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– Cuidado con las vigas transversales -dijo mientras saltaba a bordo.

Todos colaboraron, cogiendo los tablones de madera y empujando el boterío adentro. En cuestión de minutos llegaron al final del muelle, bloqueado por el dique flotante.

Entonces giraron el bote en dirección al agua iluminada por la luna.

Había sólo cuatro remos, y Melanie insistió en remar con los hombres.

– No quiero encender el motor hasta que estemos a unos treinta metros de la costa -explicó Jack-. Mejor no correr riesgos.

Todos miraron atrás, hacia la aparentemente tranquila ciudad de Cogo, cuyos edificios encalados y cubiertos de bruma resplandecían a la luz plateada de la luna. La selva envolvía a la ciudad en un manto de color azul oscuro. Los muros de vegetación eran como olas a punto de romperse.

Los sonidos nocturnos de la selva quedaron atrás, y sólo oyeron el ruido de los remos en el agua o rozando los lados de la embarcación. Durante unos minutos, nadie habló. Los latidos desbocados de sus corazones y sus respiraciones agitadas recuperaron el ritmo normal. Tuvieron tiempo para pensar e incluso para mirar alrededor. Los recién llegados, en particular, estaban fascinados por el paisaje africano. Su sola extensión resultaba sobrecogedora. En Africa, hasta el cielo de la noche parecía más grande.

Pero Kevin no compartía su sosiego. La sensación de alivio por haber escapado de Cogo, y por haber ayudado a hacerlo a otros, sólo consiguió intensificar su preocupación por el destino de los bonobos quiméricos. Crearlos había sido un error, pero abandonarlos a una vida de cautividad en celdas minúsculas era un crimen.

Después de unos minutos, Jack dejó el remo en el fondo de la embarcación.

– Es hora de encender el motor -anunció cogiendo el fuera borda e inclinándolo hacia el agua.

– ¡Un momento! -dijo Kevin de repente-. Quiero pediros un favor. Sé que no tengo derecho a hacerlo, pero es importante.

Jack, que estaba inclinado sobre el motor, se incorporó.

– ¿Qué pasa, amigo?

– ¿Veis esa isla, la última del grupo? -dijo señalando la isla Francesca-. Allí están los bonobos, en jaulas, a los pies del puente que conduce a la parte continental. Nada me gustaría tanto como ir a liberarlos.

– ¿Y qué conseguiríamos con eso? -preguntó Laurie.

– Mucho si pudiéramos animarlos a cruzar el puente respondió Kevin.

– ¿No crees que vuestros amigos de Cogo volverían a capturarlos? -preguntó Jack.

– Jamás los encontrarían-aseguró Kevin, que empezaba a entusiasmarse con la idea-. Desaparecerán. Desde esta zona de Guinea Ecuatorial, y a lo largo de unos mil quinientos kilómetros hacia el interior del continente, todo es bosque tropical. No sólo comprende este país, sino grandes extensiones de Gabón, Camerún, Congo y República Centroafricana. Son miles de kilómetros cuadrados, en gran parte sin explorar.

– ¿Y se arreglarán solos? -pregunta Candace.

– Esa es la idea -dijo Kevin-. Tienen una oportunidad y yo creo que lo conseguirán. Son listos. Piensa en nuestros antepasados, que sobrevivieron a la era glacial del Pleistoceno.

Aquél fue un reto mayor que vivir en un bosque tropical.

Laurie miró a Jack.

– Me gusta la idea.

Jack miró hacia la isla y luego preguntó en qué dirección estaba Coco Beach.

– Tenemos que apartarnos de nuestro camino -reconoció Kevin-, pero no está tan lejos. Como máximo, perderemos veinte minutos.

– ¿Y si cuando los liberemos prefieren quedarse en la isla? -preguntó Warren.

– Al menos lo habré intentado -respondió Kevin-. Me siento obligado a hacer algo.

– Vale, ¿por qué no? -dijo Jack-. A mí también me gusta la idea. ¿Qué opináis los demás?

– A decir verdad, me gustaría ver a uno de esos animales -dijo Warren.

– Vamos -les anunció Candace con entusiasmo.

– Por mí, no hay problema -dijo Natalie.

– A mí me parece una idea genial -terció Melanie-. ¡Hagámoslo!

Jack tiró varias veces de la cuerda del motor, que se puso en marcha con un rugido. Luego giró el timón en dirección la isla Francesca.