochocientos cuarenta y tres; el mil ochocientos cuarenta y tres en mil ochocientos cuarenta y cuatro; el mil ochocientos cuarenta y cuatro en mil ochocientos cuarenta y cinco. Ya no era Flush un cachorro, sino un perro de cuatro o cinco años. Era un perro en lo mejor de su vida… y miss Barrett seguía tendida en el sofá de Wimpole Street y Flush continuaba echado a sus pies. La vida de miss Barrett era la de «un pájaro en su jaula». Llegaba a no salir de casa durante varias semanas, y, cuando salía, era sólo para una o dos horas, yendo de compras en el coche, o haciéndose conducir en el sillón de ruedas a Regent's Park. Los Barrett no salían nunca de Londres. Míster Barrett, los siete hermanos, las dos hermanas, el lacayo, Wilson y las tres criadas, Catiline, Folly, mis Barrett y Flush, seguían todos viviendo en el número 50 de la calle Wimpole, comiendo en el comedor, durmiendo en los dormitorios, cocinando en la cocina, trasegando jarras de agua caliente y vaciando el cajón de la basura, desde enero hasta diciembre. Las fundas de las sillas se estropearon levemente; las alfombras estaban ya un poquito gastadas; el polvillo del carbón, las partículas de barro, el hollín, la niebla, el humo de los cigarros y los vapores del vino y de la carne se fueron acumulando en las grietas, en los tejidos, encima de los marcos, en las volutas de las tallas… y la hiedra volvió a crecer sobre la ventana del domitorio de miss Barrett; la verde cortina vegetal fue densificándose, y para el verano lucían ya su exuberancia los mastuerzos y las enredaderas escarlatas en la jardinera de la ventana.

Pero una noche, a principios de junio de 1845, llamó el cartero. Las cartas cayeron en el buzón como siempre. Y Wilson, como siempre, bajó a recogerlas. Todo era siempre igual: todas las noches llamaba el cartero, cada noche recogía Wilson las cartas, y cada noche había una carta para miss Barrett. Pero esa noche la carta era diferente. Flush lo comprendió aun antes de ser abierto el sobre. Lo conoció por la manera como lo cogió miss Barrett, por las vueltas que le dio, por cómo miró la escritura vigorosa y aguda en que venía su nombre. Lo supo por la indescriptible vibración de los dedos de su ama; por la impetuosidad con que éstos abrieron el sobre, por la absorción que leía. Su ama leía y él la contemplaba. Y mientras ella se embebía en la lectura, oía él, como oímos en la duermevela, a través del bullicio de la calle, algún toque de campana alarmante aunque apagado; como si alguien muy lejano se estuviera esforzando en prevenirnos contra un fuego, un robo o cualquier otra amenaza contra nuestra paz, y, con la seguridad de que ese aviso se dirige a nosotros, nos sobresaltamos antes de estar despiertos del todo… Así Flush, mientras miss Barrett leía la hojita emborronada, oía una campana que lo despertaba de su letargo, anunciándole algún peligro, turbando su calma e instándole a no seguir durmiendo. Miss Barrett leyó la carta rápidamente; volvió a leer despacio, la metió cuidadosamente en el sobre… También ella se había despertado.

Unas noches después, apareció otra vez la misma carta en la bandeja de Wilson. La leyó rápidamente, luego despacito, y la releyó repetidas veces. Después la guardó con gran solicitud, no en el cajón en que conservaba los voluminosos pliegos de las cartas que miss Mitford le enviaba, sino aparte, en un sitio especial. Ahora recogía Flush el fruto de aquellos años de estar acumulando sensibilidad echado en cojines a los pies de miss Barrett: podía leer signos que los demás no pudieron ni ver. Podía saber, sólo por el contacto de los dedos de miss Barrett, que ésta esperaba únicamente una cosa: la llamada del cartero, la carta en la bandeja. Por ejemplo, si se hallaba acariciándolo con un movimiento leve y acompasado de sus dedos, y de repente se oía la llamada… los dedos se le crispaban y mientras subía Wilson tenía trincado a Flush entre sus manos impacientes. Entonces cogía la carta y él quedaba suelto y olvidado.

Sin embargo, se argumentaba Flush, ¿qué podía temer mientras no se produjese ningún cambio en la vida de miss Barrett? Y no hubo cambio alguno. No vinieron nuevos visitantes. Mister Kenyon seguía acudiendo como siempre; miss Mitford seguía viniendo. Venían los hermanos y las hermanas; y, a última hora de la tarde, entraba míster Barrett. Nada observaron, no sospecharon nada… Esto le hizo tranquilizarse y se esforzó en creer – cuando pasaron unas cuantas noches sin carta – que el enemigo se había retirado. Imaginaba que un hombre embozado en una capa, una figura encapuchada, había intentado introducirse en la casa -como un salteador – y después de hurgar en la puerta y encontrarse con que estaba bien guardada, había huido con el rabo entre las piernas. Flush trató de convencerse de que el peligro había pasado. El hombre se había ido. Entonces volvió a venir la carta.

