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– Están pasando muchas cosas malas en la ciudad -dijo Esmeralda-. Y no sólo a usted y a sus amigas, sino también a gente extraña. Una prima mía que trabaja en el hospital me dijo que cuatro personas de Nueva York entraron allí.

Hablaron con el paciente al que le pusieron el hígado del bonobo.

– ¿Ah sí? -preguntó Kevin. El que unas personas viajaran desde Nueva York para hablar con un paciente de trasplante era un acontecimiento inesperado.

– Entraron por su propia cuenta-prosiguió Esmeralda-, sin autorización. Dijeron que eran médicos. Llamaron a los de seguridad, y los guardias se los llevaron. Están en el calabozo.

– Vaya -dijo Kevin mientras su mente trabajaba a marchas forzadas.

La mención de Nueva York le recordó que una semana antes le había telefoneado Taylor Cabot, el director ejecutivo de GenSys, para hablarle de un paciente, Carlo Franconi, que había sido asesinado en esa ciudad. Cabot le había preguntado si era posible detectar el trasplante al hacer la autopsia.

– Mi prima conoce a algunos de los soldados que estuvieron allí -dijo Esmeralda-. Dicen que entregarán a los americanos a los ministros. Si lo hacen, los matarán. Pensé que debía saberlo.

Un escalofrío recorrió la espalda de Kevin. Sabía que Siegfried les reservaba el mismo destino a él, Melanie y Candace.

¿Pero quiénes eran esos neoyorquinos? ¿Tendrían algo que ver con la autopsia de Carlo Franconi?

– La situación es muy grave -dijo Esmeralda-. Y tengo miedo por usted. Sé que ha ido a la isla prohibida.

– ¿Y cómo lo sabe? -preguntó Kevin, atónito.

– La gente de la aldea habla. Cuando mencioné que se había marchado inesperadamente y que el gerente lo estaba buscando, Alphonse Kimba le dijo a mi marido que estaba seguro de que usted había ido a la isla.

– Le agradezco su preocupación-dijo Kevin, abstraído en sus pensamientos-. Y gracias por lo que me ha contado.

Subió a su habitación. Cuando se miró en el espejo, se sorprendió de su aspecto sucio y cansado. Se pasó la mano por la barba de dos días y notó algo aún más alarmante: ¡Se parecía a su doble!

Después de afeitarse, ducharse y ponerse ropa limpia, se sintió como nuevo. Mientras hacía todas esas cosas, no había dejado de pensar en los neoyorquinos encerrados en el calabozo. Sentía curiosidad y le habría gustado ir a hablar con ellos.

Encontró a las dos mujeres también más animadas. La ducha había retransformado a Melanie en la rebelde de siempre, y protestaba con vehemencia por la selección de prendas que le habían llevado.

– Nada combina con nada -dijo.

Se sentaron a la mesa del comedor y Esmeralda sirvió la cena. Melanie echó un vistazo alrededor y rió.

– ¿Sabéis? Tiene gracia; hace apenas unas horas vivíamos como cavernícolas, y de repente, estamos rodeados de lujos.

Es como si hubiéramos viajado en la máquina del tiempo.

– Si no tuviéramos que preocuparnos por lo que pasará mañana… -dijo Candace.

– Al menos disfrutemos de nuestra última cena -sugirió Melanie con su característico humor negro-. Además, cuanto más lo pienso, más me convenzo de que no nos entregarán a los ecuatoguineanos. Estamos casi a las puertas del tercer milenio. El mundo es demasiado pequeño.

– Pero a mí me preocupa… -comenzó Candace.

– Perdona -interrumpió Kevin-, pero Esmeralda me ha contado algo muy interesante que me gustaría compartir con vosotras.

Comenzó por la llamada que le había hecho Taylor Cabot en plena noche. Luego contó la historia de la llegada de los neoyorquinos y su posterior encarcelamiento en el calabozo de la ciudad.

– ¿Veis? Es lo que os decía. Un par de tipos listos hacen una autopsia en Nueva York y luego aparecen aquí, en Cogo. Y nosotros que pensábamos que estábamos aislados.

Creedme, el mundo se hace más pequeño día a día.

– ¿Entonces piensas que estos neoyorquinos han venido tras la pista de Franconi? -preguntó Kevin. Su intuición le decía lo mismo, pero necesitaba confirmación.

– ¿Para qué si no? -preguntó Melanie-. No me cabe la menor duda.

– ¿Tú que opinas, Candace?

– Estoy de acuerdo con Melanie. De lo contrario, sería demasiada coincidencia.

– ¡Gracias, Candace! -Agitó su copa vacía y miró a Kevin con expresión provocativa-. Lamento interrumpir esta fascinante conversación, ¿pero te queda alguna botella de aquel excelente vino, colega?

– ¡Dios, lo había olvidado! Lo siento.

Apartó la mesa de la silla y fue a la despensa, donde guardaba las partidas de vino. De repente, mientras estudiaba las etiquetas, que significaban poca cosa para él, tomó conciencia de la cantidad de vino que había en la casa. Contando las botellas de una estantería y extrapolando el resultado a toda la despensa, calculaba que había más de trescientas.

– Vaya, vaya -dijo mientras comenzaba a urdir un plan.

Cogió todas las botellas que pudo cargar y empujó la puerta de la cocina.

Esmeralda se levantó de la mesa, donde estaba cenando.

– Tengo que pedirle un favor -dijo Kevin-. ¿Le importaría llevar estas botellas y un sacacorchos a los soldados que están al pie de las escaleras?

