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Volvió a levantar el auricular y llamó a Kevin, pero no obtuvo respuesta. Embargado por una creciente inquietud, se levantó del escritorio y dijo a Martha, su secretaria, que volvería en una hora. Subió a su Cherokee y se dirigió a la ciudad.

Al llegar a las afueras, precisamente en el punto en que el asfalto dejaba paso a los adoquines de granito, tuvo que frenar con brusquedad. En su disgusto, no había reparado en la velocidad, y los adoquines mojados por el reciente chaparrón estaban resbaladizos como el hielo, de modo que el vehículo patinó varios metros antes de detenerse por completo.

Bertram estacionó en el aparcamiento del hospital. Subió a la tercera planta del laboratorio y llamó a la puerta de Kevin. No hubo respuesta. Bertram empujó la puerta, pero estaba cerrada con llave.

Entonces regresó a su coche, dio la vuelta a la plaza y aparcó detrás del ayuntamiento. Saludó con una inclinación de cabeza al grupo de soldados sentados en sillas de paja a la sombra de la arcada.

Subiendo los peldaños de la escalera de dos en dos, Bertram se presentó ante Aurielo y pidió hablar con Siegfried.

– En este momento está reunido con el jefe de seguridad -diio Aurielo.

– Dígale que estoy aquí -dijo Bertram mientras se paseaba por la recepción. Su irritación iba en aumento.

Cinco minutos después, Cameron McIvers salió del despacho de Siegfried. Saludó a Bertram, pero éste tenía tanta prisa por ver al gerente de la Zona, que ni siquiera respondió.

– Tenemos problemas -anunció Bertram-. Melanie Becket no se ha presentado a poner las inyecciones programadas para esta tarde, y Kevin Marshall no está en su laboratorio.

– No me sorprende -dijo Siegfried con tranquilidad. Se reclinó en su silla y se estiró, levantando el brazo sano-. Esta mañana los vieron juntos con la enfermera. Por lo visto, el ménage a trois va viento en popa. Anoche tuvieron una pequeña fiesta en casa de Kevin y las mujeres pasaron la noche allí.

– ¿De veras? -preguntó Bertram, que no imaginaba al solitario investigador en una aventura semejante.

– Nadie lo sabe mejor que yo -respondió Siegfried-. Vivo enfrente de su casa. Además, un rato antes de la fiesta me encontré con las mujeres en el bar Chickee. Ya estaban algo bebidas, y me contaron que se dirigían a casa de Kevin.

– ¿Y adónde fueron esta mañana? -preguntó Bertram.

– Supongo que a Acalayong -contestó Siegfried-. Un miembro del personal de limpieza los vio zarpar en piragua antes del amanecer.

– Entonces han ido a la isla por agua -protestó Bertram.

– Se dirigían hacia el oeste; no hacia el este -replicó Sieg fried.

– Quizá fuera un truco para despistarnos.

– Es posible. Yo también pensé en esa posibilidad; incluso se la mencioné a Cameron. Pero ambos creemos que para visitar la isla hay que desembarcar obligatoriamente en la zona de estacionamiento. El resto de la isla está rodeada de mangles y pantanos.

Bertram alzó la vista y la fijó en las gigantescas cabezas de rinoceronte colgadas en la pared, detrás de Siegfried. Sus cráneos vacíos le recordaban al del gerente de la zona; aun que en este caso debía admitir que quizá tuviera razón. En efecto, la imposibilidad de acceder a la isla por agua era una de las razones que los había inducido a escogerla para el proyecto de los bonobos.

– Y no pueden haber desembarcado en la zona de estacionamiento -prosiguió Siegfried-, porque los soldados siguen allí, muertos de ganas de encontrar un pretexto para usar sus rifles AK-47. -El gerente rió-. Cada vez que recuerdo que destrozaron el parabrisas trasero del coche de Melanie, no puedo contener la risa.

– Puede que tenga razón -admitió Bertram a regañadientes.

– Claro que tengo razón -dijo Siegfried.

– Pero sigo preocupado. Y no me fío. Me gustaría entrar en el despacho de Kevin.

– ¿Para qué?

– Fui lo bastante estúpido para enseñarle a manejar el programa de localización de bonobos -explicó Bertram- Y ha sacado buen provecho de esa información. Lo sé porque he comprobado que ha accedido a él varias veces, durante largo rato. Quiero saber qué ha averiguado.

– Es razonable -dijo Siegfried. Llamó a Aurielo y le pidió una tarjeta magnética para abrir el laboratorio de Kevin.

Luego se dirigió a Bertram-: Si encuentra algo interesante, comuníquemelo.

– Claro; no se preocupe -repuso Bertram.

Regresó al laboratorio y abrió el despacho de Kevin con la tarjeta magnética. Cerró la puerta con llave y registró el escritorio en primer lugar. Al no encontrar nada, echó un vistazo por la estancia. El primer indicio sospechoso fue una pila de papeles junto a la impresora: eran copias impresas del gráfico de la isla.

Estudió cada una de las páginas y observó que representaban distintas escalas. Pero no entendía el significado de las abigarradas figuras geométricas.

Dejó las copias a un lado, conectó el ordenador de Kevin y revisó los directorios. Poco después descubrió lo que buscaba: la fuente de información de las copias impresas.