Como se sucedieron los sobres con creciente regularidad, noche tras noche, comenzó Flush a notar síntomas de cambio en la propia miss Barrett. Por primera vez la vio Flush irritable e inquieta. No podía leer ni escribir. Aquel día se situó junto a la ventana, mirando a la calle. Preguntó a Wilson, con ansiedad, qué tiempo hacía… ¿Soplaba aún el viento del Este? ¿Había ya en el parque algún indicio de la primavera? ¡Oh, no!, replicó Wilson; el viento seguía siendo un viento del Este muy malo. Y Flush tuvo entonces la impresión de que mis Barrett se sentía a la vez aliviada y molesta. Tosió. Se quejó… Parecía sentirse mal…, pero no tan mal como solía estar cuando soplaba el viento del Este. Y entonces, al quedarse sola, releyó la carta de la noche anterior. Era la más larga de cuantas recibiera. Constaba de muchas páginas densamente cubiertas, con muy poco blanco entre las manchas negras, con gran abundancia de esos jeroglíficos pequeñitos y violentos. Esto lo podía ver Flush desde su puesto a los pies de ella. Pero no le decían nada las palabras que miss Barrett murmuraba para sí. Sólo pudo captar la agitación que la recorrió cuando llegó al final de la página y leyó en voz alta (aunque ininteligible): «¿Cree usted que la veré dentro de dos meses, o dentro de tres?»

Después tomó la pluma y la pasó, rápida y nerviosamente, por una hoja, luego por otra… Pero ¿qué querían decir aquellas palabritas rque escribía miss Barrett? «Se acerca abril. Habrá un mayo y un abril – si vivimos para verlo – y quizá, después de todo, pudiéramos… Desde luego, veré a usted cuando el buen tiempo me haya hecho revivir un poco… Pero al principio es posible que tema el verle… aunque el escribirle así no me cause rubor. Usted es Paracelso; y yo soy una reclusa; con los nervios rotos en el tormento y ahora lacios y temblando al menor ruido de pasos, al menor soplo.»

Flush no entendía lo que su ama escribía a una o dos pulgadas por encima de su cabeza. Pero comprendía, igual que si hubiese sabido leer, la extraña turbación que la conmovía al escribir los deseos contradictorios que la agitaban: que llegara abril, y que no llegara; poder ver en seguida al desconocido, y no verlo jamás. Flush también temblaba, como ella, al menor soplo. Los días proseguían su marcha implacable. El aire sacudía la cortinilla. El sol blanqueaba los bustos. Se oía cantar un pájaro en su muda. Pasaban vendedores pregonando «¡Se venden flores!» por la calle Wimpole abajo. Y él sabía que todos estos eran indicios de la llegada de abril, y luego vendrían mayo y junio… Nada podría detener la llegada de aquella horrible primavera. Pues ¿qué traería ésta consigo? Algo terrorífico… algún horror… algo que temía mis Barrett y que Flush temía igualmente. Se asustó al oír unos pasos en la escalera. Sólo era Henrietta. Luego, unos golpecitos en la puerta: míster Kenyon tan sólo. Así pasó abril, y así transcurrieron los veinte primeros días de mayo. Entonces, el 21 de mayo, llegó el día. Flush lo comprendió en seguida. En efecto, el martes 21 de mayo, se contempló miss Barrett minuciosamente en el espejo; se atavió con gran gusto con sus chales de la India; pidió a Wilson que le acercara la butaca, pero no demasiado; tocó este objeto y aquél y el de más allá, y sentóse luego muy derecha entre sus almohadas. Flush se echó a sus pies, muy tieso. Esperaron solos los dos. Por fin, el reloj de la iglesia de Marylebone dio las dos; esperaron. Después el reloj de Marylebone Church dio una sola campanada. Las dos y media. Y, al apagarse la resonancia de la campanada, sonó un audaz aldabonazo en la puerta de la calle. Miss Barrett empalideció; se quedó muy quieta. Flush tampoco se movió. Escaleras arriba se acercaban las temidas e inexorables pisadas; venía hacia ellos – Flush lo sabía – el individuo enmascarado y siniestro de la medianoche… El encapuchado. Ya puso la mano sobre la puerta. El pestillo giró. Allí estaba.