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– ¿Entonces no estás preocupado? -preguntó Warren.

– No lo suficiente para quedarme en casa.

Abandonaron el hospital y fueron a un fotógrafo para hacerse las fotografías de pasaporte.

Con ellas, Laurie, Warren y Natalie se dirigieron a la embajada de Guinea Ecuatorial.

Jack cogió un taxi rumbo al Hospital Universitario. Una vez allí, subió directamente al laboratorio del doctor Malovar. Como de costumbre, el anatomopatólogo estaba inclinado sobre el microscopio. Jack esperó pacientemente a que terminara de examinar la muestra.

– Ah, doctor Stapleton lo saludó Malovar-, me alegro de verlo. Veamos, ¿dónde está su muestra?

El laboratorio del doctor Malovar era un polvoriento caos de libros, revistas médicas y centenares de bandejas de portaobjetos. Las papeleras estaban siempre a rebosar. El profesor se negaba rotundamente a que cualquiera limpiara su lugar de trabajo por miedo a que perturbaran su metódico desorden.

Con sorprendente rapidez, Malovar localizó la muestra de Jack encima de un libro de patología veterinaria. Sus dos dedos diestros cogieron el portaobjetos y lo pusieron bajo el objetivo del microscopio.

– Osgood tuvo una idea excelente al sugerir que el doctor Hammersmith examinara la muestra -dijo Malovar mientras enfocaba. Una vez satisfecho con el enfoque, se irguió en su silla, cogió el libro y lo abrió en la página señalada con un portaobjetos vacío.

Le entregó el libro a Jack, que miró la página indicada. En ella había una fotomicrografía de un corte de hígado, en la que se veía un granuloma similar al de la muestra de Jack.

– Es igual -aseguró el doctor Malovar e hizo una seña a Jack para que lo confirmara mirando por el microscopio.

Jack se inclinó y examinó el preparado histológico. Las imágenes parecían idénticas.

– Sin duda, ésta es una de las muestras más interesantes que me ha traído -afirmó el doctor Malovar, apartando de sus ojos un mechón de cabello gris-. Como puede ver en el libro, el microorganismo agresor se llama Hepatocystis.

– ¿Es poco común? -preguntó Jack.

– Bueno, yo diría que es insólito encontrarlo en el depósito de cadáveres de Nueva York -respondió el doctor Malovar-. ¡Extraordinario! Verá, sólo se encuentra en primates, y exclusivamente en primates de Africa y el sudeste asiático.

Nunca se ha visto en el Nuevo Mundo y mucho menos en humanos.

– ¿Nunca? -preguntó Jack.

– Mire, yo nunca lo había visto -dijo Malovar-, y he visto muchos parásitos hepáticos. Más aún, el doctor Osgood tampoco lo había visto nunca, y él ha visto más parásitos hepáticos que yo. Basándome en la experiencia de ambos, puedo afirmar que este parásito no existe en los seres humanos.

Por supuesto, es probable que se presente en las zonas endémicas, pero incluso allí, apuesto a que es poco frecuente. De lo contrario habríamos visto al menos algún caso.

– Le agradezco su ayuda -dijo Jack con aire ausente, pensando en las inferencias de esa sorprendente información.

De hecho, era un indicio de que Franconi había sido sometido a un heterotrasplante, y un indicio mucho más claro que el simple hecho de que hubiera viajado a Africa.

– Este sería un caso interesante para presentar en uno de nuestros seminarios -señaló Malovar-. Si en algún momento le interesa hacerlo, hágamelo saber.

– Claro -repuso Jack con aire evasivo. Su mente era un auténtico torbellino.

Se despidió del profesor, cogió el ascensor hasta la planta baja y se dirigió al depósito. El hallazgo de un parásito de primate en la muestra hepática era una prueba significativa. Sin embargo, también debía tener en cuenta los análisis de ADN que había hecho Ted Lynch. Y para complicar más las cosas, estaba la ausencia de inflamación en el hígado, pese a no haberse detectado fármacos inmunosupresores. De lo único que estaba seguro era de que todo aquello carecía de lógica.

Al regresar al depósito, Jack subió directamente al laboratorio de ADN con la intención de interrogar a Ted. Esperaba que a él se le ocurriera alguna hipótesis para explicar los últimos hallazgos.

Jack no tenía los conocimientos necesarios sobre el tema para sacar sus propias conclusiones, pues las investigaciones sobre el ADN avanzaban con sorprendente rapidez.

– ¡Caramba, Stapleton! ¿Dónde demonios estabas? -preguntó Ted al verlo-. He estado llamando a todos los departamentos y nadie sabía nada de ti.

– He estado fuera -dijo Jack a la defensiva. Por un instante pensó en explicarle lo que ocurría, pero cambió de idea. En las últimas doce horas habían pasado demasiadas cosas.

– ¡Siéntate! -ordenó Ted.

Jack se sentó.

Ted rebuscó entre los papeles de su escritorio hasta que encontró una película cubierta de centenares de pequeñas bandas negras. Se la entregó a Jack.

– ¿Por qué me haces esto, Ted? Sabes perfectamente bien que no me entero de nada cuando miro estos chismes.

Sin hacerle caso, Ted continuó buscando otra película. La encontró debajo del informe sobre el presupuesto del laboratorio, en el que había estado trabajando momentos antes, y se la entregó a Jack.

– Levántalas a la luz -indicó Ted.

