Atravesamos el portón: estábamos en el nuevo campo de concentración.
Buchenwald se hallaba en medio de montes y valles, en la cima de una colina. El aire era puro, y los ojos se deleitaban con la vista del paisaje variado, lleno de bosques y casitas de techo rojo en el valle. El barracón de las duchas está en el lado izquierdo. Los presos eran simpáticos aunque diferentes a los de Auschwitz.
Después de llegar, pasamos por las duchas, los barberos, el líquido desinfectante y el cambio de uniforme. El uniforme era exactamente igual al de Auschwitz. El agua de las duchas, sin embargo, estaba más caliente, los barberos hacían su trabajo con más cuidado y el encargado del guardarropa intentaba acertar con las tallas, aunque fuera dando un vistazo rápido.
Concluidos los pasos habituales, nos dirigimos a una ventanilla, donde nos preguntaron si teníamos algún diente de oro. Luego, un compatriota, un antiguo preso con pelo, inscribió nuestros nombres en un libro y nos entregó un triángulo amarillo y una cinta de tela a cada uno. En medio del triángulo había una letra «U» para señalar que éramos húngaros y, en la cinta, un número, el mío, por ejemplo, era el 64.921. Me recomendaron que aprendiera a pronunciar correctamente ese número en alemán, Vier-und-sechzig, neun, ein-und-zwanzig, puesto que ésta debía ser mi respuesta en caso de que me pidieran la identificación. No grababan el número en la piel, y si, preocupado por ello, lo hubiera preguntado en la ducha, un antiguo preso me habría contestado enfadado, levantando las manos y mirando al techo: «Aber Mensch, um Gotteswillen! Wir sind ja doch hier nicht in Auschwitz!». [Pero, hombre, por el amor de Dios. Esto no es Auschwitz.] No obstante, antes de que llegara la noche, tanto el número como el triángulo debían estar cosidos al traje, a la altura del pecho, con la ayuda de los únicos propietarios de hilo y aguja: los sastres. Si uno se aburría de hacer cola todo el día esperando turno, podía incentivarlos con una parte de la ración de pan con margarina, pero, de todas formas, lo hacían sin recibir nada a cambio, puesto que era su deber, según decían.
En Buchenwald no hacía tanto calor como en Auschwitz; los días eran grises y lloviznaba a menudo. A veces nos sorprendían con sopa de pan caliente por la mañana; la ración de pan en general era el tercio de una barra o incluso la mitad, no como en Auschwitz, donde la ración normal era un cuarto y a veces un quinto; la sopa del mediodía era sustanciosa e incluso a veces contenía restos de carne o, con mucha suerte, un trozo entero. Aquí supe también qué era el Zulage [suplemento], que consistía en una salchicha adicional o una cucharadita de mermelada añadida a la habitual margarina, según refirió con satisfacción el oficial vigilante. En Buchenwald dormíamos en tiendas de campaña -puesto que era un Zeltlager [campo con tiendas] o, con otra denominación, un Kleinlager [campo pequeño]. Dormíamos en lechos de paja y, aunque el espacio era reducido, por lo menos podíamos acostarnos. Las alambradas no estaban electrizadas, pero debíamos tener en cuenta que si se nos ocurría salir de la tienda seríamos despedazados por los perros, cosa que no nos sorprendió por muy exagerado que pudiera parecernos al principio. Al otro lado de la valla, por donde los caminos subían a la colina, entre los barracones verdes bien cuidados y los edificios de piedra, todos los atardeceres teníamos ocasión de realizar nuestras compras: los presos antiguos que dormían allí nos vendían cucharas, navajas, platos e incluso ropa. Uno de ellos me ofreció un suéter por el «módico precio», dijo, de medio pan, pero al final no se lo compré puesto que en verano no necesitaba suéter y el invierno -pensaba- estaba todavía lejos.
Allí comprobé también que existían diversas clases de triángulos y letras: yo no conocía todas, no siempre me enteraba de cuál era el país de origen de cada una. Por la zona de la tienda donde dormía, también se oían palabras húngaras pronunciadas con acento provinciano, y a menudo reconocí aquel idioma extraño que había oído por primera vez de boca de los presos que nos habían recibido en la primera estación. En Buchenwald no había recuento vespertino para los habitantes del Zeltlager, y los lavabos estaban al aire libre, entre árboles: eran muy parecidos a los de Auschwitz, con la diferencia que la pila era de piedra y el agua corría por los tubos y caía -con más o menos fuerza- durante todo el día; así pues, por primera vez desde que había llegado a la fábrica de ladrillos, ocurrió el milagro: pude beber agua en cuanto tenía sed o, incluso, por el simple gusto de hacerlo.
En Buchenwald también había un crematorio, por supuesto, pero sólo uno, y no era el objetivo del campo, no era su móvil ni su razón de ser -lo puedo afirmar con toda seguridad-, sino que en él sólo se incineraba a la gente que moría en el campo, debido a accidentes naturales de la vida, por decirlo así. Los presos más antiguos me dijeron que lo más importante en Buchenwald era evitar la cantera, aunque, añadieron, últimamente apenas se utilizaba, al contrario de lo que había sido normal tiempo atrás. El campo funcionaba desde hacía siete años, y a él llegaban personas de otros campos más antiguos, entre los cuales se mencionaban los de Dachau, Oranienburg y Sachsenhausen: eso explicaba las sonrisas indulgentes de los presos «bien vestidos» que había visto al otro lado de la valla, algunos de ellos con números de cuatro e incluso de tres dígitos.