Durante la media hora siguiente, Bertram permaneció fascinado ante la pantalla. Kevin había ideado un sistema para seguir a cada animal en tiempo real. Después de investigar las posibilidades del sistema durante unos minutos, Bertram encontró un archivo que documentaba los movimientos de los animales durante un período de varias horas. Con esta información, consiguió reproducir las formas geométricas.

– Eres más listo de lo que te conviene -dijo en voz alta mientras el ordenador reproducía consecutivamente los movimientos de cada animal.

Tras observar la totalidad del proceso, Bertram descubrió el problema con los bonobos número sesenta y sesenta y siete. Inquieto, procuró hacer que los indicadores de los animales se movieran, pero al ver que no lo conseguía volvió al tiempo real y buscó la situación actual de los dos ejemplares.

Estaban inmóviles.

– ¡Dios mío! -gimió. De repente, la preocupación por Kevin desapareció, reemplazada por otra más apremiante.

Apagó el ordenador, cogió las copias impresas y salió corriendo del laboratorio. Una vez fuera del edificio, pasó junto a su coche y cruzó corriendo la plaza en dirección al ayuntamiento. Sabía que a pie llegaría antes.

Subió las escaleras volando. Al verlo entrar en la recepción, Aurielo alzó la vista, sorprendido. Bertram no le hizo caso e irrumpió en el despacho de Siegfried sin esperar que lo anunciaran.

– Tengo que hablar con usted de inmediato -dijo entre jadeos.

Siegfried estaba reunido con el supervisor del servicio de alimentación. Los dos se sobresaltaron ante la imprevista entrada de Bertram.

– Es una emergencia -añadió Bertram.

El supervisor del servicio de alimentación se puso en pie.

– Puedo volver más tarde -dijo y se marchó.

– Más le vale que sea importante -advirtió Siegfried.

Bertram sacudió los papeles en el aire.

– Tengo malas noticias -dijo sentándose en la silla que acababa de dejar libre el supervisor-. Kevin Marshall inventó un sistema para seguir a los bonobos en tiempo real.

– ¿Y qué?

– Dos de los bonobos no se mueven, los números sesenta y sesenta y siete. Y hace más de veinticuatro horas que están inmóviles. Sólo hay una explicación posible: ¡han muerto!

Siegfried arqueó las cejas.

– Bueno, son animales -dijo-. Los animales mueren. Es lógico que haya alguna baja.

– No entiende nada -replicó Bertram-. Usted se rió de mi inquietud por la división de los bonobos en dos grupos, aunque le dije que era importante. Por desgracia, esto es una prueba de ello. Estoy absolutamente seguro de que los animales se están matando entre sí.

– ¿De veras lo cree así? -preguntó Siegfried, alarmado.

– No tengo la menor duda. Estos últimos días no he hecho más que preguntarme por qué se habían dividido y llegué a la conclusión de que se debió a un error nuestro, pues no supimos mantener el equilibrio entre machos y hembras. No hay otra explicación. Y esto significa que los machos están

peleando por las hembras. Estoy seguro.

– ¡Cielo santo! -exclamó Siegfried sacudiendo la cabeza-.

Es una noticia terrible.

– Más que terrible, es catastrófica. Si no hacemos algo de inmediato, será la ruina del proyecto.

– ¿Y qué podemos hacer?

– En primer lugar, no decírselo a nadie -repuso Bertram-.

Si llegaran a solicitar un trasplante con los órganos del animal sesenta o sesenta y siete, nos ocuparemos del problema en su momento. En segundo lugar, y esto es lo más importante, debemos trasladar a los animales aquí, como he dicho tantas veces. Los bonobos no podrán matarse si están en jaulas separadas.

Siegfried tuvo que aceptar el consejo del veterinario. Aunque siempre había insistido en que los animales permanecieran en la isla por razones logísticas y de seguridad, las cosas habían cambiado. No podían permitir que los bonobos se mataran entre sí. En las presentes circunstancias, no había alternativa.

– ¿Cuándo iremos a buscarlos? -preguntó Siegfried.

– Lo antes posible. Puedo organizar una cuadrilla de hombres de confianza para mañana por la mañana. Comenzaremos por el grupo más pequeño. Cuando todos los animales estén enjaulados, lo que debería llevarnos un par de días, los trasladaremos por la noche al Centro de Animales, donde tendré una zona preparada especialmente para ellos.

– Supongo que debo retirar a los soldados de la zona de estacionamiento -dijo Siegfried-. Lo único que nos falta es que disparen a nuestros hombres.

– Nunca me gustó la idea de que estuvieran apostados allí. Temía que dispararan a un bonobo por deporte o para hacer sopa.

– ¿Cuándo informaremos a nuestros respectivos jefes de GenSys?

– Cuando hayamos acabado. Sólo entonces sabremos con seguridad cuántos animales han muerto. Es probable que entretanto se nos ocurra alguna idea de cómo alojarlos. Creo que tendremos que construir una planta aislada.

– Para eso necesitamos autorización -dijo Siegfried.

– Por supuesto -replicó Bertram mientras se ponía en pie-.

Ahora debemos dar gracias de que yo tomara la precaución de llevar las jaulas a la isla.

– -

Nueva York

Hacía semanas que Raymond no se sentía tan bien. Todo había ido viento en popa desde que se había levantado de la cama. Poco después de las nueve, había telefoneado al doctor Waller Anderson, que no sólo estaba dispuesto a unirse al grupo, sino que ya tenía dos clientes preparados para pagar sus primas de ingreso y viajar a las Bahamas para las extracciones de médula ósea.