Jack lo hizo y comparó las dos películas. Las diferencias eran evidentes, incluso para un lego como él.

Ted señaló la primera plancha de celuloide.

– Este es un estudio del área del ADN que codifica las proteínas ribosómicas de un ser humano. He cogido un caso al azar para que veas qué aspecto tiene.

– Muy bonito -dijoJack.

– No empieces con tus sarcasmos.

– Lo intentaré.

– Bien; este otro es un estudio del tejido hepático de Franconi -explicó Ted-. Corresponde a la misma área y se han usado las mismas enzimas que para el primer estudio. ¿Notas las diferencias?

– Es lo único que noto -respondió Jack.

Ted le quitó la primera película y señaló la que seguía en manos de Jack.

– Como te dije ayer, tenemos la información en CD ROM, así que programé el ordenador para que buscara un patrón coincidente con éste. He descubierto que el patrón es similar al que presentaría un chimpancé.

– ¿Similar? ¿No es idéntico? -preguntó Jack. En ese caso, ningún resultado era concluyente.

– No, pero cercano. Podría tratarse de un primo de un chimpancé. Algo por el estilo.

– ¿Los chimpancés tienen primos?

– Ni idea -respondió Ted encogiéndose de hombros-.

Pero me moría por darte esta información. Tienes que admitir que es sorprendente.

– De modo que, según tú, ha sido un heterotrasplante -sugirió Jack.

Ted volvió a encogerse de hombros.

– Puestos a fantasear, yo diría que sí. Sin embargo, teniendo en cuenta los resultados del DQ alfa, no sé qué pensar.

Además, por iniciativa propia, he iniciado un análisis del de los grupos sanguíneos ABO. Hasta el momento, los resultados coinciden con el DQ alfa. Creo que dará un pareamiento perfecto con Franconi, lo que me confunde aún más. Es un caso rarísimo.

– ¡Y que lo digas! -exclamó Jack. Luego le contó a Ted el hallazgo de un parásito de primate.

Ted hizo una mueca de perplejidad.

– Me alegro de no estar a cargo de este caso -dijo.

Jack dejó las películas sobre el escritorio de Ted.

– Con un poco de suerte, en los próximos días encontraré una pista -dijo-. Esta noche me voy a Africa, al mismo país donde estuvo Franconi.

– ¿Te envía el instituto? -preguntó Ted, sorprendido.

– No. Lo hago por cuenta propia. Bueno, en realidad, eso no es del todo cierto. Yo pagaré los billetes, pero Laurie me acompaña.

– ¡Caray! Sí que eres concienzudo.

– Más bien obstinado -replicó Jack levantándose para marcharse.

Cuando llegó a la puerta del laboratorio, Ted le dijo:

– Ah, tengo los resultados del mitocondrial. Coinciden con los de Franconi, así que al menos la identificación fue acertada.

– Por fin algo definitivo -dijo Jack.

Cuando se disponía a salir, Ted volvió a llamarlo.

– Acaba de ocurrírseme una idea descabellada -dijo-. La única explicación para estos resultados es que el hígado sea quimérico.

– ¿Qué demonios significa eso?

– Significa que el hígado podría contener ADN de dos organismos diferentes -respondió Ted.

– Mmm -musitó Jack-. Tendré en cuenta esa posibilidad.

– -

Cogo, Guinea Ecuatorial

Bertram consultó el reloj de pulsera. Eran las cuatro de la tarde. Miró por la ventana y comprobó que la repentina y violenta tormenta tropical, que apenas quince minutos antes había oscurecido por completo el cielo, ya había amainado.

Ahora la tarde era soleada y sofocante.

Movido por un súbito impulso, levantó el auricular y llamó a la unidad de fertilización. Contestó Shirley Cartwright, la técnica del turno de la tarde.

– ¿Han inyectado las hormonas a los dos bonobos hembras? -preguntó Bertram.

– Todavía no.

– Tenía entendido que las inyecciones estaban previstas para las dos de la tarde.

– Según el plan original, sí -repuso Shirley con voz titubeante.

– ¿Y a qué se debe la demora?

– A que la señorita Becket no ha llegado todavía -respondió Shirley de mala gana. Lo último que pretendía era crearle problemas a su jefa inmediata, pero no podía mentir.

– ¿A qué hora debía llegar? -preguntó Bertram.

– A ninguna hora en particular. Dijo que estaría ocupada en el hospital del laboratorio durante la mañana. Supongo que la habrán retenido allí.

– ¿No dejó instrucciones para que otra persona inyectara las hormonas si no regresaba a las dos? -preguntó Bertram.

– Al parecer, no -respondió Shirley-. Por eso suponemos que llegará en cualquier momento.

– Si no ha regresado dentro de treinta minutos, quiero que administren las dosis previstas -ordenó Bertram-. ¿Pueden hacerlo?

– Desde luego, doctor.

Bertram cortó la comunicación y marcó el número del hospital. Puesto que estaba menos familiarizado con el personal de allí, no reconoció a la mujer que respondió. Sin embargo, ésta le dio una versión inquietante: Melanie no había ido al hospital en todo el día porque estaba ocupada en el Centro de Animales.

Bertram colgó el auricular y tamborileó nerviosamente con la uña del dedo índice sobre el teléfono. Aunque Siegfried juraba que había resuelto el problema de Kevin y sus supuestas amantes, Bertram no acababa de creérselo. Melanie era muy concienzuda con su trabajo y no era propio de ella faltar a sus obligaciones.