Mientras se dedicaba a su exploración, apenas llegaba a Flush el apagado rumoreo de las voces que charlaban; si acaso, como el zumbido lejano del viento por entre las copas de los árboles. Continuó sus investigaciones cautamente, tan nervioso como pudiera estarlo un explorador que avanzase muy despacio por una selva, inseguro de si aquella sombra es un león, o esa raíz una cobra. Pero, finalmente, se dio cuenta de que por encima de él se movían objetos enormes, y como tenía los nervios muy debilitados por las experiencias de aquella hora, se ocultó, tembloroso, detrás de un biombo. Las voces se apagaron. Cerróse una puerta. Por un instante quedó inmóvil, pasmado, con los nervios flojos… Luego cayó sobre él la memoria con un zarpazo de tigre. Se sintió solo… abandonado. Se precipitó a la puerta. Estaba cerrada. La arañó, escuchó… Oyó pasos que bajaban. Los conocía de sobra: eran los pasos de su ama. Parecían haberse parado. No, no… seguían escalera abajo, abajo… Miss Mitford bajaba las escaleras muy despacio, pesadamente, a desgana. Y al oírla marcharse, al notar que los pasos de su ama se esfumaban, apoderóse de él el pánico. Oía cómo se iban cerrando al pasar miss Mitford puerta tras puerta; se cerraban sobre la libertad, sobre los campos, las liebres y la hierba, lo incomunicaban -cerrándose – de su adorada ama…, de la querida mujer que lo había lavado y le había pegado, la que lo alimentara en su propio plato no teniendo bastante para sí misma… ¡Se cerraban sobre cuanta felicidad, amor y bondad humana le había sido dado conocer! ¡Ya! Un portazo: la puerta de la calle. Estaba solo. Lo había abandonado.
Entonces lo inundó de tal modo una ola de angustia y desesperación, lo aplastó de tal forma la irrevocabilidad y lo implacable del destino, que alzó la cabeza y aulló con fuerza. Una voz dijo «Flush». No lo oyó. «Flush», repitió la voz. Entonces se sobresaltó. Había creído estar solo. Se volvió. ¿Había algo en el sofá? Con la última esperanza de que este ser, quien fuese, le abriera la puerta para que pudiera alcanzar aún a miss Mitford – confiando todavía un poco en que todo esto no fuera sino uno de esos juegos al escondite con los cuales solían entretenerse en el invernadero miss Mitford y él – se lanzó Flush al sofá.
«¡Oh, Flush!», dijo miss Barrett. Por primera vez lo miró ésta a la cara. Y Flush también miró por primera vez a la dama que yacía en el sofá.
Se sorprendieron el uno del otro. A miss Barrett le pendían a ambos lados del rostro unos tirabuzones muy densos; le relucían sus grandes ojos, y su boca, grande, sonreía. A ambos lados de la cara de Flush colgaban sus espesas y largas orejas; los ojos también los tenía grandes y brillantes, y la boca, muy ancha. Existía cierto parecido entre ambos. Al mirarse, pensaba cada uno de ellos lo siguiente. «Ahí estoy…», y luego cada uno pensaba: «Pero – ¡qué diferencia!» La de ella era la cara pálida y cansada de una inválida, privada de aire, luz y libertad. La de él era la cara ardiente y basta de un animal joven: instinto, salud y energía. Ambos rostros parecían proceder del mismo molde, y haberse desdoblado después; ¿sería posible que cada uno completase lo que estaba latente en el otro? Ella podía haber sido… todo aquello; y él… Pero, no. Entre ellos se encontraba el abismo mayor que puede separar a un ser de otro. Ella hablaba. El era mudo. Ella era una mujer; él, un perro. Así, unidos estrechamente, e inmensamente separados, se contemplaban. Entonces se subió Flush de un salto al sofá y se echó donde había de echarse toda su vida… en el edredón, a los pies de miss Barrett.