Cerca de nuestro campo -así me dijeron- se encontraba la ciudad de Weimar, famosa en la cultura occidental. Yo también estaba enterado de su existencia, claro, puesto que allí había escrito sus famosas obras el autor del poema que empieza «Wer reitet so spät durch Nacht und Wind?» [¿Quién cabalga tan tarde con el viento en la noche?], que, como otras muchas personas, sabía de memoria. Según me dijeron el autor también había plantado un árbol con sus propias manos, que pronto se hizo frondoso y que se encontraba en algún sitio de nuestro campo, junto al que había una placa conmemorativa y una valla para protegerlo de los presos. En resumen, no tardé en comprender la expresión de los rostros que nos habían despedido en Auschwitz; puedo decir que yo también me encariñé pronto con Buchenwald.
Zeitz, el campo de concentración que llevaba el nombre del pueblo, estaba a una noche de camino en tren desde Buchenwald, más una caminata de veinte o veinticinco minutos. Allí nos acompañaron los soldados, por un camino que discurría entre campos labrados y un paisaje campestre. Éste, nos aseguraron, sería destino definitivo para todos aquellos cuya letra inicial del apellido se encontrara antes de la «M» en el abecedario; los demás irían al campo de concentración de la ciudad de Magdeburgo, cuyo nombre me resultaba conocido por mis estudios de historia; así nos lo habían comunicado en Buchenwald, en el curso de la cuarta noche, en medio de una enorme plaza iluminada con focos, los presos encargados que llevaban las listas en la mano. Lo único que me apenó fue que me separarían de los muchachos y sobre todo de Rozi: el capricho de los apellidos nos llevó a distintos trenes y a mí, en concreto, me separó de todos los demás.
Creo que no había nada peor, nada más agotador que los esfuerzos y las cargas que había que soportar al llegar a un nuevo campo de concentración. Así pude comprobarlo en Auschwitz, en Buchenwald y en Zeitz. Por otra parte, me di cuenta de que había llegado a un campo de concentración pequeño, pobre, alejado y provinciano, por decirlo de alguna manera. No había duchas, ni siquiera crematorio, al parecer éste sólo se encuentra en los campos más importantes. El paisaje era plano, sólo desde el final del campo se divisaban unas colinas y montes: «la sierra de Turingia», así me dijeron que se llamaba. Las vallas alambradas con las cuatro torres de vigilancia en los cuatro ángulos se encontraban justo al lado de la carretera. El campo se levantaba en un terreno cuadrado, una enorme plaza polvorienta, abierta y comunicada con la carretera a través del portón, rodeada por los otros tres lados por tiendas de campaña enormes como un hangar o una carpa de circo.
Enseguida nos contaron, nos ordenaron, nos llevaron y nos trajeron, para determinar quiénes dormirían en qué tiendas: nos pusieron en filas de diez, delante de nuestros respectivos «bloques». Yo ocupé mi puesto delante de la tienda que estaba a la derecha, y allí estuve esperando muchísimo tiempo, de pie, hasta que se me entumeció todo el cuerpo bajo el peso de aquel día que resultaba cada vez más y más insoportable. En vano miraba por todas partes, buscando a los muchachos, alrededor no había más que desconocidos. Mi vecino de la izquierda era un hombre alto y delgado, un poco raro, que no dejaba de hablar solo y de mover su cuerpo, inclinándose hacia delante y hacia atrás, y el de la derecha, uno bajito pero fuerte, se pasaba el tiempo echando escupitajos en la arena. Me miró, primero fugazmente y luego con más detenimiento, con sus ojos achinados y brillantes. Su nariz era pequeñísima, casi como si no tuviera hueso, y llevaba el gorro un poco ladeado, lo que le daba un toque de gracia. «¿Y tú -me preguntó, después de mirarme por segunda vez-, de dónde eres?» Enseguida me di cuenta de que le faltaban los dientes anteriores. Cuando le dije que era de Budapest, se animó muchísimo y me preguntó si todavía existían los bulevares y si circulaba el tranvía número seis, como él «los había dejado». Le contesté que, por supuesto, todo estaba igual y se mostró muy contento. También quería saber cómo había llegado hasta allí, a lo que yo respondí: «Fue muy fácil, sólo tuve que bajar del autobús». «¿Y qué?», preguntó. Le respondí que nada más, que allí estaba. Se quedó un tanto sorprendido, como alguien que no conoce la disposición de su propio hogar, y quise preguntarle qué era lo que tanto le extrañaba, pero no pude porque al instante me cayó una bofetada. En realidad estaba ya sentado en el suelo cuando oí el ruido y empecé a sentir un escozor en la mejilla izquierda. Ante mí había un hombre, vestido con traje negro de montar y un gorro negro de artista, que lucía un cabello y un fino bigote negro en medio de su cara de tez oscura y desprendía un olor extrañísimo: no había ninguna duda, era un olor auténtico a perfume. De su griterío sólo entendí la palabra Ruhe, es decir, «silencio», repetida varias veces. La verdad es que parecía representar una verdadera autoridad, avalada por los números que llevaba junto a la letra «Z» dentro de un triángulo verde, un silbato de plata y las letras blancas «LA» en una cinta en el brazo. Yo estaba bastante enfadado puesto que no estaba acostumbrado a que me pegaran; sentado y todo, intenté expresarlo de alguna manera. Yo creo que percibió mi enfado porque, a pesar de que seguía chillando, noté que la expresión de sus ojos oscuros, como aceitosos, cambió, haciéndose más suave, como si quisiera disculparse, mientras me miraba de arriba abajo: era una sensación molesta e incómoda. Luego, siguió su camino, corriendo entre la gente que le abría paso, con la misma rapidez con la que había llegado.