– ¿Tantas?

– Sí; y me gustaría que llevara incluso más a los soldados de la puerta del ayuntamiento. Si preguntan por qué dígales que me marcho y que prefiero que se beban el vino ellos a que lo haga el gerente.

Esmeralda lo miró y sonrió.

– Creo que lo entiendo -dijo.

Sacó del armario la bolsa de lona que usaba para las compras y la llenó de botellas. Unos minutos después, salió de la despensa en dirección al vestíbulo.

Kevin hizo varios viajes para dejar botellas de vino sobre la mesa de la cocina. Pronto había alineado varias docenas de botellas, incluyendo un par de oporto.

– ¿Qué pasa aquí? -preguntó Melanie asomando la cabeza por la puerta de la cocina-. Te estamos esperando. ¿Dónde está el vino?

Kevin le dio una botella, dijo que tardaría unos minutos en volver a la mesa y que comenzaran a cenar sin él. Melanie giró la botella para leer la etiqueta.

– ¡Vaya, Chateau Latour! -exclamó y dedicó una sonrisa de agradecimiento a Kevin antes de volver al comedor.

Esmeralda regresó y dijo que los soldados estaban muy contentos.

– También les he llevado un poco de pan -añadió-. Para estimular la sed.

– Excelente idea -dijo Kevin. Llenó la bolsa de lona con más botellas y la sopesó. Era pesada, pero creía que Esmeralda podría llevarla-. Cuente a los soldados del ayuntamiento -pidió mientras le entregaba la bolsa-. Debe haber suficiente vino para todos.

– Por las noches suelen haber cuatro -respondió Esmeralda.

– Bien; entonces será suficiente con diez botellas.

Al menos para empezar. -Sonrió, y Esmeralda le devolvió la sonrisa.

Kevin respiró hondo y empujó la puerta del comedor. Se preguntaba qué pensarían de su plan las mujeres.

Kevin se volvió y miró el reloj. Faltaban unos minutos para medianoche, así que se bajó de la cama, quitó la alarma del despertador, que debía sonar a las doce en punto, y se estiró.

Durante la cena, el plan de Kevin había suscitado una acalorada discusión. En un esfuerzo de cooperación, habían afinado la idea y concretado los detalles. Los tres creían que valía la pena intentarlo.

Tras ultimar los preparativos, habían decidido descansar un rato. Sin embargo, a pesar del cansancio, Kevin no había pegado ojo. Estaba demasiado nervioso. Además, los soldados hacían cada vez más alboroto. Al principio, se habían limitado a conversar animadamente, pero en la última media hora Kevin los había oído cantar a voz en cuello, completa mente ebrios.

Esmeralda había visitado a ambos grupos de soldados dos veces durante la noche. Cuando regresó, informó que el caro vino francés había sido todo un éxito. Después de la segunda escapada, dijo a Kevin que los soldados ya habían dado buena cuenta de las primeras botellas.

Kevin se vistió rápidamente en la oscuridad y salió al pasillo. No quería encender las luces. Por suerte, había una luna radiante, que le permitió guiarse hasta las habitaciones de invitados. Llamó en primer lugar a la puerta de Melanie y se sobresaltó cuando ésta se abrió de inmediato.

– Te esperaba -susurró Melanie-. No podía dormir.

Los dos se dirigieron a la habitación de Candace, que también estaba preparada.

En el salón, recogieron las pequeñas bolsas de lona que habían preparado y salieron a la terraza. La vista era encantadoramente exótica. Pocas horas antes había llovido, pero ahora el cielo estaba cubierto de abultadas nubes de color plata. Una luna casi llena resplandecía en lo alto del cielo, y su luz daba un aire espectral a la ciudad cubierta de niebla.

Los sonidos de la selva sonaban con sorprendente estridencia en el aire húmedo y caliente.

Habían discutido detenidamente esta primera parte del plan, de modo que no necesitaron hablar. Ataron un extremo de tres sábanas anudadas a la barandilla de la terraza y arrojaron el otro hacia el suelo.

Melanie había insistido en bajar en primer término. Trepó con agilidad a la barandilla y se deslizó hacia el suelo con asombrosa facilidad. Candace era la siguiente. Gracias a su actividad como animadora de fútbol, se mantenía en buena forma y no tuvo problemas para bajar.

Pero Kevin sí los tuvo. Intentando imitar a Melanie, tomó impulso con los pies, pero mientras se balanceaba de nuevo hacia el edificio, se enredó entre las sábanas y chocó contra la pared estucada, raspándose los nudillos.

– Mierda -susurró cuando por fin tocó los adoquines. Sacudió la mano y se cogió los nudillos.

– ¿Estás bien? -preguntó Melanie.

– Supongo.

La siguiente etapa de la fuga era más peligrosa. Caminaron en fila india hacia la parte posterior del edificio, amparados por la sombra de la arcada. Cada paso los acercaba más a la escalera central, donde estaban los soldados. Sus guardianes habían animado la fiesta con un aparato de música portátil, que emitía música africana a todo volumen.

Llegaron al sitio donde estaba estacionado el Toyota de Kevin y se escurrieron entre la pared y el vehículo, hasta llegar al frente. Siguiendo el plan previsto, Kevin dio la vuelta hasta la portezuela del conductor y la abrió con sigilo. Se encontraba a apenas cinco o seis metros de los soldados, que estaban al otro lado de una estera de juncos colgada del techo.

Quitó el freno de mano y puso el coche en punto muerto.

Regreso junto a las mujeres e hizo señas para que empezaran a empujar.